El
profeta Isaías contempló la Flagelación de Nuestro Señor, y describe al
Divino Redentor con estas palabras: "Lo vimos despreciado, y desecho de
los hombres, Varón de dolores y sabedor de dolencias; nosotros le tuvimos por
azotado, herido de Dios y humillado, y por Sus llagas hemos sido sanados"
(Isaías LIII, 3- 5)
Estamos en tiempo
de Cuaresma, y una buena práctica piadosa es traer a la mente y el corazón los
sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz y las angustias que
traspasaron el Inmaculado Corazón de María por esta causa.
A este propósito,
compartimos un fragmento del Capítulo X del Libro Primero de las Revelaciones
de Santa Brígida, donde Nuestra Señora le narra a la vidente detalles de la
Pasión de Cristo. He aquí las palabras de María Santísima:
[...] Cuando llegó el momento de la pasión de mi Hijo, sus
enemigos lo arrestaron. Lo golpearon en la mejilla y en el cuello, y lo
escupieron mofándose de él. Cuando fue llevado a la columna, él mismo se
desnudó y colocó sus manos sobre el pilar, y sus enemigos se las ataron sin
misericordia. Atado a la columna, sin ningún tipo de ropa, como cuando vino al
mundo, se mantuvo allí sufriendo la vergüenza de su desnudez. Sus enemigos lo
cercaron y, estando huidos todos sus amigos, flagelaron su purísimo cuerpo,
limpio de toda mancha y pecado. Al primer latigazo yo, que estaba en las
cercanías, caí casi muerta y, al volver en mí, vi en mi espíritu su cuerpo
azotado y llagado hasta las costillas.
Lo más horrible fue que, cuando le retiraron el látigo, las
correas engrosadas habían surcado su carne. Estando ahí mi Hijo, tan
ensangrentado y lacerado que no le quedó ni una sola zona sana en la que
azotar, alguien apareció en espíritu y preguntó: ‘¿Lo vais a matar sin estar
sentenciado?’ Y directamente le cortó las amarras. Entonces, mi Hijo se puso
sus ropas y vi cómo quedó lleno de sangre el lugar donde había estado y, por
sus huellas, pude ver por dónde anduvo, pues el suelo quedaba empapado de
sangre allá donde Él iba. No tuvieron paciencia cuando se vestía, lo empujaron
y lo arrastraron a empellones y con prisa. Siendo tratado como un ladrón, mi
Hijo se secó la sangre de sus ojos. Nada más ser sentenciado, le impusieron la
cruz para que la cargara. La llevó un rato, pero después vino uno que la cogió
y la cargó por Él. Mientras mi Hijo iba hacia el lugar de su pasión, algunos le
golpearon el cuello y otros le abofetearon la cara. Le daban con tanta fuerza
que, aunque yo no veía quién le pegaba, oía claramente el sonido de la
bofetada.
Cuando llegué con Él al lugar de la pasión, vi todos los
instrumentos de su muerte allí preparados. Al llegar allí, Él solo se desnudó
mientras que los verdugos se decían entre sí: ‘Estas ropas son nuestras y Él no
las recuperará porque está condenado a muerte’. Mi Hijo estaba allí, desnudo
como cuando nació y, en esto, alguien vino corriendo y le ofreció un velo con
el cual él, contento, pudo cubrir su intimidad. Después, sus crueles ejecutores
lo agarraron y lo extendieron en la cruz, clavando primero su mano derecha en
el extremo de la cruz que tenía hecho el agujero para el clavo. Perforaron su
mano en el punto en el que el hueso era más sólido. Con una cuerda, le
estiraron la otra mano y se la clavaron en el otro extremo de la cruz de igual
manera.
A continuación, cruzaron su pie derecho con el izquierdo por
encima usando dos clavos de forma que sus nervios y venas se le extendieron y
desgarraron. Después le pusieron la corona de espinas [1]
y se la apretaron tanto que la sangre que salía de su reverenda cabeza
le tapaba los ojos, le obstruía los oídos y le empapaba la barba al caer.
Estando así en la cruz, herido y sangriento, sintió compasión de mí, que estaba
allí sollozando, y, mirando con sus ojos ensangrentados en dirección a Juan, mi
sobrino, me encomendó a él. Al tiempo, pude oír a algunos diciendo que mi Hijo
era un ladrón, otros que era un mentiroso, y aún otros diciendo que nadie
merecía la muerte más que Él.
Al oír todo esto se renovaba mi dolor. Como dije antes,
cuando le hincaron el primer clavo, esa primera sangre me impresionó tanto que
caí como muerta, mis ojos cegados en la oscuridad, mis manos temblando, mis
pies inestables. En el impacto de tanto dolor no pude mirarlo hasta que lo
terminaron de clavar. Cuando pude levantarme, vi a mi Hijo colgando allí
miserablemente y, consternada de dolor, yo Madre suya y triste, apenas me podía
mantener en pie.
Viéndome a mí y a sus amigos llorando desconsoladamente, mi
Hijo gritó en voz alta y desgarrada diciendo: ‘¿Padre por qué me has
abandonado?’ Era como decir: ‘Nadie se compadece de mí sino tú, Padre’.
Entonces sus ojos parecían medio muertos, sus mejillas estaban hundidas, su
rostro lúgubre, su boca abierta y su lengua ensangrentada. Su vientre se había
absorbido hacia la espalda, todos sus fluidos quedaron consumidos como si no
tuviera órganos. Todo su cuerpo estaba pálido y lánguido debido a la pérdida de
sangre. Sus manos y pies estaban muy rígidos y estirados al haber sido forzados
para adaptarlos a la cruz. Su barba y su cabello estaban completamente
empapados en sangre.
Estando así, lacerado y lívido, tan sólo su corazón se
mantenía vigoroso, pues tenía una buena y fuerte constitución. De mi carne, Él
recibió un cuerpo purísimo y bien proporcionado. Su cutis era tan fino y tierno
que al menor arañazo inmediatamente le salía sangre, que resaltaba sobre su
piel tan pura. Precisamente por su buena constitución, la vida luchó contra la
muerte en su llagado cuerpo. En ciertos momentos, el dolor en las extremidades
y fibras de su lacerado cuerpo le subía hasta el corazón, aún vigoroso y
entero, y esto le suponía un sufrimiento increíble. En otros momentos, el dolor
bajaba desde su corazón hasta sus miembros heridos y, al suceder esto, se
prolongaba la amargura de su muerte.
Sumergido en la agonía, mi Hijo miró en derredor y vio a sus amigos
que lloraban, y que hubieran preferido soportar ellos mismos el dolor con su
auxilio, o haber ardido para siempre en el infierno, antes que verlo tan
torturado. Su dolor por el dolor de sus amigos excedía toda la amargura y
tribulaciones que había soportado en su cuerpo y en su corazón, por el amor que
les tenía. Entonces, en la excesiva angustia corporal de su naturaleza humana,
clamó a su Padre: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu’.
Cuando yo, Madre suya y triste, oí esas palabras, todo mi
cuerpo se conmovió con el dolor amargo de mi corazón, y todas las veces que las
recuerdo lloro desde entonces, pues han permanecido presentes y recientes en
mis oídos. Cuando se le acercaba la muerte, y su corazón se reventó con la
violencia de los dolores, todo su cuerpo se convulsionó y su cabeza se levantó
un poco para después caérsele otra vez. Su boca quedó abierta y su lengua podía
ser vista toda sangrante. Sus manos se retrajeron un poco del lugar de la
perforación y sus pies cargaron más con el peso de su cuerpo. Sus dedos y
brazos parecieron extenderse y su espalda quedó rígida contra la cruz.
Entonces, algunos me decían: ‘María, tu Hijo ha muerto’.
Otros decían: ‘Ha muerto pero resucitará’. A medida que todos se iban
marchando, vino un hombre, y le clavó una lanza en el costado con tanta fuerza
que casi se le salió por el otro lado. Cuando le sacaron la espada, su punta
estaba teñida de sangre roja y me pareció como si me hubieran perforado mi
propio corazón cuando vi a mi querido hijo traspasado. Después lo descolgaron
de la cruz y yo tomé su cuerpo sobre mi regazo. Parecía un leproso,
completamente lívido. Sus ojos estaban muertos y llenos de sangre, su boca tan
fría como el hielo, su barba erizada y su cara contraída.
Sus manos estaban tan descoyuntadas que no se sostenían
siquiera encima de su vientre. Le tuve sobre mis rodillas como había estado en
la cruz, como un hombre contraído en todos sus miembros. Tras esto le tendieron
sobre una sábana limpia y, con mi pañuelo, le sequé las heridas y sus miembros
y cerré sus ojos y su boca, que había estado abierta cuando murió. Así lo
colocaron en el sepulcro. ¡De buena gana me hubiera colocado allí, viva con mi
Hijo, si esa hubiera sido su voluntad! Terminado todo esto, vino el bondadoso
Juan y me llevó a su casa. ¡Mira, hija mía, cuánto ha soportado mi Hijo por ti!
NOTA
[1] Explicación
del Libro 7 - Capítulo 15 (from the english translation): "Entonces la
corona de espinas, que habían removido de Su cabeza cuando estaba siendo
crucificado, ahora la ponen de vuelta, colocándola sobre su santísima cabeza.
Punzó y agujereó su imponente cabeza con tal fuerza que allí mismo sus ojos se
llenaron de sangre que brotaba y se obstruyeron sus oídos."
Que conmovedor este relato hace derramar lágrimas y de verdad mueve a una sincera conversión
ResponderEliminarDios es amor. Amémoslo intensamente con todo nuestro corazón. Paz y esperanza Dios nos bendiga
ResponderEliminarPor su dolorosa pasión, ten misericordia de nosotros y del mundo entero.
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