Meditaciones
para la Cuaresma. Tomado de "Meditaciones para
todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André
Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del
Cardenal Cheverus).
Continuaremos
hoy con nuestras meditaciones sobre la Cruz, considerándola como el gran libro
destinado a nuestra enseñanza; y aprenderemos en ella: 1° A tener un tierno
interés por todo lo que mira al prójimo; 2° A despojarnos de todo espíritu de
egoísmo.
—Nuestra
resolución será: 1º De buscar en todo la gloria de Dios y el bien del prójimo;
2º De desprender nuestro corazón de todo lo demás. Nuestro ramillete espiritual
serán las palabras de San Pablo: “No he querido saber otra cosa, entre
vosotros, sino a Jesucristo crucificado”.
Adoremos
a Jesucristo crucificado, como a nuestro maestro, que nos enseña lo que debemos
buscar, estimar y amar, a saber: los intereses de Dios y del prójimo; lo que
debemos huir, menospreciar y odiar, a saber: todo lo que es contrario a estos
dos grandes intereses. Agradezcámosle esta enseñanza y pidámosle la gracia de
conformar a ella nuestra conducta.
LA CRUZ NOS ENSEÑA A
MIRAR CON TIERNO INTERÉS
TODO LO QUE SE
RELACIONA CON EL PRÓJIMO
En efecto, la Cruz nos muestra: 1° En el prójimo, cualquiera que sea, un hombre tan tiernamente amado de Jesucristo que, por salvarle, bajó del Cielo a la tierra, se hizo hombre, dio su sangre, su honor, su libertad y su vida, se identificó con cada hijo de Adán, hasta decir: “Todo lo que hiciereis al menor de estos hermanos, a Mí me lo hacéis y todo lo que a ellos rehusareis, a Mi lo rehusáis”. De aquí se sigue, y es evidente, que bajo pena de ofender a Jesucristo, estamos en el deber de mirar con tierno interés todo lo que al prójimo se refiere: Su salud, su reputación, su honor, sus alegrías, sus penas, sus prosperidades y sus reveses de fortuna. Ser indiferente a los intereses de una persona tan querida de Nuestro Señor, ofenderla, contristarla, perjudicarla o escandalizarla, es herir a Jesucristo en la niña de sus ojos. Todos los intereses de nuestros prójimos deben sernos tan queridos como los de Jesucristo. Debemos estimarnos felices y honrados en todo lo que podemos hacer para servirlos y aprovechar con amor cuantas ocasiones se nos presenten para ello. 2° La Cruz nos enseña hasta dónde debemos llevar nuestro celo por la salvación del prójimo, porque, si Jesucristo, en la víspera de su muerte, nos manda amarnos unos a otros, como Él mismo nos ha amado, la Cruz es como el comentario de este precepto, pues nos enseña cuan dispuestos hemos de estar para todos los sacrificios que demanda el bien del prójimo; a sufrirlo todo de los otros sin hacer sufrir a nadie: a soportar todas las privaciones y los genios y, según las circunstancias, a inmolarnos enteramente por la felicidad de nuestros hermanos, pues hasta ese extremo Jesús crucificado nos amó. Entremos aquí en nosotros mismos. ¡Cuántos servicios rehusados al prójimo y qué habríamos podido prestarle! ¡Cuántas veces le hemos visto en angustias, de las cuales pudimos haberle sacado con un buen consejo, con unas cuantas monedas o con otra acción cualquiera, que bien poco nos habría costado, y hemos apartado de él nuestros ojos, por puro egoísmo, sin preocuparnos de su desgracia! ¡Cuán lejos estamos de amar a nuestros hermanos como Jesucristo nos ama!
LA CRUZ NOS ENSEÑA A
DESPOJARNOS
DE TODO ESPÍRITU DE EGOÍSMO
Hasta
la venida de Jesucristo al mundo, no se sabía vivir sino para sí mismo.
Procurarse goces, riquezas y gloria; alejar de sí la pobreza, los dolores y las
humillaciones, era la solicitud de todo el género humano. Jesucristo apareció
en la Cruz, se mostró al mundo desde lo alto de aquella nueva cátedra, dijo a
los hombres: “Aprended de Mí a olvidaros de vosotros mismos; a despojaros de
ese miserable egoísmo, que os hace indiferentes a la desgracia ajena, con tal
de que vosotros gocéis; que os persuade de que os engrandecéis, amontonando los
falsos bienes de la tierra, a menudo con perjuicio de otros, y menospreciando
la vida oculta, desconocida, o rechazando las privaciones. Vedme: Yo soy el
Hijo amado de Dios; y sin embargo, estoy pobre, entre dolores y humillado,
¿Acaso, si la riqueza y la abundancia, el placer y la gloria, fueran bienes
verdaderos, Dios, mi Padre, no me los hubiera dado? Si la pobreza, la
humillación y los sufrimientos fueran males, ¿Habría hecho de ellos mi
herencia? Aprended de Mí y sabed que todo lo que es pasajero es nada; que todo
es vanidad, menos servir y amar a Dios”. Estas sublimes verdades, salidas del
Calvario, veinte siglos ha, han cambiado la faz del mundo, inspirado a millares
de almas los más nobles sentimientos, los más generosos sacrificios por el bien
de la religión y de la sociedad, y se ha visto a estas almas desprenderse de
todo por la Cruz; abrazar una vida austera para ser más completamente de Dios;
soportar las persecuciones como una felicidad y gozarse en haber sido halladas
dignas de padecer por Jesucristo. Así, la Cruz ha sacado al mundo del egoísmo,
al cual ha sustituido por la caridad, con sus heroicos sacrificios. Quien no
comprenda estas cosas no tiene sino una falsa virtud, una apariencia de
devoción, con el desarreglado amor a sí mismo, la condescendencia con sus
gustos y placeres, la disipación y el amor al mundo y sus vanidades: Estado
peor que el de los grandes vicios, que a lo menos, trae remordimiento, mientras
que esa falsa devoción adormece al alma en una seguridad que la conduce a la
muerte. ¿No somos del número de los que no comprenden esta gran lección de la
Cruz: “Muerte al egoísmo”?
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