SAN JUAN BAUTISTA, MÁRTIR POR DECIR LA VERDAD
San Juan
el Bautista, “la voz que clama en el desierto”, sin duda, no es
cualquier santo, pues de él dijo el Señor Jesucristo: “En verdad os digo que no ha surgido entre los
nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista” (Mt 11,11a);
aunque también dijo que “sin
embargo, el más pequeño en el Reino de los Cielos es mayor que él”
(Mt 11,11b), lo cual puede interpretarse de diversas maneras, siendo una de
ellas la de la “superioridad” del Nuevo Pacto, establecido por Cristo, sobre el
Antiguo, al que todavía pertenecía el Bautista.
¿Y por qué murió mártir San Juan Bautista? Por decir
la verdad. Y por decirla con claridad. Y por decírsela a un rey
que en verdad reinaba -no como ocurre en muchas monarquías de hoy-. No creo que
hubiera cambiado mucho la cosa si en vez de ser un rey hubiera sido un
gobernador o un simple general romano. El caso es que la verdad
ofende al que vive en la mentira y el pecado. Y proclamarla
conlleva un peligro evidente cuando el acusado tiene entre sus manos la espada,
la metralleta o el Boletín Oficial del Estado.
La Escritura afirma que la Iglesia es columna y baluarte de la verdad. Y no
de cualquier verdad, sino de aquella que nos salva. Pero una verdad que no es proclamada no produce
el efecto benéfico y liberador del que Cristo habló: “… y la
verdad os hará libres” (Jn 8,32).
La verdad que la Iglesia tiene el deber de defender
y proclamar no es una mera colección de sentencias, reglas y advertencias. La verdad
es Cristo mismo, su persona. Pero no podemos separar a Cristo de su mensaje,
de sus enseñanzas, de su ley. Decimos la verdad cuando afirmamos que Cristo nos salva. Pero también cuando
advertimos que quien no cree en Él ni
hace lo que Él dice, se condena. Decimos la verdad cuando afirmamos que el
hombre no puede por sí solo cumplir la voluntad de Dios, y que necesita la
gracia para que Dios obre el bien en él, pero también cuando advertimos que quien
desecha la gracia se enfrenta a un juicio del que sólo se puede salir con el
veredicto de culpabilidad y
una pena de condenación eterna.
Decimos la verdad cuando afirmamos que el hombre tiene derecho a la vida
desde su concepción hasta su muerte natural, pero también cuando decimos que el
aborto es un asesinato y la eutanasia atenta contra Dios y la dignidad de los
seres humanos. Decimos la verdad cuando afirmamos que el matrimonio ha de ser
para siempre y abierto a la vida, pero también cuando, siguiendo
las palabras de Jesús, llamamos adúlteros a quienes se
divorcian y vuelven a casar.
La verdad ha de ser confesada y proclamada en su integridad. No caben
medias verdades. No caben tibiezas. Si acaso, cabe una cierta
prudencia fruto de la caridad. Pero la prudencia no puede convertirse en excusa
para callar. La prudencia no puede ser el parapeto detrás del
que se esconden los cobardes que
no quieren arrostrar las consecuencias de decir una verdad que puede llevarles
incluso al martirio.
Si San Juan Bautista murió decapitado por decir la verdad, no creo que
sea mucho pedir que los cristianos suframos hoy algún tipo de “incomodidades”
por decirle a la sociedad lo que esta no quiere oír. Si en este mismo momento
hay cristianos que son perseguidos hasta el martirio en Asia o en los países
musulmanes, no tiene nada de particular que los que vivimos en Occidente soportemos
el desprecio por ser testigos de Cristo y del evangelio. Es
más, si no ocurre tal cosa será porque no hacemos lo que estamos llamados a
hacer.
Dice San Pablo: “Y todos
los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones. En
cambio los malos y embaucadores irán de mal en peor, serán seductores y a la
vez seducidos” (2 Tim 3,12-13).
Ahora que
vemos que nuestra sociedad está en manos de la cultura de la muerte, la voz de
la Iglesia ha de sonar atronadoramente como sonó la de San Juan Bautista hace
casi veintiún siglos. Hay que apuntar con el dedo y decir sus pecados,
ofreciendo a su vez la salvación gratuita en Cristo. Los que
se postran ante el ídolo de lo “políticamente correcto” -incluso de lo “eclesialmente
correcto- sobran. Los que quieren pactar con
los Herodes modernos, están de más. Y eso vale para todos los bautizados,
pastores y ovejas. No hay otro camino. No hay
atajos. San Pedro lo entendió cuando Cristo le llamó Satanás
por aconsejarle evitar la cruz.
Hay cruz en decir la verdad. Pero sin cruz, no hay salvación. O hablamos
nosotros o, como dijo Cristo, “si éstos callan gritarán las piedras” (Luc
19,40). San Juan
Bautista mostró el camino que Dios ha marcado para los que están llamados a ser
testigos de la verdad. O lo recorremos o
seremos desechados de su Reino.
Luis
Fernando Pérez Bustamante
*****
Señor: te rogamos por tantas
parejas que viven sin casarse y en pecado. Perdónales y concédeles la verdadera
conversión. Y te suplicamos que nunca dejes de enviarnos valientes
predicadores, que como Juan Bautista no dejen a los pecadores estar tranquilos
en su vida de pecado por que los puede llevar a la perdición, y que despierten
las conciencias de sus oyentes para que cada uno prefiera morir antes que
pecar. Amén.
El evangelio de San Marcos nos
narra de la siguiente manera la muerte del gran precursor, San Juan Bautista:
"Herodes había mandado poner preso a Juan Bautista, y lo había llevado
encadenado a la prisión, por causa de Herodías, esposa de su hermano Filipos,
con la cual Herodes se había ido a vivir en unión libre. Porque Juan le decía a
Herodes: "No le está permitido irse
a vivir con la mujer de su hermano". Herodías le tenía un gran odio
por esto a Juan Bautista y quería hacerlo matar, pero no podía porque Herodes
le tenía un profundo respeto a Juan y lo consideraba un hombre santo, y lo
protegía y al oírlo hablar se quedaba pensativo y temeroso, y lo escuchaba con
gusto".
"Pero llegó el día oportuno, cuando Herodes en
su cumpleaños dio un gran banquete a todos los principales de la ciudad. Entró
a la fiesta la hija de Herodías y bailó, el baile le gustó mucho a Herodes, y
le prometió con juramento: "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea
la mitad de mi reino".
La
muchacha fue donde su madre y le preguntó: "¿Qué debo pedir?". Ella
le dijo: "Pida la cabeza de Juan Bautista". Ella entró corriendo a
donde estaba el rey y le dijo: "Quiero que ahora mismo me des en una bandeja,
la cabeza de Juan Bautista".
El rey se
llenó de tristeza, pero para no contrariar a la muchacha y porque se imaginaba
que debía cumplir ese vano juramento, mandó a uno de su guardia a que fuera a
la cárcel y le trajera la cabeza de Juan. El otro fue a la prisión, le cortó la
cabeza y la trajo en una bandeja y se la dio a la muchacha y la muchacha se la
dio a su madre. Al enterarse los discípulos de Juan vinieron y le dieron
sepultura (S. Marcos 6,17).
Herodes
Antipas había cometido un pecado que escandalizaba a los judíos porque está muy
prohibido por la Santa Biblia y por la ley moral. Se había ido a vivir con la
esposa de su hermano. Juan Bautista lo denunció públicamente. Se necesitaba
mucho valor para hacer una denuncia como esta porque esos reyes de oriente eran
muy déspotas y mandaban matar sin más ni más a quien se atrevía a echarles en
cara sus errores.
Herodes
al principio se contentó solamente con poner preso a Juan, porque sentía un
gran respeto por él. Pero la adúltera Herodías estaba alerta para mandar matar
en la primera ocasión que se le presentara, al que le decía a su concubino que
era pecado esa vida que estaban llevando.
Cuando
pidieron la cabeza de Juan Bautista el rey sintió enorme tristeza porque
estimaba mucho a Juan y estaba convencido de que era un santo y cada vez que le
oía hablar de Dios y del alma se sentía profundamente conmovido. Pero por no
quedar mal con sus compinches que le habían oído su tonto juramento (que en
verdad no le podía obligar, porque al que jura hacer algo malo, nunca le obliga
a cumplir eso que ha jurado) y por no disgustar a esa malvada, mandó matar al
santo precursor.
Este es
un caso típico de cómo un pecado lleva a cometer otro pecado. Herodes y
Herodías empezaron siendo adúlteros y terminaron siendo asesinos. El pecado del
adulterio los llevó al crimen, al asesinato de un santo.
Juan
murió mártir de su deber, porque él había leído la recomendación que el profeta
Isaías hace a los predicadores: "Cuidado:
no vayan a ser perros mudos que no ladran cuando llegan los ladrones a
robar". El Bautista vio que llegaban los enemigos del alma a robarse
la salvación de Herodes y de su concubina y habló fuertemente. Ese era su
deber. Y tuvo la enorme dicha de morir por proclamar que es necesario cumplir
las leyes de Dios y de la moral. Fue un verdadero mártir.
fuente: EWTN
No hay comentarios:
Publicar un comentario