Santa Bernadette Soubirous
tuvo la dicha de contemplar la incomparable belleza de la Santísima Virgen. Al
no poder describirla, por la limitación del lenguaje humano, dijo: “Es tan hermosa que cuando se
le ha visto, aunque sea una vez, quisiera una morirse para volver a verla”. Cuentan sus biógrafos que cuando la
santa intentaba imitar la sonrisa y expresión de la Virgen, su rostro se volvía
bellísimo y angelical, causando gran asombro en los presentes.
Celebramos con gozo una gran
solemnidad mariana en honor a su Inmaculada Concepción. El dogma de fe declara que, por
una gracia especial de Dios, Ella fue preservada de todo pecado desde su
concepción. Fue
proclamado por el Papa Pío IX el 8 de diciembre de 1854, en su bula Ineffabilis Deus.
Siglos antes en España ya existía una gran devoción a la Inmaculada.
La Virgen no
tiene mácula de pecado. Es bella sin parangón porque Dios la preservó de toda
fealdad y corrupción, consecuencia del pecado original. Algunos santos veían el
auténtico aspecto, terrorífico y hediondo, de las almas que no estaban en
gracia. No hablemos más de la fealdad del pecado. Cantemos la belleza de
Aquella concebida sin pecado, que aplastó la cabeza a la sierpe infernal.
Meditemos sobre su belleza, no sólo la interior, manantial de todas las
virtudes, sino sobre su belleza física indescriptible. Limitados para
comprender misterios tan inefables vamos a hacerlo a través de los santos, los
que mejor han expresado su hermosura.
El historiador D. Rafael María Molina,
gran devoto de la Virgen, comparte con nosotros las principales reflexiones de
los santos en torno a la belleza de Nuestra Madre del Cielo.
¿Por
qué es tan difícil describir la belleza de María?
Porque es un
osado propósito hablar con lenguaje humano sobre la exquisita hermosura de la
Virgen María. En este punto se detiene la lengua y se frena la escritura.
Porque no es posible expresar algo tan sublime, que no se puede comprender con
nuestro limitado entendimiento. No obstante, algo hemos de decir, como niños
pequeños, si deseamos bosquejar el retrato y álbum de las perfecciones de la
Virgen. Sus admirables virtudes realzan todavía más la hermosura de su
naturaleza y de sus gracias y son las joyas con que se adorna.
Santo
Tomás de Aquino,
el doctor angélico,
insiste en el principio de que cuanto más cerca está una cosa de su origen
tanto más participa de su bondad, de su verdad y de su hermosura soberana. En
virtud de esta enseñanza, queda claro, que la Madre de Dios es la criatura más
cercana a la Divinidad, más emparentada con la Trinidad Beatísima y por eso le
convenían todas las perfecciones, incluida la belleza exterior. Además, la
Santísima Virgen conservaba toda la hermosura, que nos está privada a los demás
por el pecado original. Y todavía la aumentó inmensamente con la gracia de su
Inmaculada Concepción.
¿Por
qué convenía que la Virgen fuese bella, no sólo espiritual, sino físicamente?
Porque el cuerpo de la Virgen fue
ordenado para que preparara carne divinísima al Verbo de Dios. Por ello
convenía que su cuerpo estuviera perfectísimamente formado y que la materia
fuera la idónea para obra tan grande como la que se había de edificar. Cristo,
careciendo de padre terreno, fue totalmente semejante a su Madre con la lógica
diferenciación de sexos. Afirma Santo
Tomás de Villanueva que
Cristo fue enteramente parecido a su Madre no sólo en el aspecto sino en las
costumbres, palabras y porte.
San
Antonino dice al respecto:
“La
Santísima Virgen tuvo una apariencia óptima y una complexión corporal
perfectísima”. El alma de María, adornada con las más
excelentes dotes, exigía un cuerpo exquisito en el que se reflejara la plenitud
de la Gracia que había recibido.
Explica el padre Alastruey que Dios al
formar al primer hombre tenía en su mente a Cristo, cuyo origen tenía que venir
de Adán. Tertuliano
imagina a todo un Dios ocupado y consagrado con manos, sentido,
obra y sabiduría trazando los rasgos de la Virgen y el afecto con que lo hacía.
Si Dios formó con tal cuidado el cuerpo de Adán porque de él, después de muchas
generaciones, tomaría carne el Verbo, mucho más cuidado, consejo, providencia y
afecto habría de tener en la formación del cuerpo y del rostro de María, de la
cuál iba a nacer en una única generación.
¿Cómo
describen los santos teólogos la belleza de María, irradiación de sus virtudes?
Todos los
teólogos santos han sido muy devotos de María y serían interminables las
referencias a su belleza y hermosura en todos los órdenes. A modo de pincelada
podemos citar algunas:
San
Ambrosio escribió un excelente retrato sobre la
hermosura de la Virgen:
“Nada
de sombrío ni de duro en su mirada; ni el más mínimo atisbo de orgullo en su
gesto ni en su forma de caminar. Nada de inmoderado en sus palabras ni en el tono
de su voz. En todos sus movimientos había algo tan sublime que al andar parecía
no tanto apoyarse sobre la tierra, como ascender a cada paso un nuevo peldaño
de la perfección”.
Santo
Tomás de Villanueva expresó con precisión otra de las
condiciones de la belleza de nuestra Santísima Madre:
“La
pura Inmaculada Virgen hacía vírgenes a los que la miraban: era una virginidad
fecunda en virginidades”.
Lo mismo expresó San Buenaventura,
quien recibió esta doctrina de su maestro Alejandro
de Arles, quien enseñaba:
“La
Bienaventurada Virgen por su solo aspecto extinguía en los que la miraban toda
impresión de concupiscencia”.
San
Ambrosio escribió:
“Tan
grande era su gracia que no sólo conservaba en ella la flor de su virginidad, sino
que inspiraba también a todos los que se acercaban, el amor de la castidad.
Como Ella visitó a San Juan Bautista, no es extraño que este dichoso Niño
quedase puro de cuerpo, pues que la Madre del Señor le había embalsamado
durante 3 meses con el aceite de su presencia y el perfume de su hermosura”.
San
Juan Damasceno abundó en la misma idea:
“¿Cómo
describiré la belleza de vuestro rostro, vuestra dulce alegría y conversación
amable que emana de un corazón todo bondad?”.
San
Francisco de Sales ponderaba la belleza de la Virgen
llamándola aurora del día eterno:
“Ayer
me di cuenta de la dicha de ser hijo, aunque indigno de nuestra gloriosa Madre,
estrella del Mar, hermosa como la luna”.
¿Cómo
la describen los santos que han tenido el privilegio de haberla visto en vida,
así como los videntes de las apariciones reconocidas por la Iglesia?
Lucía
de Fátima la describió así:
“Llevaba
un vestido blanco que le llegaba casi hasta los pies. Le cubría la cabeza un
manto blanco y de la misma largura. Su vestido tenía dos cordones dorados que
caían del cuello y se juntaban en una borla dorada a la altura de la cintura.
La edad que representaba era de unos 15 años. El resplandor que la envolvía era
muy brillante y más bonito que la luz del sol. Sus pies eran de color blanco,
creo que llevaba medias”.
Maximino
Giraud y Melanie Mathieu (los niños de la Salette):
“La
Señora era alta y de apariencia majestuosa. Tenía un vestido blanco con un
delantal ceñido a la cintura, no se podría decir que era de color dorado pues
estaba hecho de una tela no material, más brillante que muchos soles. Sobre sus
hombros lucía un precioso chal blanco con rosas de diferentes colores en los
bordes. Sus zapatos blancos tenían el mismo tipo de rosas. De su cuello colgaba
una cadena con un crucifijo. De su cabeza una corona de rosas irradiaba rayos
luminosos como una diadema. En sus preciosos ojos, las lágrimas rodeaban sus
mejillas. Una luz más brillante que el sol pero distinta a éste le rodeaba.
Santa
Catalina Labouré:
“Creí
oír un roce como de un vestido de seda y vi a la Santísima Virgen. De mediana
estatura, su rostro era tan bello que no podría describirlo”.
Santa
Faustina Kowalska vio así a la Madre de Dios:
“Entre
una gran claridad vi a la Santísima Virgen con una túnica blanca, ceñida de un
cinturón de oro, y unas pequeñas estrellas también de oro en todo el vestido. […]
Tenía un manto de color zafiro, puesto ligeramente sobre los hombros. En la
cabeza tenía un velo liviano transparente, el cabello suelto arreglado
espléndidamente y una corona de oro” Otro día la vio bajo un aspecto
ligeramente diferente “Durante
la Santa Misa vi a la Virgen Santísima tan resplandeciente y bella que no
encuentro palabras para expresar ni siquiera la más mínima parte de su belleza.
Era toda blanca, ceñida con una faja azul, el manto también azul, la corona en
su cabeza. De toda la imagen irradiaba un resplandor inconcebible”.
Santa
Teresa de Jesús describía así a la Reina del Cielo:
“Era
grandísima la hermosura que vi en Nuestra Señora, vestida de blanco con
grandísimo resplandor que no deslumbraba porque era suave. Me parecía Nuestra
Señora muy Niña…”.
Para
concluir estas reflexiones sobre su belleza, ¿El gozo de los bienaventurados en
el cielo se aumenta por la presencia y visión de la gloriosísima Virgen María?
Efectivamente. Por ejemplo, Dionisio el Cartujano,
importante asceta medieval, afirmaba:
“la
presencia y la vista de la Virgen en el Reino de los Cielos aumenta
inefablemente el premio de los bienaventurados”.
La famosa obra mariana, Tratado de la Virgen Santísima del canónigo Gregorio Alastruey, uno
de los mayores textos marianos en español del siglo XX, insiste en este punto.
Como el gozo nace del amor, cuanto más se ama a alguien más se goza en su
presencia en contemplación y estando en su compañía. Las almas salvadas saben,
y tienen conocimiento de ello en el cielo, que en orden a su salvación han
debido más a la Santísima Virgen que a todos los santos juntos.
El conocer,
como sabremos entonces, que en tantas ocasiones nuestra querida Madre nos salvó
de peligros y ocasiones de pecados, nos llenará de gratitud hacia Ella. El
saber que tal vez íbamos a morir en pecado grave y su intercesión nos concedió
tiempo de conversión, hará que la amemos con gran intensidad filial, como hijos
perpetuamente agradecidos. Y ello nos hará inmensamente felices disfrutando
además de su eterna compañía de una forma parecida a como un niño muy pequeño
se siente inmensamente feliz sólo con saber que tiene a su madre cerca.
San
Leonardo de Porto Mauricio,
extraordinario predicador del siglo XVIII decía que cuando entremos en el Cielo:
“veremos a nuestra soberana Emperatriz
acogiéndonos con una amabilísima sonrisa y fijando en nosotros una de esas
miradas que enamoran al Paraíso. Llena de alegría nos dirá: “Venid que yo
también quiero bendeciros”. Echándonos sus brazos al cuello nos dará un abrazo
de Madre”.
Javier
Navascués
Visto en adelante la fe
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