El miedo no viene de Dios
Jesucristo
nos asegura que nuestra vida es preciosa y que
ni un pelo de nuestra cabeza se nos caerá sin su permiso. ¿De qué tener miedo?
El miedo es un arma poderosa de
Satanás. La realidad del miedo no es tan solo lo que puede significar, sino el
daño que puede hacer en nosotros. Vivir lleno de miedos puede paralizar todos
los planes de Dios con nosotros. “Porque no nos ha dado Dios
espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio”. (2 Timoteo 1:7)
Cristo aparece en el Evangelio como el gran exorcista del
miedo. Se hace hombre para librarnos de él. Nos enseña con el ejemplo de su
vida, luminosa y sin angustias. Nos asegura que nuestra vida es preciosa a los
ojos del Padre y que ni un pelo de nuestra cabeza se nos caerá sin su permiso.
¿De qué tener miedo, entonces? ¿Del mundo? Él lo ha vencido (Jn 16, 23). ¿A
quiénes temer? ¿A los que matan, hieren, injurian o roban? Tranquilos: no
tienen poder para más; al alma ningún daño le hacen (Mt 10, 28). ¿Al demonio?
Cristo nos ha hecho fuertes para resistirle (1 Pe 5, 8) ¿Quizás al soberbio o
al déspota latente en cada uno de nosotros? Contamos con la fuerza de la gracia
de Cristo, directamente proporcional a nuestra miseria (2 Cor 12, 10).
En el pasaje en el que camina sobre agua, Cristo avanza un
paso más: tampoco debemos tenerle miedo a Dios.
Jesús se acercó caminando sobre las aguas a la barca de los
discípulos. ¿Para darles un susto o con la intención de asombrarles? No. Se
proponía solamente manifestarles su poder, la fuerza sobrenatural del Maestro
al que estaban siguiendo.
Pero su milagro, en vez de suscitar una confianza ciega en el
poderoso amigo, provoca los gritos de los aterrados apóstoles. Es un fantasma
-decían temblando y corriendo seguramente al extremo de la barca-.
San Pedro es el único que domina su papel. Escucha la voz de
Cristo: Soy yo, no temáis, comprende y aprovecha para proponerle un reto inaudito:
caminar él también sobre las aguas. Y de lejos, traída por el fuerte viento, le
llega claramente la inesperada respuesta: Ven.
Muy similar a aquella que todos los cristianos escuchamos en algunos momentos de nuestra vida. Después de haber conocido un poco a Cristo -aun entre brumas-, comenzamos a seguirle y, de repente, recibimos boquiabiertos la invitación de Cristo: Ven.
Muy similar a aquella que todos los cristianos escuchamos en algunos momentos de nuestra vida. Después de haber conocido un poco a Cristo -aun entre brumas-, comenzamos a seguirle y, de repente, recibimos boquiabiertos la invitación de Cristo: Ven.
Ven: sé consecuente, sé fiel a esa fe que profesas.
Ven: el mundo está esperando tu testimonio de profesional
cristiano.
Ven: tu hermano necesita tu ayuda, tu tiempo... tu dinero.
Ven: tus conocidos desean, aunque no te lo pidan, que les des
razón de tu fe, de tu alegría.
Y la petición de Cristo sobrepasa, como en el caso de Pedro,
nuestra capacidad. No vemos claramente la figura de Cristo. O dirigimos la
mirada hacia otro sitio. El viento sopla. Las dificultades se agigantan... y
estamos a punto de hundirnos o de regresar a la barca. Sentimos miedo de Cristo.
¡Miedo de Cristo! Sin atrevernos a confesarlo abiertamente,
¿cuántas veces no lo hemos sentido?
¡Miedo de Cristo! Esa sensación de quererse entregar pero sin
abandonarse por temor al futuro...
¡Miedo de Cristo! Ese temor a afrontar con generosidad mi
pequeña cruz de cada día.
¡Miedo de Cristo! Esa fuente de desazón y de intranquilidad
porque, claro, el tiempo pasa, y ni realizo los planes de Dios ni llevo a cabo
los míos.
¿Cómo se explica ese miedo de Dios? ¿Dónde puede estar
nuestra vida y nuestro futuro más seguros que en sus manos? ¿Es que la Bondad
anda maquinándonos el mal cuando nos pide algo? ¿Es que Él no es un Padre? ¿Por
qué, entonces, le tememos? ¿De dónde proviene ese miedo?
Sólo hay una respuesta: de nosotros mismos. El miedo no es a
Dios. Es a perdernos, a morir en el surco. Amamos mucho la piel como para desgarrarla
toda en el seguimiento completo de Cristo.
Y Cristo no es fácil. Duro para los amigos de la vida cómoda y para quienes no entienden las duras paradojas del Evangelio: morir para vivir, perder la vida para ganarla, salir de sí mismo para encontrarse.
No todos lo entienden. Se requiere sencillez, apertura de espíritu y, como Pedro, pedir ayuda a Cristo.
Quiero confiar en Ti, Señor, para estar seguro de que en Ti
encontraré la plenitud y felicidad que tanto anhelo. Deseo esperar en Ti, estar
cierto de que en Ti hallaré la fuerza para llegar hasta el final del camino, a
pesar de todas las dificultades. Aumenta mi confianza para que esté convencido
de que Tú nunca me dejarás si yo no me aparto de Ti.
”El que venciere
heredará todas las cosas, y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Pero los
cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y
hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago
que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”. (Apocalipsis 21:7-8)
Fuente: P. José Luis Richard, Biblia, admin del blog.
¿Por qué tener miedo?
Navega la barca de mi vida
Entre las oscuridades y las sombras de la noche,
Y no veo ningún puerto,
Estoy a la merced del mar profundo.
La más pequeña tempestad podría hundirme,
Sumergiendo mi barca en el torbellino de las olas,
Si no vigilaras sobre mi Tu Mismo, oh Dios,
En cada momento de mi vida, en cada instante.
En medio del estruendo de las olas
Navego tranquilamente con confianza
Y, como una niña, miro adelante sin temor,
Porque Tu, oh Jesús, eres mi luz.
Todo alrededor es horror y espanto,
Pero mi paz es más profunda que las profundidades del mar
Porque quien está Contigo, Señor, no perecerá
Me lo asegura Tu amor divino.
Aunque alrededor hay muchos peligros,
No los temo, porque miro el cielo estrellado.
Y navego con denuedo y alegría,
Como corresponde a un corazón puro.
Pero sobre todo, únicamente
Por ser Tu mi timonero, oh Dios,
La barca de mi vida navega tan serenamente
Lo reconozco en la más profunda humildad.
Del Diario de Santa Faustina
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