“Levantándose del suelo y volviendo a sus discípulos, hallólos
dormidos por causa de la tristeza. Les dijo: ¿Por qué dormís? Levantaos y orad
para no caer en la tentación. Dormid y descansad. Pero basta ya. He aquí que
llegó la hora y el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los
pecadores. Levantaos y vámonos de aquí. Ya se acerca el que me ha de entregar”.
Vuelve
Cristo por tercera vez adonde están sus Apóstoles, y allí los encuentra
sepultados en el sueño, a pesar del mandato que les habla dado de vigilar y
rezar ante el peligro que se cernía. Al mismo tiempo, judas, el traidor, se
mantenía bien despierto, y tan concentrado en traicionar a su Señor que ni
siquiera la idea de dormirse se le pasó por la cabeza. ¿No es este contraste
entre el traidor y los Apóstoles como una imagen especular, y no menos clara
que triste y terrible, de lo que ha ocurrido a través de los siglos, desde
aquellos tiempos hasta nuestros días? ¿Por qué no contemplan los obispos, en
esta escena, su propia somnolencia? Han sucedido a los Apóstoles en el cargo,
¡ojalá reprodujeran sus virtudes con la misma gana y deseo con que abrazan su
autoridad! ¡Ojalá les imitaran en lo otro con la fidelidad con que imitan su
somnolencia! Pues son muchos los que se duermen en la tarea de sembrar virtudes
entre la gente y mantener la verdadera doctrina, mientras que los enemigos de
Cristo, con objeto de sembrar el vicio y desarraigar la fe (en la medida en que
pueden prender de nuevo a Cristo y crucificarlo otra vez), se mantienen bien
despiertos. Con razón dice Cristo que los hijos de las tinieblas son mucho más
astutos que los hijos de la luz.
Aunque esta comparación
con los Apóstoles dormidos se aplica muy acertadamente a aquellos obispos que
se duermen mientras la fe y la moral están en peligro, no conviene, sin
embargo, a todos los prelados ni en todos los aspectos.
Desgraciadamente,
algunos de ellos (muchos más de los que uno podría sospechar) no se duermen “a
causa de la tristeza”., como era el caso con los Apóstoles. No. Están, más
bien, amodorrados y aletargados en perniciosos afectos, y ebrios con el mosto
del demonio, del mundo y de la carne, duermen como cerdos revolcándose en el
lodo.
Que
los Apóstoles sintieran tristeza por el peligro que corría su Maestro fue bien
digno de alabanza; pero no lo fue el que se dejaran vencer por la tristeza
hasta caer dormidos. Entristecerse y dolerse porque el mundo perece, o llorar
por los crímenes de otros, es un sentimiento que habla de ser compasivo, como
sintió este escritor: “Me senté en la soledad y lloré” y este otro: “Me dolía
el corazón porque los pecadores se apartaban de tu ley. ”Tristeza de esta clase
la colocaría yo en aquella categoría de la que se dice, (…). Pero la pondría
ahí sólo si el efecto, aunque bueno, es controlado y dirigido por la razón. Si
no es así, si la pena oprime tanto al alma que ésta pierde vigor y la razón
pierde las riendas, si se encontrara un obispo tan vencido por la pesadez de su
sueño que se hiciera negligente en el cumplimiento de los deberes que su oficio
exige para la salvación de su rebaño, se comportaría como un cobarde capitán de
navío que, descorazonado por la furia del temporal, abandona el timón y busca
refugio mientras abandona el barco a las olas. Si un obispo se comportara así,
no dudaría yo en juntar esta tristeza con aquella otra que conduce, como dice
San Pablo, al infierno. Y aún peor la considerarla yo, porque esta tristeza en
las cosas espirituales parece originarse en quien desespera de la ayuda de Dios.
Otra
clase de tristeza, peor si cabe, es la de aquellos que no están deprimidos por
la tristeza ante los peligros que otros corren, sino por los males que ellos
mismos pueden recibir; temor tanto más perverso cuanto su causa es más
despreciable, es decir, cuando no es ya cuestión de vida o muerte, sino de
dinero. Cristo mandó tener por nada la pérdida de nuestro cuerpo por su causa.
“No temáis a quienes matan el cuerpo, y no pueden hacer más. Yo os mostraré a
quién habéis de temer: Temed al que después de quitar la vida, puede mandar
también el alma al infierno. A ése os repito, habéis de temer”. Para todos, sin
excepción, dijo estas palabras, caso de que hayan sido encarcelados y no haya
escapatoria posible. Pero añade algo más para aquellos que llevan el peso y la
responsabilidad episcopal: no permite que se preocupen sólo de sus propias
almas, ni tampoco que se contenten refugiándose en el silencio, hasta que sean
arrastrados y forzados a escoger entre una abierta profesión de fe o una
engañosa simulación. No. Quiso que dieran la cara si ven que la grey a ellos
confiada está en peligro, y que hicieran frente al peligro con su propio
riesgo, por el bien de su rebaño.
El
buen pastor dá su vida por sus ovejas dice Cristo. Quien salve su vida con daño
de las ovejas, no es buen pastor. El que pierde su vida por Cristo (y así hace
quien la pierde por el bien del rebaño que Cristo le confió) la salva para la
vida eterna. De la misma manera, el que niega a Cristo (como hace el que no
confiesa la verdad cuando el silencio a su rebaño), al querer salvar su vida
empieza de hecho a perderla. Tanto peor, desde luego, si llevado por el miedo,
niega a Cristo abiertamente, con palabras, y lo traiciona. Tales obispos -no
duermen como Pedro, sino que, con Pedro despiertos, niegan a Cristo. Al recibir
como Pedro, la mirada afectuosa de Cristo, muchos serán los que con su gracia
llegarán un día a limpiar aquel delito salvándose a través del llanto. Sólo es
necesario que respondan a su mirada y a la invitación cariñosa a la penitencia,
con dolor, con amargura de corazón y con una nueva vida, recordando sus
palabras, contemplando su pasión y soltando las amarras que los ataban a sus
pecados.
Si
tan amenazado estuviera alguien en el mal que no haya dejado de profesar la
verdadera doctrina por miedo, sino que, como Arrio y otros como él, predica
falsa doctrina bien por una sórdida ganancia o por una corrupta ambición, ese
tal no duerme como Pedro, ni niega como Pedro, sino que permanece bien
despierto como el miserable Judas y, como Judas, a Cristo persigue. La
situación de ese hombre es mucho más peligrosa que la de los otros, como
muestra el horrendo y triste final de Judas. No hay límite, sin embargo, en la
bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera tal pecador ha de desesperar
del perdón. De hecho, incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas oportunidades
de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía. No le quitó la
dignidad que tenía como Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era
ladrón. Admitió al traidor en la última cena con sus discípulos tan queridos. A
los pies del traidor se dignó agacharse para lavar con sus inocentes y
sacrosantas manos los sucios pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente.
Con incomparable bondad le entregó para comer, bajo la apariencia de pan, aquel
mismo cuerpo suyo que el traidor ya había vendido. Y, bajo la apariencia de
vino, le dio aquella sangre que, mientras bebía, pensaba el traidor cómo
derramar. Finalmente, al acercarse Judas con la turba para prenderle, ofreció a
Cristo un beso, un beso que era, de hecho, la muestra abominable de su
traición, pero que Cristo recibió con serenidad y con mansedumbre.
¿Quién
habrá incapaz de pensar que cualquiera de estos detalles podría haber removido
el corazón del traidor a mejores pensamientos, por muy endurecido que estuviera
en el crimen? Es cierto que hubo un principio de arrepentimiento al admitir su
pecado, cuando devolvió las monedas de plata (que nadie recogiera) gritando que
era traidor y confesando haber entregado sangre inocente. Me inclino a pensar
que Cristo le movió hasta este punto para salvarle de la ruina, lo que hubiera
sido posible si no hubiera añadido a su traición la desesperación. Así se
portaba Cristo con quien, con tanta perfidia, le había entregado a la muerte.
Después
de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol
había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no
permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no hay razón
alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar
del perdón. Siguiendo el santo consejo del Apóstol: “Rezad unos por otros para
ser salvos”, si vemos que alguien se desvía del camino recto, esperamos que
volverá algún día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar para que Dios le
ofrezca oportunidades de entrar en razón; para que con su ayuda las coja, y
para que, una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la malicia, ni las deje
pasar de lado por culpa de su miserable pereza.
Santo Tomás Moro
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