"No es la doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos,
sino que son los tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador".
26 de junio, festividad de san Josemaría Escrivá de
Balaguer.
Antes de morir el Fundador del Opus Dei envió tres cartas —entre 1972 y 1974— a los fieles de la Prelatura que, por la importancia que el propio Fundador les dio, son conocidas como las Tres Campanadas.
Solamente se han dado a conocer dos de ellas, de las cuales se transcriben algunos párrafos más abajo y con negrilla algunas frases que corren por nuestra cuenta.
Más allá de lo que dicen las cartas, que tampoco
sorprende, lo relevante de ellas pasa por el hecho de que fueron tenidas a la
vista para el proceso de canonización del Fundador -que se centra en los
últimos años de la vida de Escrivá de Balaguer —y ninguna objeción doctrinal o
eclesial fue realizada por las autoridades vaticanas sobre estos escritos. Es
decir, existe una aceptación por parte de la Autoridad Máxima de la Iglesia de
estas opiniones de san Josemaría Escrivá como legítimas.
Tiempo de prueba son siempre los días que el cristiano ha de pasar en esta tierra. Tiempo destinado, por la misericordia de Dios, para acrisolar nuestra fe y preparar nuestra alma para la vida eterna.
Tiempo de dura prueba es el que atravesamos
nosotros ahora, cuando la Iglesia misma parece como si estuviese influida por
las cosas malas del mundo, por ese deslizamiento que todo lo subvierte, que
todo lo cuartea, sofocando el sentido sobrenatural de la vida cristiana.
Llevo años advirtiéndoos de los síntomas y de las
causas de esta fiebre contagiosa que se ha introducido en la Iglesia, y que
está poniendo en peligro la salvación de tantas almas...
Convenceos, y suscitad en los demás el convencimiento, de que los cristianos hemos de
navegar contra corriente. No os dejéis llevar por falsas ilusiones. Pensadlo bien: contra corriente
anduvo Jesús, contra corriente fueron Pedro y los otros primeros, y cuantos —a
lo largo de los siglos— han querido ser constantes discípulos del Maestro.
Tened, pues, la firme persuasión
de que no es la
doctrina de Jesús la que se debe adaptar a los tiempos, sino que son los
tiempos los que han de abrirse a la luz del Salvador. Hoy, en la Iglesia, parece
imperar el criterio contrario: y son fácilmente verificables los
frutos ácidos de ese deslizamiento. Desde
dentro y desde arriba se permite el acceso del diablo a la viña del Señor, por
las, puertas que le abren, con increíble ligereza, quienes deberían ser los
custodios celosos...
Es hora, pues, de rezar mucho y con amor, y de
pedir al Señor que quiera poner fin al tiempo de la prueba.
No podemos dejar de insistir. No buscamos nada para cada uno de
nosotros, por interés personal; buscamos la santidad, que es buscar a Dios. Y
Él espera que se lo recordemos con insistencia. Se están causando voluntariamente
heridas en su Cuerpo, que va a ser muy difícil restañar. Nos dirigimos a la
Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino, para que se digne acortar cuanto antes
esta época de prueba.Lo suplicamos por la mediación del Corazón
Dulcísimo de María; por la intercesión de San José, nuestro Padre y Señor,
Patrono de la Iglesia universal, a quien tanto amamos y veneramos; por la intercesión de todos los Ángeles y Santos,
cuyo culto algunos intentan extirpar de la Iglesia Santa...
Resulta muy penoso observar que —cuando más urge al mundo una clara
predicación— abunden
eclesiásticos que ceden, ante los ídolos que fabrica el paganismo, y abandonan
la lucha interior, tratando de justificar la propia infidelidad con falsos y
engañosos motivos. Lo malo es que se quedan dentro de la Iglesia oficialmente,
provocando la agitación. Por eso, es muy necesario que aumente el número de
discípulos de Jesucristo que sientan la importancia de entregar la vida, día a
día, por la salvación de las almas, decididos a no retroceder ante las
exigencias de su vocación a la santidad...
La lucha interior —en lo poco de cada día— es asiento firme que nos
prepara para esta otra vertiente del combate cristiano, que implica el
cumplimiento en la tierra del mandato divino de ir y enseñar su verdad a todas
las gentes y bautizarlas (cfr. Matth. XXVIII, 19), con el único bautismo en
el que se nos confiere la nueva vida de hijos de Dios por la gracia.
Mi dolor es que esta lucha en estos años se hace más dura, precisamente por
la confusión y por el deslizamiento que se tolera dentro de la Iglesia, al
haberse cedido ante planteamientos y actitudes incompatibles con la enseñanza
que ha predicado Jesucristo, y que la Iglesia ha custodiado durante siglos.
Éste, hijos míos, es el gran dolor de vuestro Padre. Éste, el peso del que yo
deseo que todos participéis, como hijos de Dios que sois. Resulta muy cómodo —y muy cobarde—
ausentarse, callarse, diluidos en una ambigua actitud, alimentada por silencios
culpables, para no complicarse la vida. Estos momentos son ocasión de urgente
santidad, llamada al humilde heroísmo para perseverar en la buena doctrina,
conscientes de nuestra responsabilidad de ser sal y luz.
Hemos de resistir a la disgregación, cuidando
sobrenaturalmente nuestra propia entrega y sembrando sin desmayos, con
decisión, con serenidad y con fortaleza, la doctrina y el espíritu de
Jesucristo.
Considerad que hay muy pocas voces que se alcen con valentía, para
frenar esta disgregación. Se habla de unidad y se deja que los lobos
dispersen el rebaño; se habla de paz, y se introducen en la Iglesia —aun desde
organismos centrales— las categorías marxistas de la lucha de clases o el
análisis materialista de los fenómenos sociales; se habla de emancipar a la
Iglesia de todo poder temporal, y no se regatean los gestos de condescendencia
con los poderosos que oprimen las conciencias; se habla de espiritualizar la
vida cristiana y se permite desacralizar el culto y la administración de los
Sacramentos, sin que ninguna autoridad corte firmemente los abusos —a veces
auténticos sacrilegios— en materia litúrgica; se habla de respetar la dignidad
de la persona humana, y se discrimina a los fieles, con criterios utilizados
para las divisiones políticas.
Toda esa ambigüedad es camino abierto, para que el
diablo cause fácilmente sus estragos, más cuando se ve que es corriente —en
todas las categorías del clero— que muchos no prediquen a Jesucristo y, en
cambio, parlotean siempre de asuntos políticos, sociales —dicen—, etc., ajenos
a su vocación y a su misión sacerdotal, convirtiéndose en instrumentos de parte
y logrando que no pocos abandonen la Iglesia...
No se puede imponer por la fuerza la verdad de Cristo, pero tampoco
podemos permitir que, con la violencia de los hechos, nos dominen como ciertos
y justos, criterios que son una patente deserción del mensaje de Jesucristo: esta violencia se comete por algunos,
impunemente, dentro de la Iglesia. Sería una deslealtad y una falta de
fraternidad con el pueblo fiel, no resistir al presuntuoso orgullo de unos
pocos que han maleado ya a tantos, sobre todo en el ambiente eclesiástico y
religioso.
Comprended que no
exagero. Pensad en la violencia que sufren los niños: desde negarles o
retrasarles el bautismo arbitrariamente, hasta ofrecerles como pan del alma
catecismos llenos de herejías o de diabólicas omisiones; o en la que se actúa
con la juventud, cuando —¡para atraerla!— se presentan principios morales
equivocados, que destrozan las conciencias y pudren las costumbres. Violencia
se hace, también diabólica, cuando se manipulan los textos de la Sagrada
Escritura y se llevan al altar en ediciones equívocas, que cuentan con
aprobaciones oficiales. Y no podemos dejar de ver el brutal atropello que se
impone a los fieles, y en los fieles al mismo Jesucristo, cuando se oculta el
carácter de sacrificio de la Santa Misa o cuando el dinero de las colectas se
malgasta en propagar ideas ajenas al enseñamiento de Jesucristo. Hijos, míos,
nunca se ha hablado tanto de justicia en la Iglesia y, a la vez, nunca se ha
empleado tanta injusta opresión con las conciencias...
Nos sentimos obligados a resistir a estos nuevos modernistas
—progresistas se llaman ellos mismos, cuando de hecho son retrógrados, porque
tratan de resucitar las herejías de los tiempos pasados—, que ponen todo en discusión, desde
el punto de vista exegético, histórico, dogmático, defendiendo opiniones erróneas
que tocan las verdades fundamentales de la fe, sin que nadie con autoridad
pública pare y condene reciamente sus propagandas. Y si algún pastor habla
decididamente, se encuentra con la sorpresa —amarga sorpresa— de no ser
suficientemente apoyado por quienes deberían sostenerlo: y esto provoca la
indecisión, la tendencia a no comprometerse con determinaciones claras y sin
equívocos.
Parece como si algunos se empeñaran en no recordar que, a lo largo de
toda la historia, los que guían el rebaño han tenido que asumir la defensa de
la fe con entereza, pensando en el juicio de Dios y en el bien de las almas, y
no en el halago de los hombres. No faltaría hoy quien tachara a San Pablo de
extremista cuando decía a Tito cómo debería tratar a los que pervertían la
verdad cristiana con falsa! doctrinas: increpa
illos dure, ut sani sint in fide (Tit. I, 13); repréndelos con dureza —le
escribía el Apóstol—, para que se mantengan sanos en la fe. Es de justicia y de
caridad, obrar así.
Ahora, sin embargo, se
facilita la agitación con un silencio que clama al cielo, cuando no se coloca a
los saboteadores de la fe en puntos neurálgicos, desde los que pueden sembrar
la confusión «con aprobación eclesiástica». Ahí están tantos nuevos catecismos
y programas de «enseñanza religiosa» testimoniando la verdad de lo que afirmo.
"¿Católico, sin oración?... Es como un soldado sin armas.
(San José María Escrivá de Balaguer)
(San José María Escrivá de Balaguer)
Hijos de mi alma, pidamos a Nuestro Señor que ponga
término a esta dura prueba...
No podemos dormirnos, ni tomarnos vacaciones,
porque el diablo no tiene vacaciones nunca y ahora se demuestra bien activo.
Satanás sigue su triste labor, incansable, induciendo al mal e invadiendo el
mundo de indiferencia: de manera que muchas gentes que hubieran reaccionado, ya
no reaccionan, se encogen de hombros o ni siquiera perciben la gravedad de la
situación; poco a poco, se han ido acostumbrando.
Esta carta es como una tercera invitación, en menos de un año, para
urgir vuestras almas con las exigencias de la vocación nuestra, en medio de la dura prueba que
soporta la Iglesia...
Os escribo para que estéis prevenidos ante los
asaltos del diablo, que ataca a la
hora undécima quizá, casi al
fin de este caminar de aquí abajo…
No olvidéis el particular empeño que pone en estos tiempos el demonio,
para lograr que los fieles se
separen de la fe y de las buenas costumbres cristianas, procurando que pierdan
hasta el sentido del pecado con un falso ecumenismo como excusa. Deseamos, tanto como el que más lo
desee, la unión de los cristianos: y aun la de todos los que, de alguna manera,
buscan a Dios. Pero la
realidad demuestra que en esos conciliábulos, unos afirman que sí y —sobre el
mismo tema— otros lo contrario. Cuando
—a pesar de esto— aseguran que van de acuerdo, lo único cierto es que todos se
equivocan. Y de esa comedia,
con la que mutuamente se engañan, lo
menos malo que suele producirse es la indiferencia: un triste estado de ánimo,
en el que no se nota inclinación por la verdad, ni repugnancia por la mentira.
Se ha llegado así al confusionismo: y se aniquila el celo apostólico, que nos
mueve a salvar la propia alma y las de los demás, defendiendo con decisión la
doctrina sin atacar a las personas...
Se escucha como un colosal non
serviam! (Ierem. 11, 20) en la vida personal, en la
vida familiar, en los ambientes de trabajo y en la vida pública. Las tres
concupiscencias (cfr. 1 Ioann. 11, 16) son como tres fuerzas gigantescas
que han desencadenado un vértigo imponente de lujuria, de engreimiento
orgulloso de la criatura en sus propias fuerzas, y de afán de riquezas. Toda
una civilización se tambalea, impotente y sin recursos morales...
En una palabra: el mal
viene, en general, de aquellos medios eclesiásticos que constituyen como una
fortaleza de clérigos mundanizados. Son
individuos que han perdido, con la fe, la esperanza:sacerdotes que apenas
rezan, teólogos —así se
denominan ellos, pero contradicen hasta las verdades más elementales de la
revelación— descreídos y arrogantes, profesores de religión que explican porquerías,
pastores mudos, agitadores de sacristías y de conventos, que contagian las
conciencias con sus tendencias patológicas, escritores de catecismos heréticos,
activistas políticos.
Hay, por desgracia, toda una fauna inquieta, que ha crecido en esta época
a la sombra de la falta de autoridad y de la falta de convicciones, y al amparo
de algunos gobernantes, que no se han atrevido a frenar públicamente a quienes
causaban tantos destrozos en la viña del Señor.
Hemos tenido que soportar —y cómo me duele el alma al recoger esto— toda
una lamentable cabalgata de tipos que, bajo la máscara de profetas de tiempos
nuevos, procuraban ocultar, aunque no lo consiguieran del todo, el rostro del
hereje, del fanático, del hombre carnal o del resentido orgulloso...
El cinismo intenta con desfachatez justificar —e
incluso alabar— como manifestación de autenticidad, la apostasía y las
defecciones.No ha sido raro, además, que después de clamorosos
abandonos, tales desaprensivos desleales continuaran con encargos de enseñanza
de religión en centros católicos o pontificando desde organismos
para-eclesiásticos, que tanto han proliferado recientemente.
Me sobran datos bien concretos, para documentar que no exagero:
desdichadamente no me refiero a casos aislados. Más aún, de algunas de esas
organizaciones salen ideas nocivas, errores, que se propagan entre el pueblo, y
se imponen después a la autoridad eclesiástica como si fueran movimientos de
opinión de la base...
Por desgracia, se observan también en la Iglesia sitios —cátedras de teología, catequesis, predicación— que deberían alumbrar como focos de luz, y se aprovechan —en cambio— para despachar una visión de la Iglesia y de sus fines totalmente adulterados. Hijos míos, es un grave pecado contra el Espíritu Santo, porque precisamente el Paráclito vivifica con su gracia y sus dones a la Iglesia (Catecismo Mayor de San Pío X, n. 143), establece allí el reinado de la verdad y del amor, y la asiste para que lleve con seguridad a sus hijos por el camino del cielo(ibid.).
Confundir a la Iglesia con una asamblea de fines
más o menos humanitarios, ¿no significa ir contra el Espíritu Santo? Ir contra
el Espíritu Santo es hacer circular, o permitir que circulen sin denunciar sus
falsedades, catecismos heréticos o textos de religión que corrompen las
conciencias de los niños, con enseñanzas dañosas y graves omisiones…
Errores y desviaciones, debilidades y dejaciones he dicho ya: y ahora
—como siempre— el mal se
envuelve diabólicamente en paños de virtud y de autoridad: y así resulta más
fácil que se fortalezca y que produzca más daño. Porque aparecen gentes con una
falsa religiosidad, saturada de fanatismo, que se oponen desde dentro a la
Iglesia de Jesucristo, dogmática y jurídica, haciendo resaltar —con increíble
desorden, cambiando por los del Estado los fines de la Iglesia— lo político
antes que lo religioso.
Todo coopera al desprestigio general de la
autoridad eclesiástica y a que no se corrijan con oportunidad y energía los
desórdenes: los desatinos heréticos, la inestabilidad, la confusión, la
anarquía en asuntos de fe y de moral, de liturgia y de disciplina. A esta
situación la llaman algunos —defendiéndola— aggiornamento, cuando es relajación y menoscabo
del espíritu cristiano, que trae como consecuencia inmediata —entre otros
efectos— la desaparición de la piedad, la carencia de vocaciones sacerdotales o
religiosas, el apartar a los fieles en general — ya lo dije— de las prácticas
espirituales. Y, por
tanto, menos trabajo en servicio de las almas, al paso que los eclesiásticos
—al verse ineficaces— se muestran desgraciados y abandonan el proselitismo,
porque piensan que procurarán también la infelicidad a otros...
No se relee sin gran dolor lo que San Pío X describió en su encíclica Pascendi, cuando exponía las características
del modernismo, que en ese documento definía como compendio de todas las herejías. Todo aquello que entonces el
Magisterio universal de la Iglesia intentó atajar con penetrante visión y
energía sobrenatural, aparecía ya con su enorme gravedad, pero era todavía un
mal relativamente limitado a algunos sectores. En nuestros días ese mismo mal
—idéntico en su inspiración de raíz y con frecuencia en sus formulaciones— ha
resurgido violento y agresivo, con el nombre de neomodernismo, y en proporciones prácticamente
universales. Aquella enfermedad mortal, antes localizada en unos pocos
ambientes malsanos, y contenida dentro de esas fronteras por prudentes medidas
de la Santa Sede, ha alcanzado aspectos de epidemia generalizada. Su extensión
ha facilitado su virulencia y la manifestación de efectos monstruosos en
cantidad y en calidad, que quizá ni siquiera hubiésemos podido imaginar ante
los primeros brotes del modernismo.
Lo que inicialmente se mostraba sólo, aunque ya fuese muy grave, como la
reducción de las Verdades dogmáticas a la simple experiencia subjetiva,
conservando algún matiz espiritual, se ha degradado aún más: las hondas
exigencias del alma —y aun las de la misma gracia divina— quedan disueltas en
la horizontalidad sin relieve de lo mundano: identificando el amor de Dios con
las aspiraciones o deseos más inmediatos del hombre-masa, sometido a los
determinismos de la planificación materialista y atea, y a la de los instintos
animales.
La soberbia de la vida (I Ioann. II, 16) presenta su vanidad total en
la exteriorización de la concupiscencia
de los ojos, ambición de
poder y de bienes terrenos, sin mesura; y de la concupiscencia de la carne,sensualidad
sin freno y degradación libertina. Es
como la descomposición entera de un cuerpo, después de haber perdido el alma...
Si, para combatir eficazmente los males del modernismo, San Pío X —como
de modo análogo había hecho antes León XIII— señalaba, entre los más
importantes remedios que urgía poner, el
fiel seguimiento de la filosofía y de la teología de Santo Tomás, es patente que ahora se impone como
nunca el estricto cumplimiento de esa disposición. Con el Motu proprio
Doctoris Angelici, San Pío X
traducía, en normas disciplinares concretas, lo que había sido una constante
recomendación de sus antecesores en la Sede de Pedro, desde el año 1325.
No me parece ocioso transcribir aquí algunas de las afirmaciones de ese
documento pontificio: se deben
conservar santa e inviolablemente los principios filosóficos establecidos por
Santo Tomás, a partir de los cuales se aprende la ciencia de las cosas creadas
de manera congruente con la Fe, se refutan los errores de cualquier época, se
puede distinguir con certeza lo que sólo a Dios pertenece y no se puede
atribuir a nadie más, se ilustra con toda claridad la diversidad y la analogía
existente entre Dios y sus obras.
Y añade: por lo demás,
hablando en general, estos principios de Santo Tomás no encierran otra cosa más
que lo que ya habían descubierto los más importantes filósofos y Doctores de la
Iglesia, meditando y argumentando sobre el conocimiento humano, sobre la
naturaleza de Dios y de las cosas, sobre el orden moral y la consecución del
fin último. Con un ingenio casi angélico, desarrolló y acrecentó toda esta
cantidad de sabiduría recibida de los que le habían precedido, la empleó para
presentar la doctrina sagrada a la mente humana, para ilustrarla y para darle
firmeza.
Los puntos más importantes de la filosofía de Santo
Tomás no deben ser considerados como algo opinable, que se pueda discutir, sino
que son como los fundamentos en los que se asienta toda la ciencia de lo
natural y lo divino. Si se rechazan estos fundamentos o se los pervierte, se
seguirá necesariamente que quienes estudian las ciencias sagradas ni siquiera
podrán captar el significado de las palabras, con las que el Magisterio de la
Iglesia expone los dogmas revelados por Dios. Por eso quisimos advertir a
quienes se dedican a enseñar la filosofía y la sagrada teología, que si se
apartan de las huellas de Santo Tomás, principalmente en cuestiones de
metafísica, será con gran detrimento.
Así, entre otras determinaciones, San Pío X exhortaba: pondrán en esto un particular
empeño los profesores de filosofía cristiana y de sagrada teología, que deben
tener siempre presente que no se les ha dado facultad de enseñar, para que
expongan a sus alumnos las opiniones personales que tengan acerca de su
asignatura, sino para que expongan las doctrinas plenamente aprobadas por la
Iglesia. Concretamente, en lo que se refiere a la sagrada teología, es Nuestro
deseo que su estudio se lleve a cabo siempre a la luz de la filosofía que hemos
citado.
¡Cuánto dolor se hubiese ahorrado a la Iglesia y
cuánto daño se hubiese evitado a las almas, con la fiel obediencia a esos
mandatos de San Pío X! Pido
ahora a mis hijas y a mis hijos, precisamente en este año en el que se conmemora
el VII centenario de la muerte del Doctor Angélico, que sigan delicadamente
esas indicaciones de la Iglesia en el estudio y en la enseñanza de la doctrina
filosófica y teológica, seguros de que también así contribuiremos a que, por la
misericordia divina, las aguas vuelvan a su cauce...
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