Homilía del papa Benedicto XVI
en la festividad de la Epifanía
del Señor
del 6 de enero de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
La Epifanía es una fiesta de la luz. «¡Levántate,
brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (Is
60,1). Con estas palabras del profeta Isaías, la Iglesia describe el contenido
de la fiesta. Sí, ha venido al mundo aquél que es la luz verdadera, aquél que
hace que los hombres sean luz. Él les da el poder de ser hijos de Dios (cf. Jn
1,9.12). Para la liturgia, el camino de los Magos de Oriente es sólo el
comienzo de una gran procesión que continúa en la historia. Con estos hombres
comienza la peregrinación de la humanidad hacia Jesucristo, hacia ese Dios que
nació en un pesebre, que murió en la cruz y que, resucitado, está con nosotros
todos los días hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20). La Iglesia lee la
narración del evangelio de Mateo junto con la visión del profeta Isaías, que
hemos escuchado en la primera lectura: el camino de estos hombres es solo un
comienzo.
Antes habían llegado los pastores, las almas
sencillas que estaban más cerca del Dios que se ha hecho niño y que con más
facilidad podían «ir allí» (cf. Lc 2, 15) hacia él y reconocerlo como Señor.
Ahora, en cambio, también se acercan los sabios de este mundo. Vienen grandes y
pequeños, reyes y siervos, hombres de todas las culturas y pueblos. Los hombres
de Oriente son los primeros, a través de los siglos les seguirán muchos más.
Después de la gran visión de Isaías, la lectura de la carta a los Efesios
expresa lo mismo con sobriedad y sencillez: que también los gentiles son
coherederos (cf. Ef 3, 6). El salmo 2 lo formula así: «Te daré en herencia las
naciones, en posesión, los confines de la tierra» (Sal 2,8).
Los Magos de Oriente van delante. Inauguran el
camino de los pueblos hacia Cristo. Durante esta santa Misa conferiré a dos
sacerdotes la ordenación episcopal, los consagraré pastores del pueblo de Dios.
Según las palabras de Jesús, ir delante del rebaño pertenece a la misión del
pastor (cf. Jn 10,4). Por tanto, en estos personajes que, como los primeros de
entre los paganos, encontraron el camino hacia Cristo, podemos encontrar tal
vez algunas indicaciones para la misión de los obispos, a pesar de las
diferencias en las vocaciones y en las tareas. ¿Qué tipo de hombres eran ellos?
Los expertos nos dicen que pertenecían a la gran tradición astronómica que se había
desarrollado en Mesopotamia a lo largo de los siglos y que todavía era
floreciente. Pero esta información no basta por sí sola. Es probable que
hubiera muchos astrónomos en la antigua Babilonia, pero sólo estos pocos se
encaminaron y siguieron la estrella que habían reconocido como la de la
promesa, que muestra el camino hacia el verdadero Rey y Salvador. Podemos decir
que eran hombres de ciencia, pero no solo en el sentido de que querían saber
muchas cosas: querían algo más. Querían saber cuál es la importancia de ser
hombre. Posiblemente habían oído hablar de la profecía del profeta pagano
Balaán: «Avanza la constelación de Jacob, y sube el cetro de Israel» (Nm
24,17).
Ellos profundizaron en esa promesa. Eran personas
con un corazón inquieto, que no se conformaban con lo que es aparente o
habitual. Eran hombres en busca de la promesa, en busca de Dios. Y eran hombres
vigilantes, capaces de percibir los signos de Dios, su lenguaje callado y
perseverante. Pero eran también hombres valientes a la vez que humildes:
podemos imaginar las burlas que debieron sufrir por encaminarse hacia el Rey de
los Judíos, enfrentándose por eso a grandes dificultades. No consideraban
decisivo lo que algunos, incluso personas influyentes e inteligentes, pudieran
pensar o decir de ellos. Lo que les importaba era la verdad misma, no la
opinión de los hombres. Por eso afrontaron las renuncias y fatigas de un camino
largo e inseguro. Su humilde valentía fue la que les permitió postrarse ante un
niño de pobre familia y descubrir en él al Rey prometido, cuya búsqueda y
reconocimiento había sido el objetivo de su camino exterior e interior.
Queridos amigos, en todo esto podemos ver algunas
características esenciales del ministerio episcopal. El obispo debe de ser
también un hombre de corazón inquieto, que no se conforma con las cosas
habituales de este mundo sino que sigue la inquietud del corazón que lo empuja
a acercarse interiormente a Dios, a buscar su rostro, a conocerlo mejor para
poder amarlo cada vez más. El obispo debe de ser también un hombre de corazón
vigilante que perciba el lenguaje callado de Dios y sepa discernir lo verdadero
de lo aparente. El obispo debe de estar lleno también de una valiente humildad,
que no se interese por lo que la opinión dominante diga de él, sino que sigua
como criterio la verdad de Dios, comprometiéndose por ella:
«opportune-importune». Debe de ser capaz de ir por delante y señalar el camino.
Ha de ir por delante siguiendo a aquel que nos ha precedido a todos, porque es
el verdadero pastor, la verdadera estrella de la promesa: Jesucristo. Y debe de
tener la humildad de postrarse ante ese Dios que haciéndose tan concreto y
sencillo contradice la necedad de nuestro orgullo, que no quiere ver a Dios tan
cerca y tan pequeño. Debe de vivir la adoración del Hijo de Dios hecho hombre,
aquella adoración que siempre le muestra el camino.
La liturgia de la ordenación episcopal recoge lo
esencial de este ministerio con ocho preguntas dirigidas a los que van a ser
consagrados, y que comienzan siempre con la palabra: «Vultis?-¿queréis?». Las
preguntas orientan a la voluntad mostrándole el camino a seguir. Quisiera aquí
mencionar brevemente algunas de las palabras clave de esa orientación, y en las
que se concreta lo que poco antes hemos reflexionado sobre los Magos en la
fiesta de hoy. La misión de los obispos es «predicare Evangelium Christi»,
custodire y dirigere, «pauperibus se misericordes praebere» e «indesinenter
orare». El anuncio del evangelio de Jesucristo, el ir delante y dirigir,
custodiar el patrimonio sagrado de nuestra fe, la misericordia y la caridad
hacia los necesitados y pobres, en la que se refleja el amor misericordioso de
Dios por nosotros y, en fin, la oración constante son características
fundamentales del ministerio episcopal. La oración constante significa no
perder nunca el contacto con Dios; sentirlo en la intimidad del corazón y ser
así inundados por su luz. Solo el que conoce personalmente a Dios puede guiar a
los demás hacia él. Solo el que guía a los hombres hacia Dios, los lleva por el
camino de la vida.
El corazón inquieto, del que hemos hablado evocando
a san Agustín, es el corazón que no se conforma en definitiva con nada que no
sea Dios, convirtiéndose así en un corazón que ama. Nuestro corazón está
inquieto con relación a Dios y no deja de estarlo aun cuando hoy se busque, con
«narcóticos» muy eficaces, liberar al hombre de esta inquietud. Pero no solo
estamos inquietos nosotros, los seres humanos, con relación a Dios. El corazón
de Dios está inquieto con relación al hombre. Dios nos aguarda. Nos busca.
Tampoco él descansa hasta dar con nosotros. El corazón de Dios está inquieto, y
por eso se ha puesto en camino hacia nosotros, hacia Belén, hacia el Calvario,
desde Jerusalén a Galilea y hasta los confines de la tierra. Dios está inquieto
por nosotros, busca personas que se dejen contagiar de su misma inquietud, de
su pasión por nosotros. Personas que lleven consigo esa búsqueda que hay en sus
corazones y, al mismo tiempo, que dejan que sus corazones sean tocados por la
búsqueda de Dios por nosotros. Queridos amigos, esta era la misión de los
apóstoles: acoger la inquietud de Dios por el hombre y llevar a Dios mismo a
los hombres. Y esta es vuestra misión siguiendo las huellas de los apóstoles:
dejaros tocar por la inquietud de Dios, para que el deseo de Dios por el hombre
se satisfaga.
Los Magos siguieron la estrella. A través del
lenguaje de la creación encontraron al Dios de la historia. Ciertamente, el
lenguaje de la creación no es suficiente por sí mismo. Solo la palabra de Dios,
que encontramos en la sagrada Escritura, les podía mostrar definitivamente el
camino. Creación y Escritura, razón y fe han de ir juntas para conducirnos al
Dios vivo. Se ha discutido mucho sobre qué clase de estrella fue la que guió a
los Magos. Se piensa en una conjunción de planetas, en una supernova, es decir,
una de esas estrellas muy débiles al principio pero que debido a una explosión
interna produce durante un tiempo un inmenso resplandor; en un cometa, y así
sucesivamente. Que los científicos sigan discutiéndolo. La gran estrella, la
verdadera supernova que nos guía es el mismo Cristo. Él es, por decirlo así, la
explosión del amor de Dios, que hace brillar en el mundo el enorme resplandor
de su corazón. Y podemos añadir: los Magos de Oriente, de los que habla el
evangelio de hoy, así como generalmente los santos, se han convertido ellos
mismos poco a poco en constelaciones de Dios, que nos muestran el camino. En
todas estas personas, el contacto con la palabra de Dios ha provocado, por decirlo
así, una explosión de luz, a través de la cual el resplandor de Dios ilumina
nuestro mundo y nos muestra el camino. Los santos son estrellas de Dios, que
dejamos que nos guíen hacia aquel que anhela nuestro ser. Queridos amigos,
cuando habéis dado vuestro «sí» al sacerdocio y al ministerio episcopal, habéis
seguido la estrella Jesucristo. Y ciertamente han brillado también para
vosotros estrellas menores, que os han ayudado a no perder el camino. En las
letanías de los santos invocamos a todas estas estrellas de Dios, para que
brillen siempre para vosotros y os muestren el camino. Al ser ordenados obispos
estáis llamados a ser vosotros mismos estrellas de Dios para los hombres, a
guiarlos en el camino hacia la verdadera luz, hacia Cristo. Recemos por tanto
en este momento a todos los santos para que siempre podáis cumplir vuestra
misión mostrando a los hombres la luz de Dios. Amén.
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