"Yo soy el pan de vida; el que a mí viene, nunca tendrá hambre;
y el que en mí cree, no tendrá sed jamás" (Juan 6:35)
Meditaciones para la Cuaresma. Tomado de "Meditaciones para todos los días
del año - Para uso del clero y de los fieles", P. Andrés Hamon, cura de
San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del Cardenal
Cheverus).
+ EVANGELIO SEGÚN SAN JUAN (6, 1-15)
En aquel tiempo, pasó Jesús al otro lado del mar
de Galilea, que es el lago de Tiberíades y, como le siguiese una muchedumbre de
gentes porque veían los milagros que hacía con los enfermos, subióse a un monte
y sentóse allí con sus discípulos. Acercábase ya la Pascua, que es la gran
fiesta de los judíos. Habiendo pues Jesús levantado los ojos y viendo venir
hacia Sí a un grandísimo gentío, dijo a Felipe: “¿Dónde compraremos panes para
dar de comer a toda esa gente?” Mas esto lo decía para probarle, pues bien
sabía El mismo lo que había de hacer. Respondióle Felipe: “Doscientos denarios
de pan no bastan para que cada uno de ellos tome un bocado”. Dícele uno de sus
discípulos, Andrés, hermano de Simón Pedro: “Aquí está un muchacho que tiene
cinco panes de cebada y dos peces; mas ¿qué es esto para tanta gente?” Pero
Jesús dijo: “Haced sentar a esas gentes”. El sitio estaba cubierto de hierba.
Sentáronse, pues, al pie de cinco mil hombres. Jesús entonces tornó los panes
y, después de haber dado gracias a su Eterno Padre, repartiólos por medio de
sus discípulos entre los que estaban sentados, y lo mismo hizo con los peces,
dando a todos cuanto querían. Después que quedaron saciados, dijo a sus discípulos:
“Recoged los pedazos que han sobrado, para que no se pierdan”. Hiciéronlo así y
llenaron doce cestos de los pedazos que habían sobrado de los cinco panes de
cebada, después que todos hubieron comido. Visto el milagro que Jesús había
hecho, decían aquellos hombres: “Este, sin duda, es el gran Profeta que ha de
venir al mundo”. Por cual, conociendo Jesús que había de venir para llevársele
por fuerza y levantarle por rey, huyó Él solo otra vez al monte.
Hoy meditaremos: 1° En la bondad de Jesucristo al
multiplicar el pan material que alimenta al cuerpo: 2° En su bondad, mucho
mayor aún, en la multiplicación del pan eucarístico que alimenta al alma.
— Tomaremos las siguientes resoluciones: 1º De
acompañar nuestras comidas con sentimientos de reconocimiento con la
Providencia que nos las da; 2º De honrar la santa Eucaristía por medio de
Comuniones más fervorosas y frecuentes, y con visitas al Santísimo Sacramento
más regulares y recogidas. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras del
Salmista: “¡Cuan bueno es el Señor para con los que tienen un corazón recto!”
Adoremos la ternura de Jesucristo con los pueblos
que le siguen en el desierto: su corazón dulcísimo se conmueve al ver sus
necesidades y las remedia de una manera verdaderamente milagrosa. Adoremos su
bondad, que se muestra más grande aún en la institución del pan eucarístico que
alimenta nuestras almas. ¡Oh! ¡Cuán digna es de nuestras alabanzas y de nuestro
amor tanta bondad!
BONDAD
DE NUESTRO SEÑOR EN LA MULTIPLICACIÓN
DEL PAN
QUE ALIMENTA EL CUERPO
Es, sin duda, un gran milagro multiplicar cinco panes y dos peces, hasta
satisfacer a cinco mil hombres y llenar todavía doce cestos con las sobras.
Todo el pueblo, testigo de tal prodigio, tenía razón para querer proclamar rey
al autor de semejante maravilla y llegarse a él para no separarse jamás de su
lado. Pero todos los días Jesús renueva y continuará hasta el fin de los siglos
renovando un milagro mucho más sorprendente: La multiplicación anual de los
granos y de los frutos, hasta hacerlos bastar al alimento de todo el género
humano y darle, no solamente lo necesario, sino lo útil, y lo agradable; acción
divina que, cada año, hace germinar las semillas, las hace crecer y madurar de
manera que provean a todas las necesidades en todos los puntos del globo. Este
brillante milagro apenas es notado por los hombres ingratos. Muy pocos dan
gracias a Dios por él con verdadera efusión. Muchos llegan aun a servirse de
sus favores para ofenderle. Y, sin embargo, ¡Oh prodigio! Tanta ingratitud no
debilita su amor, porque siempre derrama su rocío y su calor sobre el campo del
pecador y sobre la propiedad del justo. ¡Oh! ¡Cuán bueno es Dios! ¡Cómo cuida
de los suyos! ¡Cuán justo es amarle, bendecirle y darle gracias continuamente!
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