¿Qué
misterioso paraje es este, entre la tierra y el Cielo, cuyos “habitantes” piden
vehementemente nuestra ayuda y también pueden beneficiarnos?
Carlos
Werner Benjumea
Muéstrate
conciliador con tu adversario mientras vas con él por el camino; no sea que te
entregue al juez y el juez al alguacil, y te metan en la cárcel.
“Te lo
aseguro: no saldrás de allí hasta que pagues el último centavo” (Mt 5, 25-26).
Jesús
hablaba a los apóstoles acerca de los castigos que esperan a los pecadores
después de la muerte. Antes se había referido al fuego de la gehena –el
Infierno–, una prisión eterna. Pero aquí habla de una cárcel de la que se puede
salir, siempre que se haya pagado la deuda hasta el último céntimo.
Esa
prisión temporal –un estado de purificación para los que mueren cristianamente
sin alcanzar la perfección– es el Purgatorio. Prisión misteriosa y temible,
pero donde reina la esperanza y los quejidos de dolor se mezclan con himnos de
amor a Dios.
La fiesta de difuntos
El 2 de
noviembre, la sagrada liturgia se acuerda de forma especial de los fieles
difuntos. Después de regocijarse el día anterior, en la fiesta de Todos los
Santos, por el triunfo de sus hijos que ya alcanzaron la Gloria del Cielo, la
Iglesia dedica su maternal desvelo a los que sufren en el Purgatorio y claman
con el salmista: “Saca mi alma de la cárcel para que pueda alabar tu nombre. Me
rodearán los justos en corona cuando te hayas mostrado propicio a mí” (Sal 141,
8).
La
génesis de esta fiesta está en la orden benedictina de Cluny, cuando su quinto
abad san Odilón, instituyó en el calendario litúrgico cluniacense la “Fiesta de
los Muertos”, dando a sus monjes la ocasión de interceder por los difuntos y
ayudarlos a entrar en la bienaventuranza.
A
partir de Cluny esta fiesta se fue extendiendo entre los fieles hasta su
inclusión en el Calendario Litúrgico de la Iglesia, volviéndose una devoción
habitual del mundo católico.
Quizás
el lector, como gran número de fieles, acostumbrará visitar el cementerio en
aquel día, para recordar y elevar una plegaria por familiares y amigos
fallecidos. Sin embargo, muchos cristianos no dan oídos a la llamada de su
corazón, que los mueve a sentir añoranza de sus seres queridos y aliviarlos con
una oración. Ya sea por falta de cultura religiosa o de quien las incentive y
oriente, muchas personas ni siquiera ven la necesidad de rezar por las almas de
los fallecidos.
A
muchas otras la realidad del Purgatorio les causa extrañeza y antipatía.
Pues
bien, por amor a las almas que esperan verse libres de sus manchas para entrar
al Paraíso, para estimular en nosotros la caridad hacia estos hermanos
necesitados de nuestra intercesión y también para nuestro provecho, indaguemos
el “por qué” y “para qué” de la existencia del Purgatorio.
Purificación necesaria para entrar al Cielo
Sabemos
que la Iglesia Católica es una. Lo confesamos en el Credo.
Sin
embargo, sus miembros están en lugares diversos, como enseña el Concilio
Vaticano II. Algunos “peregrinan en la tierra, otros, ya difuntos, se
purifican, mientras otros son glorificados” (Lumen Gentium, 49).
Entre
la tierra y el Cielo puede tener cabida, en el itinerario del alma fiel, una
estación intermediaria de purificación. El Catecismo de la Iglesia nos enseña
que por ella pasan los que “mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero
imperfectamente purificados”.
En
virtud de lo cual “sufren después de su muerte una purificación, a fin de
obtener la santidad necesaria para entrar en el Cielo” (CIC, n. 1030).
Este estado de purificación nada tiene que ver con el
castigo de los condenados al Infierno. Pues las almas del Purgatorio tienen la
certeza de haber conquistado el cielo, aunque su entrada en él sea aplazada en
virtud de los residuos del pecado.
La
primera epístola a los Corintios hace referencia al examen a que serán
sometidos los cristianos, los que, habiendo recibido la fe, deben continuar en
sí mismos la obra de su santificación. Cada uno será medido respecto de la
perfección que haya logrado: “Si sobre este cimiento uno edifica con oro,
plata, piedras preciosas o madera, heno, paja, su obra quedará de manifiesto;
pues en su día el fuego lo revelará y probará cuál fue la obra de cada cual.
Aquel cuya obra subsista recibirá la recompensa, y aquel cuya obra sea
consumida sufrirá el daño. Él, no obstante, se salvará, pero como quien pasa a
través del fuego” (1 Cor 3, 12-15).
“Se
salvará”, dice el apóstol, excluyendo el fuego infernal, del que ya nadie puede
salvarse, y refiriéndose al fuego temporal del purgatorio.
Haciendo
mención de este y otros trechos de la Escritura, la Tradición de la Iglesia nos
ha hablado de un fuego purificador, como explica san Gregorio Magno en sus
Diálogos: “Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del
juicio, existe un fuego purificador, como lo afirma Aquel que es la Verdad al
decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto
no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta
frase podemos colegir que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, y
otras en el siglo futuro”.
¿Acaso
Dios es tan riguroso que no tolera ni la más mínima imperfección, limpiándola
con terribles penas? Es una pregunta que puede hacerse con facilidad.
En
primer lugar debemos considerar que después de nuestra muerte no seremos
juzgados según nuestro criterio personal, pues “la mirada de Dios no es como la
mirada del hombre, porque el hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el
corazón” (1 Sam 16, 7) Estaremos ante la presencia de un Juez sumamente santo y
perfecto, y en su Reino “nada impuro puede entrar” (Ap 21, 27) En efecto, ante
la presencia de Dios, de su Luz purísima, el alma percibe en sí cualquier
pequeño defecto, juzgándose ella misma indigna de tal majestad y grandeza.
Santa Catalina de Génova, gran mística del siglo XV, dejó una obra muy profunda
sobre la realidad del Purgatorio y del Infierno.
Explica
lo siguiente: “Digo más: en lo que a Dios concierne, veo que el paraíso no
tiene puertas y que puede entrar y salir quien quiera, porque Dios es todo
misericordia y sus brazos están siempre abiertos para recibirnos en la gloria;
pero la divina Esencia es tan pura –infinitamente más pura de lo que la
imaginación pueda concebir– que el alma, viendo en sí misma la más ligera
imperfección, prefiere arrojarse ella misma en mil infiernos antes que
presentarse sucia en presencia de la divina Majestad. Sabiendo entonces que el
purgatorio ha sido creado para purificar, ella misma se precipita en él y
encuentra ahí una gran misericordia: la destrucción de sus faltas”.
¿Qué
son estas manchas que deben purificarse en la otra vida? Son resquicios de
apego exagerado a las criaturas, es decir, las imperfecciones y los pecados
veniales, así como la deuda temporal de los pecados mortales ya perdonados en
el sacramento de la Reconciliación.
Todo
esto disminuye el amor a Dios en el alma.
A causa
de esta afección desordenada se establece un estado de desorden en nuestro
interior, alejándonos del mandamiento de amar a Dios sobre todas las cosas.
Esta es
la causa, como nos explica Santo Tomás, por la cual, antes de acceder a la
Gloria Celestial “la justicia de Dios exige una pena proporcional que
restablezca el orden perturbado” (Suma Teológica, Supl., q. 71, a. 1) Las almas
se sujetan a este castigo incluso con alegría, en plena conformidad con la
voluntad del Señor.
Su
único deseo es verse limpias y poder configurarse con Cristo.
San
Francisco de Sales nos dice que las almas en este estado “se purifican
voluntariamente, amorosamente, porque Dios así lo quiere” y “porque están
seguras de su salvación, con esperanza inigualable”.
La pena
del Purgatorio
¿Cómo
entender que ese terrible sufrimiento esté al mismo tiempo traspasado de amor?
Verdaderamente, el mayor tormento de las almas del Purgatorio –la “pena de
daño”– es causado por el amor. Dicha pena consiste en el aplazamiento de la
visión de Dios. El hombre, creado para amar y ser amado, descubre al abandonar
esta tierra la inefable belleza de la Luz divina, y a ella tiende con todas sus
fuerzas, como el ciervo sediento corre en dirección a la fuente de las aguas.
Sin embargo, viendo en sí el defecto del pecado, queda privado temporalmente de
tan pura presencia.
Entonces,
lejos de Aquel que es la suprema y única felicidad, el alma padece sufrimiento
incalculable.
A
nosotros, todavía peregrinos en este valle de lágrimas, nos cuesta entender la
inmensidad de tal dolor. Vivimos sin ver a Dios aunque creamos en él. Somos
como ciegos de nacimiento, nunca hemos visto el Sol de Justicia, que es Dios, y
aunque sintamos su calor, no podemos hacernos idea de su resplandor y grandeza.
Sin
embargo, las almas benditas del Purgatorio, al abandonar el cuerpo inerte,
disciernen la inefable y purísima belleza de Dios, sin que la puedan poseer
inmediatamente. Santa Catalina de Génova emplea una metáfora muy expresiva para
explicar este dolor: “Supongamos que en el mundo entero no hay más que un solo
pan para saciar el hambre de todas las criaturas, y que con sólo verlo quedan
satisfechas.
El
hombre saludable tiene el instinto natural de alimentarse.
Imaginémoslo
capaz de abstenerse de los alimentos sin morir, sin perder la fuerza ni la
salud, pero sintiendo que su hambre crece más y más.
Pues
bien, sabiendo que sólo aquel pan podrá satisfacerlo y que mientras no lo
obtenga su hambre no se aliviará, sufrirá penas intolerables que serán tanto
más grandes mientras más lejos se halle del pan”.
A pesar
de todo, las almas del Purgatorio poseen la certeza de que algún día se
saciarán plenamente con ese Pan de la Vida, que es Jesucristo, nuestro amor, y
en eso difiere su sufrimiento del de los condenados al infierno, que nunca
podrán acceder a la Mesa del Reino de los Cielos.
Esperanza
y desesperanza es la diferencia fundamental entre ambos lugares.
Disposición
de las almas en el Purgatorio
Por eso
existe en las almas del Purgatorio un matiz de alegría en medio del dolor. De
forma brillante lo explica el Papa Juan Pablo II en la alocución del 3 de julio
de 1991: “Aunque el alma deba sujetarse, en el paso rumbo al Cielo, a la
purificación de las últimas escorias mediante el Purgatorio, ella ya está llena
de luz, de certeza, de alegría, porque sabe que pertenece para siempre a su
Dios”.
Y santa
Catalina de Génova afirma: “Tengo por cierto que en ningún otro lugar,
exceptuando el cielo, puede hallarse el espíritu en una paz semejante a la que
gozan las almas del Purgatorio”.
Esto se
debe a que el alma queda fija en la disposición que tenía al momento de morir,
o sea, a favor o en contra de Dios. La libertad humana cesa con la muerte, y
habiendo muerto en la amistad con Dios, el alma del Purgatorio se amolda con
toda docilidad a su santa voluntad. Esta es la raíz de una paz tan profunda en
medio de terribles sufrimientos.
Santa
Teresa de Jesús, por ejemplo, aconseja con vehemencia: “Esforcémonos por hacer
penitencia en esta vida. ¡Qué dulce será la muerte de quien de todos sus
pecados la tiene hecha, y no ha de ir al Purgatorio!” Sin embargo, su discípula
santa Teresita del Niño Jesús formula de manera sorprendente su actitud frente
al Purgatorio: “Si tuviera que ir al purgatorio me sentiré muy dichosa; haré
como los tres hebreos en la hoguera, caminaré entre las llamas entonando el
canto del amor”.
Una
actitud no se contrapone a la otra, más bien se completan. Incluso si
tuviéramos que pasar por un sitio tan doloroso, conservemos una confianza
ilimitada en la bondad divina.
De
cualquier modo, la Santa Iglesia coloca maternalmente a nuestra disposición las
indulgencias, para librarnos de las penas del purgatorio.
No debemos pensar sólo en nuestro destino personal;
preguntémonos también cómo ayudar a las almas que allí están en espera de su
liberación. Ellas no pueden hacer nada por sí mismas, pues están privadas de
alcanzar méritos, y dependen de nosotros. Interceder por ellas es una bellísima
y valiosa obra de misericordia, pues en cierto modo, nadie hay más desamparado
que estas benditas almas.
La
costumbre de rezar por las almas de los difuntos viene del Antiguo Testamento.
Diversos
Padres de la Iglesia fomentaron también esta práctica, como san Cirilo de
Jerusalén, san Gregorio de Nisa, san Ambrosio y san Agustín. El Concilio de
Lyon enseñaba en el siglo XIII: “para aliviar estas penas, [a las almas] les
aprovechan los sufragios de los fieles vivos, es decir, el sacrificio de la
Misa, las oraciones, limosnas y otras obras de piedad que, según las leyes de
la Iglesia, han acostumbrado hacer unos fieles por otros”.
¡Cuán
bella es la devoción a las benditas almas del Purgatorio! Agradable a Dios, y
nos aprovecha también a nosotros, transportándonos a la verdadera dimensión
cristiana de la existencia, que nos hace vivir en contacto y comunión con lo
sobrenatural, con lo futuro en el sentido más pleno de la palabra. ¡Cuánto nos
serán agradecidas estas pobres almas al recibir nuestro interés y nuestro
auxilio! Podrán ser nuestros parientes, o hasta nuestros padres. Quizás sea
incluso alguien a quien no conozcamos, pero de quien recibiremos una
afectuosísima acogida en la eternidad. En el Cielo, y mientras todavía estén en
el purgatorio, rezarán con ahínco por nosotros, porque Dios así se los permite.
A modo
de conclusión, quisiera hacer una propuesta al lector: ore por estas almas
necesitadas, ofrezca la Santa Misa, dé limosna, bríndeles sacrificios y haga
que otros se vuelvan devotos fervorosos de las benditas almas.
¿Sabe
quién será el más beneficiado? ¡Usted mismo!
Fuentes
documentales sobre el Purgatorio
La
doctrina católica sobre el Purgatorio fue definida en especial durante en los
Concilios de Florencia (1438-1445) y de Trento (1545-1563) tomando como base la
Escritura (2 Mac 12, 42-46; 1 Cor 3, 13-15) y la Tradición, como enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1030-1031).
La
Constitución Dogmática Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, aborda la
cuestión en su número 50.
En su
solemne profesión de fe titulada Credo del Pueblo de Dios, realizada el 30 de
junio de 1968, el Papa Pablo VI incluye a las almas “que deben purificarse
todavía en el fuego del Purgatorio” (n. 28).
El Papa
Juan Pablo II se refiere al Purgatorio en varios documentos: – Mensaje al
Cardenal Penitenciario Mayor de Roma, 20/3/98; – Carta al obispo de Autum,
Châlon y Mâcon, Abad de Cluny, 2/6/98; – Audiencia General del 22/7/98; –
Audiencia General del 4/8/99; – Mensaje a la Superiora General del Instituto de
las Hermanas Mínimas de Nuestra Señora del Sufragio, 2/9/2002.
Revista
Heraldos del Evangelio, Nov/2006, n. 59, pag. 34 a 37
Indulgencia plenaria en el día de los muertos
-
Aplicable solamente en favor de las almas del purgatorio:
El día
2 de noviembre, cuando la Iglesia conmemora el día de los muertos, los fieles
católicos que visiten piadosamente una iglesia o un oratorio podrán solicitar
indulgencia plenaria para las almas del purgatorio.
La
indulgencia podrá ser obtenida el propio día de los muertos o con el
consentimiento de un obispo, en el domingo anterior o posterior, o en la
solemnidad de Todos los Santos. Esta indulgencia está incluida en la
Constitución apostólica Indulgencia doctrina, en la norma número 15.
Para
obtener cualquier indulgencia plenaria son necesarios algunos requisitos: rezar
un Padre Nuestro, un credo, un ave maría y un gloria por las intenciones del
Santo Padre. Además de estas oraciones por el Sumo Pontífice, debe ser hecha
una confesión sacramental y una comunión eucarística.
Con una
sola confesión sacramental se pueden ganar muchas indulgencias plenarias; en
cambio, con una sola comunión eucarística y con una sola oración por las
intenciones del Sumo Pontífice solamente se puede ganar una indulgencia
plenaria.
Las
tres condiciones pueden cumplirse algunos días antes o después de la ejecución
de la obra prescrita; sin embargo, es conveniente que la comunión y la oración
por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se haga
la obra.
Cada
fiel puede rezar otra oración, según su devoción y piedad por el Romano
Pontífice.
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