MARÍA
AL PIE DE LA CRUZ
Evangelio según San Juan
(Jn 19,25-30)
Junto
a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María, mujer de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo.» Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre.» Y desde
aquella hora el discípulo la acogió en su casa.
Después
de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la
Escritura, dice: “Tengo sed.» Había allí una vasija llena de vinagre.
Sujetaron a una rama de hisopo una esponja empapada en vinagre y se la
acercaron a la boca. Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: «Todo está
cumplido.» E inclinando la cabeza entregó el espíritu.
MARÍA,
AL PIE DE LA CRUZ, PARTÍCIPE DEL DRAMA DE LA REDENCIÓN
Catequesis de Juan Pablo II (2-IV-97)
Catequesis de Juan Pablo II (2-IV-97)
1-Regina
caeli laetare, alleluia! ¡Reina del cielo, alégrate, aleluya!
Así
canta la Iglesia durante este tiempo de Pascua, invitando a los fieles a unirse
al gozo espiritual de María, madre del Resucitado. La alegría de la Virgen por
la resurrección de Cristo es más grande aún si se considera su íntima
participación en toda la vida de Jesús.
María,
al aceptar con plena disponibilidad las palabras del ángel Gabriel, que le
anunciaba que sería la madre del Mesías, comenzó a tomar parte en el drama de
la Redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo, revelado por Simeón
durante la presentación en el templo, prosigue no sólo en el episodio de Jesús
perdido y hallado a la edad de doce años, sino también durante toda su vida
pública.
Sin
embargo, la asociación de la Virgen a la misión de Cristo culmina en Jerusalén,
en el momento de la pasión y muerte del Redentor.
Como
testimonia el cuarto evangelio, en aquellos días ella se encontraba en la
ciudad santa, probablemente para la celebración de la Pascua judía.
2-El
Concilio subraya la dimensión profunda de la presencia de la Virgen en el
Calvario, recordando que «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz»
(Lumen gentium, 58), y afirma que esa unión «en la obra de la salvación se
manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su
muerte» (ib., 57).
Con
la mirada iluminada por el fulgor de la Resurrección, nos detenemos a
considerar la adhesión de la Madre a la pasión redentora del Hijo, que se
realiza mediante la participación en su dolor. Volvemos de nuevo, ahora en la
perspectiva de la Resurrección, al pie de la cruz, donde María «sufrió
intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de Madre que,
llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima»
(ib., 58).
Con
estas palabras, el Concilio nos recuerda la «compasión de María», en cuyo
corazón repercute todo lo que Jesús padece en el alma y en el cuerpo,
subrayando su voluntad de participar en el sacrificio redentor y unir su
sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.
Además,
el texto conciliar pone de relieve que el consentimiento que da a la inmolación
de Jesús no constituye una aceptación pasiva, sino un auténtico acto de amor,
con el que ofrece a su Hijo como «víctima» de expiación por los pecados de toda
la humanidad.
Por
último, la Lumen gentium pone a la Virgen en relación con Cristo,
protagonista del acontecimiento redentor, especificando que, al asociarse «a su
sacrificio», permanece subordinada a su Hijo divino.
3-En
el cuarto evangelio, san Juan narra que «junto a la cruz de Jesús estaban su
madre y la hermana de su madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena» (Jn
19,25). Con el verbo «estar», que etimológicamente significa «estar de pie»,
«estar erguido», el evangelista tal vez quiere presentar la dignidad y la
fortaleza que María y las demás mujeres manifiestan en su dolor.
En
particular, el hecho de «estar erguida» la Virgen junto a la cruz recuerda su
inquebrantable firmeza y su extraordinaria valentía para afrontar los
padecimientos. En el drama del Calvario, a María la sostiene la fe, que se
robusteció durante los acontecimientos de su existencia y, sobre todo, durante
la vida pública de Jesús. El Concilio recuerda que «la bienaventurada Virgen
avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo
hasta la cruz» (Lumen gentium, 58).
A
los crueles insultos lanzados contra el Mesías crucificado, ella, que compartía
sus íntimas disposiciones, responde con la indulgencia y el perdón, asociándose
a su súplica al Padre: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
Partícipe del sentimiento de abandono a la voluntad del Padre, que Jesús
expresa en sus últimas palabras en la cruz: «Padre, a tus manos encomiendo mi
espíritu» (Lc 23,46), ella da así, como observa el Concilio, un consentimiento
de amor «a la inmolación de su Hijo como víctima» (Lumen gentium, 58).
4-En
este supremo «sí» de María resplandece la esperanza confiada en el misterioso
futuro, iniciado con la muerte de su Hijo crucificado. Las palabras con que
Jesús, a lo largo del camino hacia Jerusalén, enseñaba a sus discípulos «que el
Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos
sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días» (Mc 8,31),
resuenan en su corazón en la hora dramática del Calvario, suscitando la espera
y el anhelo de la Resurrección.
La
esperanza de María al pie de la cruz encierra una luz más fuerte que la
oscuridad que reina en muchos corazones: ante el sacrificio redentor, nace en
María la esperanza de la Iglesia y de la humanidad.
[L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 4-IV-97]
«MUJER, HE AHÍ A TU
HIJO»
Catequesis de Juan Pablo II (23-IV-97)
Catequesis de Juan Pablo II (23-IV-97)
1-Después
de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del
Señor, san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo
a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice
al discípulo: "He ahí a tu madre"» (Jn 19,26-27).
Estas
palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»:
revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran
riqueza de significados para la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el
Mesías crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al
discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre María y los
cristianos.
Esas
palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad
filial de Jesús hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo
predilecto, van mucho más allá de la necesidad contingente de resolver un
problema familiar. En efecto, la consideración atenta del texto, confirmada por
la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa
doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para
comprender el papel de la Virgen en la economía de la salvación.
Las
palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención
no es confiar su madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole
una nueva misión materna. Además, el apelativo «mujer», que Jesús usa también
en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva dimensión de su misión de
Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple
sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más
elevado.
2-La
muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de
por sí sus condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para
comenzar su vida pública, Jesús ya había dejado sola a su madre. Además, la
presencia al pie de la cruz de su pariente María de Cleofás permite suponer que
la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes, entre los
cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.
Las
palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el
marco de la misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio
redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el
evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso
significativo: «Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19,28), como si
quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a
Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la
obra de la salvación.
3-La
realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María
con respecto al discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó
a Jesús a dar su vida por todos los hombres. En el Calvario ese amor se
manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte también en
madre nuestra.
Es
preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan
como hijo suyo; pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano,
ya desde el inicio, como signo de una generación espiritual referida a la
humanidad entera.
La
maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario,
recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3,20). Sin embargo, mientras
ésta había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María,
coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención. Así, en la Virgen, la
figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la tarea de
difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.
Con
miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy
doloroso, de aceptar la muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer,
he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la nueva relación materna que
prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye, por
consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente
acoge, adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la
maternidad de María estaba destinada desde el inicio a extenderse a toda la
humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del sacrificio de Cristo, se
manifiesta en su dimensión universal.
Las
palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo
a María madre de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de
la gracia divina.
4-Jesús
en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero
instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En
esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad
no sea interpretada en sentido vago, sino que indique la intensa y personal
relación de María con cada uno de los cristianos.
Ojalá
que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta
de María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza
a su amor materno.
[L'Osservatore Romano,
edición semanal en lengua española, del 25-IV-97]
«HE
AHÍ A TU MADRE»
Catequesis de Juan Pablo II (7-V-97)
Catequesis de Juan Pablo II (7-V-97)
1-Jesús,
después de haber confiado el discípulo Juan a María con las palabras: «Mujer,
he ahí a tu hijo», desde lo alto de la cruz se dirige al discípulo amado,
diciéndole: «He ahí a tu madre» (Jn 19,26-27). Con esta expresión, revela a
María la cumbre de su maternidad: en cuanto madre del Salvador, también es la
madre de los redimidos, de todos los miembros del Cuerpo místico de su Hijo.
La
Virgen acoge en silencio la elevación a este grado máximo de su maternidad de
gracia, habiendo dado ya una respuesta de fe con su «sí» en la Anunciación.
Jesús
no sólo recomienda a Juan que cuide con particular amor de María; también se la
confía, para que la reconozca como su propia madre.
Durante
la última cena, «el discípulo a quien Jesús amaba» escuchó el mandamiento del
Maestro: «Que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12) y,
recostando su cabeza en el pecho del Señor, recibió de él un signo singular de
amor. Esas experiencias lo prepararon para percibir mejor en las palabras de
Jesús la invitación a acoger a la mujer que le fue dada como madre y a amarla
como él con afecto filial.
Ojalá
que todos descubran en las palabras de Jesús: «He ahí a tu madre», la
invitación a aceptar a María como madre, respondiendo como verdaderos hijos a
su amor materno.
2-A
la luz de esta consigna al discípulo amado, se puede comprender el sentido
auténtico del culto mariano en la comunidad eclesial, pues ese culto sitúa a
los cristianos en la relación filial de Jesús con su Madre, permitiéndoles
crecer en la intimidad con ambos.
El
culto que la Iglesia rinde a la Virgen no es sólo fruto de una iniciativa
espontánea de los creyentes ante el valor excepcional de su persona y la
importancia de su papel en la obra de la salvación; se funda en la voluntad de
Cristo.
Las
palabras: «He ahí a tu madre» expresan la intención de Jesús de suscitar en sus
discípulos una actitud de amor y confianza en María, impulsándolos a reconocer
en ella a su madre, la madre de todo creyente.
En
la escuela de la Virgen, los discípulos aprenden, como Juan, a conocer
profundamente al Señor y a entablar una íntima y perseverante relación de amor
con él. Descubren, además, la alegría de confiar en el amor materno de María,
viviendo como hijos afectuosos y dóciles.
La
historia de la piedad cristiana enseña que María es el camino que lleva a
Cristo y que la devoción filial dirigida a ella no quita nada a la intimidad
con Jesús; por el contrario, la acrecienta y la lleva a altísimos niveles de
perfección.
Los
innumerables santuarios marianos esparcidos por el mundo testimonian las maravillas
que realiza la gracia por intercesión de María, Madre del Señor y Madre
nuestra.
Al
recurrir a ella, atraídos por su ternura, también los hombres y las mujeres de
nuestro tiempo encuentran a Jesús, Salvador y Señor de su vida.
Sobre
todo los pobres, probados en lo más íntimo, en los afectos y en los bienes,
encontrando refugio y paz en la Madre de Dios, descubren que la verdadera
riqueza consiste para todos en la gracia de la conversión y del seguimiento de
Cristo.
3-El
texto evangélico, siguiendo el original griego, prosigue: «Y desde aquella hora
el discípulo la acogió entre sus bienes» (Jn 19,27), subrayando así la adhesión
pronta y generosa de Juan a las palabras de Jesús, e informándonos sobre la
actitud que mantuvo durante toda su vida como fiel custodio e hijo dócil de la
Virgen.
La
hora de la acogida es la del cumplimiento de la obra de salvación. Precisamente
en ese contexto, comienza la maternidad espiritual de María y la primera
manifestación del nuevo vínculo entre ella y los discípulos del Señor.
Juan
acogió a María «entre sus bienes». Esta expresión, más bien genérica, pone de
manifiesto su iniciativa, llena de respeto y amor, no sólo de acoger a María en
su casa, sino sobre todo de vivir la vida espiritual en comunión con ella.
En
efecto, la expresión griega, traducida al pie de la letra «entre sus bienes»,
no se refiere a los bienes materiales, dado que Juan -como observa san Agustín
(In Ioan. Evang. tract., 119,3)- «no poseía nada propio», sino a los
bienes espirituales o dones recibidos de Cristo: la gracia (Jn 1,16), la
Palabra (Jn 12,48; 17,8), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17), la Eucaristía (Jn
6,32-58) ... Entre estos dones, que recibió por el hecho de ser amado por
Jesús, el discípulo acoge a María como madre, entablando con ella una profunda
comunión de vida (cf. Redemptoris Mater, 45, nota 130).
Ojalá
que todo cristiano, a ejemplo del discípulo amado, «acoja a María en su casa» y
le deje espacio en su vida diaria, reconociendo su misión providencial en el
camino de la salvación.
[L'Osservatore
Romano, edición semanal en lengua española, del 9-V-97]
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