En su enfermedad,
Francisco confió a su prima:
"¿Nuestro Señor aún
estará triste?
Tengo tanta pena de que Él
esté así.
Le ofrezco cuanto
sacrificio yo puedo."
Vamos a exponer brevemente la corta
vida y muerte de Francisco Marto, hermano de Jacinta, y quien también tuvo la
gracia de ver y oír a nuestra Señora de Fátima (Tomado del libro “Apariciones
de la Santísima Virgen en Fátima” por el Padre Leonardo Ruskovic O.F.M. A. Año
1946).
En la exposición de los hechos de las apariciones de la Santísima Virgen en Fátima, muy poco resalta la figura del pequeño Francisco. A lo largo de esta historia, casi siempre lo encontramos callado, meditabundo, humilde y siempre pronto en aceptar sin contradecir las propuestas ya de Lucía o de su hermana menor Jacinta. Muy raras veces habla para manifestar su opinión.
Francisco, antes de las apariciones era un niño del común carácter de los otros de su edad: juguetón, poco amigo de rezar, pero reposado y reflexivo y de bondadoso temperamento. No obstante, desde la primera aparición lo encontramos maravillosamente cambiado. Su virtuosa conducta lo ilustra mejor el siguiente hecho: Condujeron nuestros pastores sus majadas a un lugar, propiedad de los padres de Francisco; existía allí una parcela destinada al pastoreo y otra para la cementera. Debían tener mucho cuidado para que las ovejas no dañaran el sembrado, y así, Lucía, que era la mayor, dispuso cuidar ella misma la parte de más peligro, mientras Francisco y Jacinta atenderían la otra parte. Jacinta, llorando pidió a Lucía que se quedara con ella y que allá fuera Francisco.
—Yo también quisiera quedarme con vosotras —manifestó humildemente Francisco—, pero iré lo mismo y ofreceré este sacrificio a Dios por la conversión de los pecadores.
Transcurrido ya un largo rato, Jacinta va en busca de su hermano; llega al lugar donde pacían las ovejas y llama una y otra vez, más no recibe contestación. Gimiendo vuelve a Lucía, y entre lágrimas le manifiesta que “Francisco se ha perdido”. Lucía, alarmada con la noticia, lo busca por todas partes, llamándolo repetidas veces, hasta que por último da con él: Francisco estaba detrás de un montículo de piedra, con la cabeza inclinada casi tocando el suelo.
—¿Estás rezando? —le pregunta Lucía.
—Sí —replicó humildemente—; empecé a rezar la oración que nos enseñó el Ángel.
—¿No oíste cuando te llamaba Jacinta?
—No —contestó muy despacio.
Para consolar a Jacinta, que había quedado llorando amargamente la pérdida del hermano, Francisco y Lucía regresaron juntos.
A pesar de su poca edad y conocimiento superficial de la doctrina cristiana, Francisco era de muy escrupulosa y delicada conciencia. Ordenóle cierto día su madre llevar el rebaño a pacer a un cercano prado sin expreso consentimiento del dueño; se resistió tenazmente a obedecer, alegando que faltaría contra el séptimo mandamiento de Dios, esto es, robar.
A fines del año 1918 azotaba a toda Europa una terrible y contagiosa enfermedad, llamada fiebre española. El 23 de diciembre del mismo año cayó enfermo nuestro pequeño Francisco; de la misma fiebre española yacían postrados todos sus familiares. Durante el período de su enfermedad no brotó de sus labios ni una sola queja, ni manifestó jamás un solo acto de impaciencia. Todo lo sobrellevad pacientemente, resignándose a la voluntad de Dios y aplicando todos sus méritos por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en sufragio de las almas del Purgatorio, especialmente por las más abandonadas. Durante su convalecencia, y a pesar de su gran debilidad, llevado de su filial amor a la Santísima Virgen, visitaba con frecuencia Cova de Iria, lugar tan grato para su tierno corazón y en donde recibiera abundancia de gracias por intermedio de la bondadosa Madre de Dios.
Aunque su espíritu se mantenía siempre fuerte y vigoroso, no así sus fuerzas físicas, que iban languideciéndose paulatinamente; su vida, como una lumbre, iba extinguiéndose. A los que para ocultar su mal estado le decían que iba mejorando, él, con acento seguro y claro, replicaba siempre con un ‘‘no”. Grandemente le mortificaba al sentirse diariamente con menos fuerzas para rezar su devoción favorita, el Santo Rosario, hasta el extremo que llegó a serle imposible rezarlo hasta el fin. Su madre procuraba consolarlo diciéndole que la Santísima Virgen aceptaría igualmente su oración, aunque la hiciera mentalmente.
Continuamente recomendaba que honrasen a la Madre de Dios con la devoción del Rosario, y cuando su madre se lamentaba de que por la multitud de sus tareas domésticas no podía rezarlo, él le replicaba que en todas partes, hasta en los viajes, se podía satisfacer esta devoción que tanta gloria tributa a nuestra Santísima Madre.
Un día le visitó, su madrina de bautismo y le manifestó que había prometido a la Virgen María dar gruesas limosnas a los pobres si obtenía su salud; él contestó resueltamente que era voluntad de Dios que muriera.
Unos días antes de su muerte, su prima Lucía le preguntó si le causaba muchas molestias la enfermedad. “Sí, sufro —contestó—, pero sufro por amor de Dios y de la Santísima Virgen”.
Su debilidad fue acentuándose más y más, y a pesar de sus grandes dolencias no profirió queja alguna; los remedios prescriptos, aun los más repugnantes, los apuraba con inmutable calma.
A pocos días de su muerte dijo a sus inseparables compañeras: “Yo me voy arriba, y cuando llegue al cielo pediré a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santísima Virgen que os lleve también a vosotras”.
Cuando Jacinta advirtió que Francisco pronto abandonaría esta miserable tierra, con su acostumbrada sencillez e ingenuidad le confió este recado: “Cuando llegues al Paraíso, dile a Nuestro Señor que le mando muchos recuerdos y que de buena gana sufro todas las cosas por amor de Él, por la conversión de los pecadores y en satisfacción de las ofensas hechas contra el Inmaculado Corazón de María”.
El 2 de abril de 1919 empeoró notablemente la salud del enfermo; fue llamado el señor cura párroco para administrarle los últimos sacramentos. Francisco se encontraba muy apenado, porque juzgaba que no podía recibir a Jesús en su pecho, por no haber tomado aún la primera comunión. El sacerdote le impartió la absolución sacramental y le dijo que al día siguiente le traería a Jesús para que comulgara. Al recibir tan inesperada noticia, su ser entero se conmovió hondamente, sacudido por tan vehemente deseo al que tanto tiempo anhelara con fervorosas ansias, iba a ser dentro de breves horas su amable y bondadoso huésped. Suplicó a su madre que le permitiera recibir en ayunas a Jesús-Hostia.
Al penetrar el sacerdote en su aposento trayendo en sus sagradas manos al Consolador de los afligidos, al médico divino de las almas, el pequeño paciente desde su lecho de dolor, lo saludó con suma reverencia y deseó incorporarse en el momento en que él ministro de Dios depositaba la Hostia en su boca; pero sus fuerzas, en extremo debilitadas, no se lo permitieron.
Con Jesús ya dentro de su pecho, su inocente alma podía entablar dulces y celestiales coloquios; su semblante se transfiguró de tal manera, que los ojos radiaban beatífica alegría; parecía un ángel, afirman los que tuvieron la dicha de contemplarlo. Y verdaderamente, con cuánta razón podía exclamar con el Apóstol San Pablo: “Vivo yo, pero no yo, sino que Cristo vive en mí”.
Las dolencias y molestias de la enfermedad desaparecieron, y con tranquila serenidad esperó el supremo instante de trasponer los umbrales de la eternidad el 5 de abril, primer viernes del mes, consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús, sin ninguna señal de agonía, con angelical sonrisa, entregó su inocente alma en manos de su Creador y voló a las celestiales mansiones en compañía de la Santísima Virgen, como Ella misma se lo había prometido, a continuar por siglos eternales las alabanzas que en la tierra comenzara a la Infinita Majestad de Dios.
La muerte de Francisco fue un terrible golpe para su prima Lucía y en especial para su hermanita Jacinta. Frente a los yertos despojos de su hermano, ella permaneció silenciosa, muda, sin poder pronunciar palabras ni desahogar con el llanto su insondable dolor, y este sentimiento la acompañó el poco tiempo que sobrevivió a su hermano; y cuando alguien le preguntaba la causa de su tristeza, contestaba: “Pienso en Francisco” y con profundo suspiro añadía:
“¡Ah, si pudiera verlo…!”
Escrito por san Miguel Arcángel
Visto en Adelante la Fe
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Francisco, antes de las apariciones era un niño del común carácter de los otros de su edad: juguetón, poco amigo de rezar, pero reposado y reflexivo y de bondadoso temperamento. No obstante, desde la primera aparición lo encontramos maravillosamente cambiado. Su virtuosa conducta lo ilustra mejor el siguiente hecho: Condujeron nuestros pastores sus majadas a un lugar, propiedad de los padres de Francisco; existía allí una parcela destinada al pastoreo y otra para la cementera. Debían tener mucho cuidado para que las ovejas no dañaran el sembrado, y así, Lucía, que era la mayor, dispuso cuidar ella misma la parte de más peligro, mientras Francisco y Jacinta atenderían la otra parte. Jacinta, llorando pidió a Lucía que se quedara con ella y que allá fuera Francisco.
—Yo también quisiera quedarme con vosotras —manifestó humildemente Francisco—, pero iré lo mismo y ofreceré este sacrificio a Dios por la conversión de los pecadores.
Transcurrido ya un largo rato, Jacinta va en busca de su hermano; llega al lugar donde pacían las ovejas y llama una y otra vez, más no recibe contestación. Gimiendo vuelve a Lucía, y entre lágrimas le manifiesta que “Francisco se ha perdido”. Lucía, alarmada con la noticia, lo busca por todas partes, llamándolo repetidas veces, hasta que por último da con él: Francisco estaba detrás de un montículo de piedra, con la cabeza inclinada casi tocando el suelo.
—¿Estás rezando? —le pregunta Lucía.
—Sí —replicó humildemente—; empecé a rezar la oración que nos enseñó el Ángel.
—¿No oíste cuando te llamaba Jacinta?
—No —contestó muy despacio.
Para consolar a Jacinta, que había quedado llorando amargamente la pérdida del hermano, Francisco y Lucía regresaron juntos.
A pesar de su poca edad y conocimiento superficial de la doctrina cristiana, Francisco era de muy escrupulosa y delicada conciencia. Ordenóle cierto día su madre llevar el rebaño a pacer a un cercano prado sin expreso consentimiento del dueño; se resistió tenazmente a obedecer, alegando que faltaría contra el séptimo mandamiento de Dios, esto es, robar.
A fines del año 1918 azotaba a toda Europa una terrible y contagiosa enfermedad, llamada fiebre española. El 23 de diciembre del mismo año cayó enfermo nuestro pequeño Francisco; de la misma fiebre española yacían postrados todos sus familiares. Durante el período de su enfermedad no brotó de sus labios ni una sola queja, ni manifestó jamás un solo acto de impaciencia. Todo lo sobrellevad pacientemente, resignándose a la voluntad de Dios y aplicando todos sus méritos por la conversión de los pecadores, por el Santo Padre y en sufragio de las almas del Purgatorio, especialmente por las más abandonadas. Durante su convalecencia, y a pesar de su gran debilidad, llevado de su filial amor a la Santísima Virgen, visitaba con frecuencia Cova de Iria, lugar tan grato para su tierno corazón y en donde recibiera abundancia de gracias por intermedio de la bondadosa Madre de Dios.
Aunque su espíritu se mantenía siempre fuerte y vigoroso, no así sus fuerzas físicas, que iban languideciéndose paulatinamente; su vida, como una lumbre, iba extinguiéndose. A los que para ocultar su mal estado le decían que iba mejorando, él, con acento seguro y claro, replicaba siempre con un ‘‘no”. Grandemente le mortificaba al sentirse diariamente con menos fuerzas para rezar su devoción favorita, el Santo Rosario, hasta el extremo que llegó a serle imposible rezarlo hasta el fin. Su madre procuraba consolarlo diciéndole que la Santísima Virgen aceptaría igualmente su oración, aunque la hiciera mentalmente.
Continuamente recomendaba que honrasen a la Madre de Dios con la devoción del Rosario, y cuando su madre se lamentaba de que por la multitud de sus tareas domésticas no podía rezarlo, él le replicaba que en todas partes, hasta en los viajes, se podía satisfacer esta devoción que tanta gloria tributa a nuestra Santísima Madre.
Un día le visitó, su madrina de bautismo y le manifestó que había prometido a la Virgen María dar gruesas limosnas a los pobres si obtenía su salud; él contestó resueltamente que era voluntad de Dios que muriera.
Unos días antes de su muerte, su prima Lucía le preguntó si le causaba muchas molestias la enfermedad. “Sí, sufro —contestó—, pero sufro por amor de Dios y de la Santísima Virgen”.
Su debilidad fue acentuándose más y más, y a pesar de sus grandes dolencias no profirió queja alguna; los remedios prescriptos, aun los más repugnantes, los apuraba con inmutable calma.
A pocos días de su muerte dijo a sus inseparables compañeras: “Yo me voy arriba, y cuando llegue al cielo pediré a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santísima Virgen que os lleve también a vosotras”.
Cuando Jacinta advirtió que Francisco pronto abandonaría esta miserable tierra, con su acostumbrada sencillez e ingenuidad le confió este recado: “Cuando llegues al Paraíso, dile a Nuestro Señor que le mando muchos recuerdos y que de buena gana sufro todas las cosas por amor de Él, por la conversión de los pecadores y en satisfacción de las ofensas hechas contra el Inmaculado Corazón de María”.
El 2 de abril de 1919 empeoró notablemente la salud del enfermo; fue llamado el señor cura párroco para administrarle los últimos sacramentos. Francisco se encontraba muy apenado, porque juzgaba que no podía recibir a Jesús en su pecho, por no haber tomado aún la primera comunión. El sacerdote le impartió la absolución sacramental y le dijo que al día siguiente le traería a Jesús para que comulgara. Al recibir tan inesperada noticia, su ser entero se conmovió hondamente, sacudido por tan vehemente deseo al que tanto tiempo anhelara con fervorosas ansias, iba a ser dentro de breves horas su amable y bondadoso huésped. Suplicó a su madre que le permitiera recibir en ayunas a Jesús-Hostia.
Al penetrar el sacerdote en su aposento trayendo en sus sagradas manos al Consolador de los afligidos, al médico divino de las almas, el pequeño paciente desde su lecho de dolor, lo saludó con suma reverencia y deseó incorporarse en el momento en que él ministro de Dios depositaba la Hostia en su boca; pero sus fuerzas, en extremo debilitadas, no se lo permitieron.
Con Jesús ya dentro de su pecho, su inocente alma podía entablar dulces y celestiales coloquios; su semblante se transfiguró de tal manera, que los ojos radiaban beatífica alegría; parecía un ángel, afirman los que tuvieron la dicha de contemplarlo. Y verdaderamente, con cuánta razón podía exclamar con el Apóstol San Pablo: “Vivo yo, pero no yo, sino que Cristo vive en mí”.
Las dolencias y molestias de la enfermedad desaparecieron, y con tranquila serenidad esperó el supremo instante de trasponer los umbrales de la eternidad el 5 de abril, primer viernes del mes, consagrado al Sacratísimo Corazón de Jesús, sin ninguna señal de agonía, con angelical sonrisa, entregó su inocente alma en manos de su Creador y voló a las celestiales mansiones en compañía de la Santísima Virgen, como Ella misma se lo había prometido, a continuar por siglos eternales las alabanzas que en la tierra comenzara a la Infinita Majestad de Dios.
La muerte de Francisco fue un terrible golpe para su prima Lucía y en especial para su hermanita Jacinta. Frente a los yertos despojos de su hermano, ella permaneció silenciosa, muda, sin poder pronunciar palabras ni desahogar con el llanto su insondable dolor, y este sentimiento la acompañó el poco tiempo que sobrevivió a su hermano; y cuando alguien le preguntaba la causa de su tristeza, contestaba: “Pienso en Francisco” y con profundo suspiro añadía:
“¡Ah, si pudiera verlo…!”
Escrito por san Miguel Arcángel
Visto en Adelante la Fe
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