EL CAMINO: "YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA, NADIE VA AL PADRE SINO POR MÍ". (JUAN 14:6)

"BUSCAD PRIMERAMENTE EL REINO DE DIOS Y SU JUSTICIA, Y TODO LO DEMÁS SE OS DARÁ POR AÑADIDURA". (MATEO 6:33)

"Y EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN, PORQUE NO HAY OTRO NOMBRE BAJO EL CIELO DADO A LOS HOMBRES, EN EL CUAL PODAMOS SER SALVOS". (HECHOS 4:12)

jueves, 5 de marzo de 2015

Los frutos del amor a la Cruz



Meditaciones para la Cuaresma. Tomado de "Meditaciones para todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del Cardenal Cheverus).

Consideraremos en el misterio de la Transfiguración: 1° Una grande enseñanza, el amor al padecimiento; 2° En el padecimiento mismo, el origen de los mayores bienes. 

—Tomaremos las resoluciones: 1º De sufrir sin enfado ni queja todas las cruces y contrariedades que se presenten; 2º De no escuchar a la delicadeza que, por excesivos cuidados, busca cómo sustraerse a todo lo que le estorba e incómoda. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras de San Pablo a los Hebreos: “Tengamos la mirada fija en Jesús, autor y consumador de nuestra fe, el cual en vista del gozo que le estaba preparado en la gloria, sufrió la cruz, sin hacer caso de la ignominia”. 

Adoremos a Jesucristo en el Tabor hablando con Moisés y Elías, no de la gloria con que resplandecía, sino de los tormentos que tenía que padecer en el Calvario. “De la abundancia del corazón habla la boca”, y, como su corazón estaba lleno de amor a la cruz, de ello se complacía en hablar su boca. Agradezcámosle esta gran lección que nos da y pidámosle la gracia de aprovecharla bien. 


EL MISTERIO DE LA TRANSFIGURACIÓN NOS ENSEÑA
 EL AMOR AL PADECIMIENTO

  
Parece que en el seno de la gloria, Jesús hubiera debido dar tregua por algunos instantes al pensamiento de padecer; pero su corazón suspiraba tan ardientemente por el bautismo de sangre que debía salvar al mundo, que, aun en medio de los esplendores del Tabor, parecía no poder decir otra cosa. Jesús, Moisés y Elías conversaban, dice el texto sagrado, de los excesivos padecimientos y de la muerte de Jesús en el Calvario. ¡Oh! ¡Cuán propia es esta celestial conversación para hacernos comprender lo que más debemos amar en la tierra! En todas circunstancias, en todo tiempo, en todo lugar, debemos meditar, amar, llevar la cruz y hablar de ella con frecuencia en nuestro corazón, como Jesús en el Tabor con Moisés y Elías. San Pedro, a quien el Espíritu Santo aún no había iluminado sobre la excelencia de la cruz, no piensa sino en gozar de la dicha presente y exclama: “¡Cuan bueno es estar aquí! ¡Quedémonos y hagamos tres tiendas: una para Vos, Señor, otra para Moisés y la tercera para Elías!” Pero el Espíritu Santo, que cuenta el hecho, corrige pronto el escándalo, notando que San Pedro no sabía lo que decía. Olvidaba que gozar era la herencia de la eternidad; padecer la herencia de la vida presente; que cada cosa tiene su tiempo; que para sentarse un día en el trono, es preciso unirse aquí en la Cruz; que para tener parte en la gloria de la resurrección es necesario llevar antes la semejanza de la muerte; que, en fin, es preciso pasar por muchas tribulaciones para llegar al Reino de los Cielos. Seríamos inexcusables, si nos dejáramos llevar de un olvido semejante nosotros que vemos esta ley del dolor escrita en caracteres de sangre en el cuerpo de Jesucristo; nosotros, que hemos visto al divino Salvador saciarse, según la expresión de Tertuliano, del goce de padecer por nosotros, y que le hemos oído declarar por su Apóstol que algo faltaría a su Pasión, si no padecía en todos los miembros de su cuerpo místico, como ha padecido en todos los miembros de su cuerpo natural; en nosotros, en fin, a quienes engendró a la vida con el dolor; que hemos nacido de sus llagas y hemos recibido en nosotros la gracia que, al par de su sangre, mana de sus venas cruelmente desgarradas. Hijos de sangre, hijos de dolor, no podemos salvarnos en medio de las delicias. Pidamos a Jesucristo que nos haga comprender estas austeras verdades y nos dé el valor de ponerlas en práctica. 

 
LOS PADECIMIENTOS SON PARA NOSOTROS
EL ORIGEN DE LOS MÁS GRANDES BIENES

     

1° Los padecimientos desprenden de la tierra, obligan al corazón a elevarse al Cielo, por el malestar que le hacen experimentar aquí, el cual le prueba que ha sido hecho para algo mejor que los bienes perecederos de este mundo, para bienes eternos. Sin los padecimientos nuestro corazón se perdería en el amor a las cosas presentes; sólo el padecimiento puede romper el encanto engañoso que nos inclina hacia la tierra y hacernos reconocer que sólo Dios es nuestro descanso, y que fuera de Él todo es vanidad y aflicción de espíritu. 2° El padecimiento purifica la virtud, limpia de toda mezcla y hace entrar en el feliz estado donde Dios solo lo es todo para el corazón. Por eso Dios, cuanto más ama a un alma, menos la deja dormir largo tiempo en suave quietud: la turba en sus vanas alegrías y le impide beber en la corriente de los ríos de Babilonia, es decir, de los placeres que pasan. 3° El padecimiento afirma la virtud y le da el carácter de solidez que la hace digna de Dios. Cuando el guerrero no ha estado en el combate, es problemático su valor. No se puede contar mucho con el alma delicada que no ha sido probada en el crisol del padecimiento. Una contrariedad, una pérdida, una falta de atención es suficiente para hacerla murmurar y quejarse. Piedad ilusoria, que es la falsificación de la verdadera piedad; oro falso, que brilla al sol, pero que no resiste al fuego y se evapora en el crisol. El alma probada por la tribulación, habituada al sufrimiento y a la contradicción, acostumbrada al sacrificio permanece serena en medio de las penas de la vida, besa la mano de Dios que la hiere, levanta una mirada sumisa al Cielo y goza en sus mismas penas, en las cuales ve la prenda de la dicha futura. Por más que la hagan sufrir las extravagancias de los juicios humanos, las desigualdades de caracteres contrarios, las quejas del amor propio, los disgustos o las fatigas del trabajo, permanece firme e inquebrantable, y, cuando está más herido su pecho, ensangrentado por la contradicción, más feliz se siente en ofrecerse a Dios como una hostia señalada con la Cruz de su muy amado Hijo. ¿Son éstas nuestras disposiciones?



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