4
de octubre, festividad de san Francisco de Asís
Carta
a todos los fieles
En el
nombre del Señor, Padre e Hijo y Espíritu Santo Amén.
A todos los
cristianos, religiosos, clérigos y laicos, hombres y mujeres; a cuantos habitan
en el mundo entero, el hermano Francisco, su siervo y súbdito: mis respetos con
reverencia, paz verdadera del cielo y caridad sincera en el Señor.
Puesto que
soy siervo de todos, a todos estoy obligado a servir y a suministrar las
odoríferas palabras de mi Señor. Por eso, recapacitando que no puedo visitaros
personalmente a cada uno dada la enfermedad y debilidad de mi cuerpo, me he
esto comunicaros, a través de esta carta y de mensajeros, las palabras de
nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo del Padre, y las palabras del
Espíritu Santo, que son espíritu y vida (Jn 6,64).
La Palabra encarnada
Este Verbo
del Padre, tan digno, tan santo y glorioso, anunciándolo el santo ángel
Gabriel, fue enviado por el mismo altísimo Padre desde el cielo al seno de la
santa y gloriosa Virgen María, y en él recibió la carne verdadera de nuestra
humanidad y fragilidad.
Y, siendo
El sobremanera rico (2Cor 8,9), quiso, junto con la bienaventurada Virgen, su
Madre, escoger en el mundo la pobreza. Y poco antes de la pasión celebró la
Pascua con sus discípulos, y, tomando el pan, dio las gracias, pronunció la
bendición y lo partió, diciendo: Tomad y comed, esto es mi Cuerpo (Mt 26,26).
Y, tomando el cáliz, dijo: Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será
derramada por vosotros y por todos para el perdón de los pecados (Mt 26,27).
A
continuación oró al Padre, diciendo: Padre, si es posible, que pase de mí este
cáliz. Y sudó como gruesas gotas de sangre que corrían hasta la tierra (LC
22,44). Puso, sin embargo, su voluntad en la voluntad del Padre, diciendo:
Padre, hágase tu voluntad (Mt 26,42); no se haga como yo quiero, sino como
quieres tú (Mt 26,39). Y la voluntad de su Padre fue que su bendito y glorioso
Hijo, a quien nos dio para nosotros y que nació por nuestro bien, se ofreciese
a sí mismo como sacrificio y hostia, por medio de su propia sangre, en el altar
de la cruz; no para sí mismo, por quien todo fue hecho (cf. Jn 1,3), sino por nuestros
pecados, dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas (cf. lPe 2,21).
Y quiere
que todos seamos salvos por El y que lo recibamos con un corazón puro y con
nuestro cuerpo casto. Pero son pocos los que quieren recibirlo y ser salvos por
El, aunque su yugo es suave, y su carga ligera (cf. Mt 11,30).
Los que no
quieren gustar cuán suave es el Señor (cf. Sal 33,9) y aman más las tinieblas
que la luz (Jn 3,19), no queriendo cumplir los mandamientos del Señor, son
malditos; y de ellos dice el profeta: Malditos los que se apartan de tus
mandamientos (Sal 118,21). En cambio, ¡oh, cuán dichosos y benditos son los que
aman a Dios y obran como dice el Señor mismo en el Evangelio: Amarás al Señor
tu Dios con todo el corazón y con toda la mente, y a tu prójimo como a si
mismo! (Mt 22,37.39)
Los que hacen penitencia. -Exhortaciones generales
Amemos,
pues, a Dios y adorémoslo con puro corazón y mente pura, porque esto es lo que
sobre todo desea cuando dice: Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en
espíritu y verdad (Jn 4,23). Porque todos los que lo adoran, es preciso que lo
adoren en espíritu de verdad (cf. Jn 2,24). Y dirijámosle alabanzas y oraciones
día y noche (Sal 31,4), diciendo: Padre nuestro, que estás en los cielos (Mt
6,9), porque es preciso oremos siempre y no desfallezcamos (LC 18,1).
Debemos
también confesar todos nuestros pecados al sacerdote; y recibamos de él el
cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo. Quien no come su carne y no
bebe su sangre (cf. Jn 6,55.57), no puede entrar en el reino de Dios (Jn 3,5).
Pero cómalo y bébalo dignamente, porque quien lo recibe indignamente, come y
bebe su propia sentencia no reconociendo el cuerpo del Señor (lCor 11,29), es
decir, sin discernirlo. Hagamos, además, frutos dignos de penitencia (LC 3,8).
Y amemos a nuestros prójimos como a nosotros mismos (cf. Mt 22,39). Y si alguno
no quiere amarlos como a sí mismo, al menos no les haga el mal, sino hágales el
bien.
Mas los
que han recibido la potestad de juzgar a otros ejerzan el juicio con
misericordia, como ellos mismos desean obtener misericordia del Señor. Pues
juicio sin misericordia tendrán los que no hacen misericordia (Sant 2,13).
Tengamos, por lo tanto, caridad y humildad; y hagamos limosna, porque ésta lava
las almas de las manchas de los pecados (cf. Tob 4,11; 12,9). Los hombres
pierden todo lo que dejan en este siglo; pero llevan consigo la recompensa de
la caridad y las limosnas que hicieron, por las que recibirán del Señor premio
y digna remuneración.
Debemos
también ayunar y abstenernos de los vicios y pecados (Eclo 3,32), Y de la
demasía en el comer y beber, y ser católicos. Debemos también visitar con
frecuencia las iglesias y tener en veneración y reverencia a los clérigos, no
tanto por lo que son, en el caso de que sean pecadores, sino por razón del
oficio y de la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que
sacrifican sobre el altar y reciben y administran a otros. Y a nadie de
nosotros quepa la menor duda de que ninguno puede ser salvado sino por las
santas palabras y la sangre de nuestro Señor Jesucristo, que los clérigos
pronuncian, proclaman y administran. Y sólo ellos deben administrarlos y no
otros.
A los religiosos
Y de
manera especial los religiosos, que renunciaron al siglo, están obligados a
hacer más y mayores cosas, pero sin omitir éstas. Debemos aborrecer nuestros
cuerpos con sus vicios y pecados, porque dice el Señor en el Evangelio: todos
los males, vicios y pecados salen del corazón (Mt 15,18 - 19; Mc 7,23). Debemos
amar a nuestros enemigos y hacer el bien a los que nos tienen odio (cf. Mt
5,44; LC 6,27).
Debemos
guardar los preceptos y consejos de nuestro Señor Jesucristo. Debemos,
igualmente, negarnos a nosotros mismos (cf. Mt 16,24) Y poner nuestros cuerpos
bajo el yugo de la servidumbre y de la santa obediencia, según lo que cada uno
prometió al Señor. Y nadie esté obligado por obediencia a obedecer a alguien en
lo que se comete delito o pecado.
Pero aquel
a quien ha sido encomendada la obediencia y que es tenido por mayor, sea como el
menor (Lc 22,26) y siervo de los otros hermanos. Y con cada uno de los hermanos
practique y tenga la misericordia que quisiera que se tuviera con él si
estuviese en caso semejante. Tampoco se deje llevar de la ira contra el hermano
por algún delito suyo, sino con toda paciencia y humildad amonéstelo y
sopórtelo benignamente.
No debemos
ser sabios y prudentes según la carne, sino, más bien, sencillos, humildes y
puros. Y hagamos de nuestros cuerpos objeto de oprobio y desprecio, porque
todos por nuestra culpa somos miserables y podridos, hediondos y gusanos, como
dice el Señor por el profeta: Soy gusano y no hombre, oprobio de los hombres y
abyección de la plebe (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar sobre otros, sino,
más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana criatura por Dios
(1Pe 2,13).
Dichosos los que perseveran
Y sobre
todos aquellos y aquellas que cumplan estas cosas y perseveren hasta el fin, se
posará el Espíritu del Señor (Is 11,2) y hará en ellos habitación y morada (cf.
Jn 14,23). Y serán hijos del Padre celestial (Cf. Mt 5,45), cuyas obras
realizan. Y son esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo (cf. Mt
12,50). Somos esposos cuando el alma fiel se une, por el Espíritu Santo, a
Jesucristo. Y hermanos somos cuando cumplimos la voluntad del Padre, que está
en el cielo (cf. Mt 12,50); madres, cuando lo llevamos en el corazón y en
nuestro cuerpo (cf. ICor 6,20) por el amor y por una conciencia pura y sincera;
lo damos a luz por las obras santas, que deben ser luz para ejemplo de otros
(cf. Mt 5,16).
¡Oh, cuan
glorioso es tener en el cielo un padre santo y grande! ¡Oh, cuán santo es tener
un esposo consolador, hermoso y admirable. ¡oh cuan santo y cuan amado es tener
a un tal hermano e hijo agradable, humilde y pacífico, dulce y amable y más que
todas las cosas deseable! El cual dio su vida por sus ovejas (cf. Jn 10,15) y
oró al Padre por nosotros, diciendo: Padre Santo, guarda en tu nombre a los que
me diste (Jn 17,11). Padre todos los que me diste en el mundo, tuyos eran y me
los diste a mí (Jn 17,6).
Y las
palabras que me diste, a ellos se las di; y ellos las recibieron, y conocieron
verdaderamente que de ti salí y creyeron que tu me enviaste (Jn 17,11); ruego
por ellos y no por el mundo (cf. Jn 17,9); bendícelos y conságralos (Jn 17,17).
También yo me consagro por ellos, para que ellos sean consagrados (Jn 17,19);
bendícelos y conságralos (Jn 17, 17). También yo me consagro por ellos, para
que ellos sean consagrados (Jn 17,19). Y quiero, Padre, que donde yo estoy
también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria (Jn 17,24) en tu reino (Mt
20,21).
A quien
tanto ha soportado por nosotros, tantos bienes nos ha traído y nos ha de traer
en el futuro, toda criatura del cielo y de la tierra, del mar y ce los abismos,
rinda como a Dios alabanza, gloria, honor y bendición (cf. Ap .5,13) porque él
es nuestra fuerza y fortaleza, el solo bueno, el solo altísimo, el solo
omnipotente, admirable, glorioso, y el solo santo laudable y bendito por los
infinitos siglos. Amen.
Los que no hacen penitencia
Pero en
cambio, todos aquellos que no llevan vida en penitencia ni reciben el cuerpo y
la sangre de nuestro Señor Jesucristo; y que ponen por obra vicios y pecados; y
que caminan tras la mala concupiscencia y los malos deseos y no guardan lo que
prometieron; y que sirven corporalmente al mundo con los deseos carnales, con
los cuidados y afanes de este siglo, y con las preocupaciones de esta vida,
engañados por el diablo, cuyos hijos son y cuyas obras hacen (cf. Jn 8,41), son
unos ciegos, pues no ven a quien es la luz verdadera, nuestro Señor Jesucristo.
No tienen
sabiduría espiritual, porque no tienen en sí al Hijo de Dios, que es la
verdadera sabiduría del Padre; de ellos se dice: Su sabiduría ha sido devorada
(Sal 106, 27). Ven, conocen, saben y practican el mal, y a sabiendas pierden
sus almas.
Mirad,
ciegos, engañados por nuestros enemigos, la carne, el mundo, el diablo, que al
cuerpo le es dulce cometer pecado y amargo servir a Dios, pues todos los males,
vicios y pecados, del corazón del hombre salen y proceden (cf. Mc 7,21.23),
Como dice el Señor en el Evangelio. Y nada tenéis en este siglo ni en el
futuro. Pensáis poseer por mucho tiempo las vanidades de este siglo, pero
estáis engañados, porque vendrán el día y la hora que no recordáis, desconocéis
e ignoráis.
Se enferma
el cuerpo, se acerca la muerte, vienen los parientes y amigos diciendo:
-Dispón
de tus bienes.
Ved que su
mujer, y sus hijos, y los parientes, y amigos fingen llorar. Y, al mirarlos,
los ve llorar, se siente movido por un mal impulso, y, pensándolo entre sí,
dice:
Pongo en
vuestras manos mi alma, y mi cuerpo, y todas mis cosas.
Verdaderamente
es maldito este hombre que en tales manos confía, y expone su alma, y su
cuerpo, y todas sus cosas; de ahí que diga el Señor por el profeta: Maldito el
hombre que confía en el hombre (Jer 17,5).
Y en
seguida hacen venir al sacerdote, y éste le dice: -¿Quieres recibir la
penitencia de todos tus pecados? Responde: -Lo quiero.
-¿Quieres
satisfacer con tus bienes, en cuanto se pueda, los pecados cometidos y lo que
defraudaste y engañaste a !os demás? Responde: -No.
Y el
sacerdote le dice: -¿Por qué no? -Porque todo lo he dejado en manos de los
parientes y amigos.
Y comienza
a perder el habla, y así muere aquel miserable. Pero sepan todos que, donde sea
y como sea que muere el hombre en pecado mortal sin haber satisfecho, si,
pudiendo satisfacer, no satisface, arrebata el diablo el alma de su cuerpo con
tanta angustia y tribulación, que nadie puede conocer, sino el que la padece. Y
todos los talentos, y el poder, y la ciencia, que creía tener (cf. Lc 8,18), le
serán arrebatados (Mc 4,25).
Y lega a
sus parientes y amigos su herencia, y éstos se la llevarán, se la repartirán y
dirán luego: -Maldita sea su alma, pues pudo habernos dado y ganado más de lo
que ganó.
El cuerpo
se lo comen los gusanos. Y así pierde cuerpo y alma en este breve siglo, e irá
al infierno, donde será atormentado sin fin.
Ruego
final y bendición -En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
Amén.
Yo, el hermano
Francisco, vuestro menor siervo, os ruego y suplico, en la caridad que es Dios
(cf. Jn 4,16) y con el deseo de besaros los pies, que os sintáis obligados a
acoger, poner por obra y guardar con humildad y amor estas palabras y las demás
de nuestro Señor Jesucristo. Y a todos aquellos y aquellas que las acojan
benignamente, las entiendan y las envíen a otros para ejemplo, si perseveran en
ellas hasta el fin (Mt 24,13), bendíganles el Padre, y el Hijo, y el Espíritu.
Escritos completos de san Francisco de Asís aquí
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