“Fue,
pues, otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Y
había un cortesano cuyo hijo estaba enfermo en Cafarnaúm. Cuando él oyó que Jesús había
vuelto de Judea a Galilea, se fue a encontrarlo, y le rogó que bajase para
sanar a su hijo, porque estaba para morir. Jesús le dijo: “¡Si no veis signos y prodigios, no
creeréis!” (Mt. 4, 46-48)
El Padre Leonardo
Castellani observa acerca de esta escena: “Para Cristo, los israelitas debían
creer viéndolo y oyéndolo a él simplemente: no eran paganos, tenían las
profecías entre las manos”. Algo similar sucede con los católicos de hoy:
tenemos la Sagrada Escritura, tenemos el Catecismo de la Iglesia Católica y aun
así, ante la evidencia de los hechos que nos sorprenden a diario siguen pidiendo
signos para creer lo que vemos.
Ha corrido
abundantísima agua bajo el puente en estos últimos tiempos: el Sínodo, las
homilías, declaraciones, la Laudato Si, el
Sínodo de la familia, los decretos de los nuevos procesos de “nulidad”, el
espectáculo Fiat Lux en la Solemnidad de
la Inmaculada, el próximo festejo de los 500 años de la Reforma, el silencio a
voces ante la enorme marcha de la Familia en Roma y tantos otros
acontecimientos que cotidianamente nos sorprenden. Pero lo que más asombra y
llena de perplejidad es la actitud de los cristianos, incluidos sacerdotes y obispos,
que procuran poner paños fríos echándole la culpa de los disturbios doctrinales
a malas interpretaciones o a los medios, cuando lo que está claro es que hay
Sucesores de los Apóstoles que dicen, proponen y escriben afirmaciones
contrarias a la doctrina de siempre.
Buscan
su tranquilidad en la promesa de la indefectibilidad de la Iglesia “las puertas
del infierno no prevalecerán”, y esto es absolutamente cierto; sin embargo, mal
interpretan la promesa y la entienden como impecabilidad: en virtud de esa
promesa la Iglesia no puede pecar. La falsedad de este juicio salta a la vista.
Creen y enseñan la
fidelidad ciega al Santo Padre, cayendo en la contradicción de obedecer al Papa
de hoy y negar obediencia a los Papas de ayer. El Padre Calmel, de la orden de
Predicadores escribía en el año 1973: “cuando se trata de la Iglesia,
considerada no absolutamente, pues como tal es en todos los aspectos
indefectible y santa, sino del jefe visible de la misma, cuando se trata de
quien ostenta actualmente la primacía romana, no sabemos cómo asumirlo y
qué tono será conveniente adoptar para confesar en voz baja: ¡Ay! me duele
Roma. (…) Hay un Jefe de la Iglesia siempre infalible, sin pecado, santo,
desconocedor de cualquier intermitencia y de cualquier pausa en su obra de
santificación. Éste es el único jefe, pues todos los demás, incluyendo al más
encumbrado, tienen una autoridad que viene de Él y acaba en Él. Este Jefe santo
e inmaculado, absolutamente segregado de los pecadores, elevado a lo más alto
de los cielos, no es el Papa; es Aquél de quien nos habla magníficamente la
carta a los Hebreos: el Sumo Sacerdote Jesucristo. (…) Si el Papa es el Vicario
visible de Jesús, que ha ascendido a los cielos invisibles, no es más que el
vicario: vices gerens (hace las veces), el que ocupa su
lugar sin dejar de ser otro. La gracia que hace vivir al Cuerpo Místico no
deriva del Papa. Para el Papa y también para nosotros, la gracia deriva
únicamente de Nuestro Señor Jesucristo. Lo mismo ocurre en lo concerniente a la
luz de la Revelación. Él posee con un título único la custodia de los misterios
de la gracia, los siete sacramentos, así como de la verdad revelada. Con un
título único es asistido para ser guardián e intendente fiel. Pero aun así, y
para que el ejercicio de su autoridad reciba una asistencia privilegiada, es
necesario que no renuncie a dicha autoridad. Por otro lado, si es preservado de
error cuando compromete su autoridad, con el título de la infalibilidad, en
muchos otros casos puede fallar”.
“Homero
es nuevo esta mañana, y tal vez nada es tan antiguo como el periódico de hoy”,
decía Charles Péguy y León Bloy señalaba “Cuando quiero saber las últimas
noticias, leo el Apocalipsis”. La verdadera novedad está en lo perenne, en lo
que permanece. La Sagrada Escritura es la única novedad, con la frescura de la
novedad eterna.
La
Iglesia, si se aparta de la Verdad de Cristo, atrasa. Una Iglesia que quiera
dejar de lado la novedad permanente para buscar la muerte de las realidades que
perecen, atrasa… Y con las novedades, efímeras y pasajeras por esencia,
perecerán los que sigan los caminos de muerte. Aunque el Papa nos tache de adivinadores,
de idólatras obstinados; la Roca firme es Cristo, no otro.
El Padre Alfredo Sáenz
al relatarnos las tempestades de la Nave (la Iglesia) en tiempos de la difusión
de la herejía arriana nos cuenta que dentro de la Iglesia eran muchísimos los
obispos que consentían con el arrianismo, lo que hacía inmensamente ardua la
resistencia. Hilario, San Hilario de Poitiers, entendió que no podía quedar
convertido en un simple espectador: “Es
tiempo de hablar, porque el tiempo de callar ha pasado (tempus est loquendi, quia jam praeterit tempus tacendi)”.
Le preguntaban, a veces, si no tenía miedo. A lo que respondía: “Sí, verdaderamente tengo miedo, tengo
miedo de los peligros que corre el mundo; tengo miedo de la terrible
responsabilidad que pesaría sobre mí por la connivencia, por la complicidad de
mi silencio; por mis hermanos que se apartaron del camino de la verdad; tengo
miedo por mí, porque es deber mío conducirlos allí”.
Vemos que hay pastores
que creen que llevarán tranquilidad al alma de sus rebaños ocultando la verdad
tal como es. O dejan para mañana el hablar, creen que aún no es tiempo. No
parece ser así. Porque más valdría que el rebaño preocupado se pusiese
verdaderamente de rodillas, −como lo lograra eficazmente con su prédica San
Vicente Ferrer−, que hacerles creer que está todo bien, que sigan tranquilos
con sus vidas. El capítulo 24 de San Mateo nos dice otra cosa. El Señor nos
llama a velar, nos insta a dejar la vida habitual, nos previene de los falsos
profetas y también nos llama a la esperanza: “Y si aquellos días no fueran
acortados, nadie se salvaría; mas por razón de los elegidos serán
acortados esos días” (Mt. 24, 22).
Dice el Señor: “Entonces se escandalizarán muchos, y mutuamente se traicionarán y
se odiarán. Surgirán numerosos falsos profetas, que arrastrarán a muchos
al error; y por efecto de los excesos de la iniquidad, la caridad de los más se
enfriará. (…) Porque surgirán falsos cristos y falsos profetas, y harán cosas
estupendas y prodigios, hasta el punto de desviar, si fuera posible, aún a los
elegidos. ¡Mirad que os lo he predicho! (…) Así también vosotros
cuando veáis todo esto, sabed que está cerca, a las puertas. (…) Por eso,
también vosotros estad prontos, porque a la hora que no pensáis,
vendrá el Hijo del Hombre. ¿Quién es, pues, el siervo fiel y prudente, a quien
puso el Señor sobre su servidumbre para darles el alimento a su tiempo?
¡Feliz el servidor aquel, a quien su señor al venir hallare obrando así!” (Mt.
24, 10-12, 24-25, 33, 44-46)
“¡Mirad que os lo he predicho!” nos dice el Señor. También
nosotros tenemos las profecías. Los judíos del tiempo de Cristo en su mayoría
no creyeron “y tenían las profecías entre las manos”, como dice Castellani. A
nosotros puede sucedernos lo mismo.
Andrea Greco de Álvarez
Fuente: Adelante la fe
No hay comentarios:
Publicar un comentario