Esta
será la cuarta Navidad desde que falleció mi padre. Supongo que en esta época
del año todos extrañan a los difuntos de su familia; sé que yo sí. ¡Mi padre
amaba la Navidad! De hecho, a veces me pregunto qué impacto tuvieron esas
celebraciones exuberantes del nacimiento de Cristo en la fe de sus nueve hijos,
cada uno de los cuales continúa practicando la vieja fe hasta el día de hoy. Él
creía que así como el Adviento —la “mini-Cuaresma”— debía observarse
cuidadosamente, con muchas obras de misericordia corporales y espirituales,
también la Navidad debía ser festejada con toda la alegría y el gusto que una
familia católica podía armar.
Él
sabía que los niños no nacen de teólogos que captan las complejidades de los
grandes misterios de la fe a una edad temprana. La fe necesita ser administrada
de a cucharadas, por lo tanto para él las costumbres infantiles de la Navidad
eran adaptadas para infundir el amor por la fe antes de que los niños fueran lo
suficientemente grandes como para comenzar a entenderla. Qué pena es ver padres
católicos bien intencionados desechando esas costumbres por completo en un
esfuerzo equivocado por contrarrestar la comercialización de la Navidad. Nada
de regalos, nada de alegría o de fiesta en Navidad. ¡Ay, también están
desechando al bebé!
En
un mundo gris donde —en lugar de la rectitud y la paz— se han abrazado el
pesimismo y el cinismo, debemos cuidar de no robarles a nuestros niños la
maravilla y la alegría de la Navidad —el semillero para la fe de un niño.
Nuestros
pobres niños pueden vivir lo suficiente como para ver la Navidad prohibida por
completo en nuestro valiente mundo moderno, como lo fue cuando los peregrinos
inventaron el Día de Acción de Gracias por desprecio a la fiesta “papista” de
la Navidad. ¡Desde hace mucho tiempo que los anti-católicos intentan destruir
nuestra gran fiesta, razón por la cual debemos asegurarnos de que en nuestro
entusiasmo por oponernos a la comercialización de la Navidad, no nos convierta
en agentes puritanos trabajando en el mismo fin!
Muchos
católicos se oponen a la costumbre de Papá Noel —esa caricatura poco atractiva
del gran San Nicolás. Admitámoslo, el traje rojo, la figura corpulenta, y el
gorro guardan llamativamente poco parecido con el obispo de Mira del siglo IV;
y el trineo volador y los renos evocan más a un mito pagano que a una verdad
cristiana. Pero pocos han intentado ofrecer una buena alternativa para el viejo
y alegre duende. Por lo tanto ahora quisiera ofrecerles una, reintroduciendo a
los lectores en la vieja costumbre católica de la Navidad que los alemanes
llamaban Christkind, o Cristo Niño, y que los hijos de inmigrantes
europeos en los Estados Unidos llamaron simplemente el Niño Jesús. Esto es lo
que recuerdo…
Mirando
hacia atrás…
Todo
comenzaba en Adviento, cuando con mis siete hermanas y mi hermano nos
preparábamos para el pesebre que permanecería desocupado hasta el día de
Navidad. A medida que avanzaba el Adviento, se promovían a diario las buenas
obras; y cada vez que se determinaba que una buena obra se había realizado, se
colocaba un poco de paja en el pesebre vacío, con la idea de que el Adviento
era el tiempo para preparar una cama en la que dormiría el Niño Jesús tras Su
llegada. Bajo las normas de la vieja costumbre, practicar una virtud era una
parte esencial de la preparación de un niño para la Navidad.
Cada
noche después de la cena, se apagaban las luces mientras se encendían las velas
de la corona de Adviento. Las voces de los niños alzaban la melodía de Ven,
Ven Emmanuel (aunque supongo que no sonaba muy bien). Se veían
sombras y reflejos de las llamas en los rostros de los que estaban en aquel
salón comedor, haciendo fácil a un niño imaginar que se sentaba junto a los
israelitas a esperar la llegada del Mesías.
A
medida que transcurrían las cuatro semanas, tan lentamente como aquellos cuatro
mil años, una pregunta era constante: “¿Han sido suficientes mis sacrificios
como para agradar al Christkind?”. Y por lo tanto las semanas de Adviento
se dedicaban a la preparación y la espera… como debía ser.
Gradualmente,
el pesebre vacío se iba llenando con paja, preparando el escenario para una
Visita celestial. La noche del 23 de diciembre, mi padre colgaba una cortina
sobre la puerta de nuestra sala que, si la paja se había hecho lo
suficientemente abundante, el mismo Niño Jesús convertiría en “sala de Navidad”
en el medio de la noche.
Luego
nos íbamos a dormir, algo aparentemente imposible de conseguir.
Recuerdo
que la mañana del día de Nochebuena estaba marcada por una combinación de
alegría y misterio. Los niños aún en pijamas apenas podían susurrar las
palabras a su exhausta madre: “¿Ha llegado?”.
No
nos permitían acercarnos a la cortina en todo el día, no sea que alguno cayera
en la tentación de “espiar”, poniendo en riesgo la desaparición de aquello
que Christkind pudo haber traído. Entre el amanecer y el atardecer
del día de Nochebuena aprendimos una vida de autodisciplina.
Después
de un día de quehaceres, siestas, y ayuda en la limpieza de la casa, la hora
anticipada de las siete finalmente llegaba. Nos reuníamos en la sala del fondo
a cantar villancicos a la luz de las velas mientras que nuestra madre leía en
voz alta la historia que comenzaba siempre igual: “En aquel tiempo, apareció un
edicto del César Augusto…” Nosotros escuchábamos mientras papá
desaparecía en la “sala de Navidad” para retirar la cortina y realizar los
últimos arreglos del sagrado ritual. Solo él era digno de “ocuparse” de Christkind. La
espera parecía interminable. Luego, de pronto, su voz nos llamaba desde la
oscuridad: “Vengan niños, ha llegado Christkind.”
Ya
sin aliento, hacíamos nuestra procesión con las velas desde el cuarto del fondo
a la sala, cantando las palabras de un viejo villancico alemán que
decía: Ihr Kinderlein, kommet,
O kommet doch all! Zur Krippe her kommet in Bethlehems Stall.
Nos
juntábamos alrededor de mi padre, que estaba arrodillado frente al pesebre.
Hacíamos todo lo posible por no doblar el cuello y mirar hacia el arbolito de
Navidad que estaba a oscuras o a lo que fuera que yacía debajo de él. Cada niño
colocaba una figura en el pesebre, y el más chico ponía al bebé en Su cuna.
Luego, decíamos oraciones, cantábamos villancicos suavemente, recordábamos a
los familiares difuntos, y papá hablaba de aquello maravilloso que había
sucedido hace mucho tiempo “una medianoche en Belén bajo un frío intenso”.
Todavía
puedo ver el modelo de Belén bañado en la luz tenue y pacífica que parecía tan
real como si hubiera sido un pastorcito contemplando a Belén desde una colina.
Puedo escuchar las voces de mi padre y mi madre rezando y cantando al mismo
Bebé real que los pastores y los ángeles adoraron siglos atrás. Ese momento
sagrado era como un portal en el tiempo, donde viajar a la ciudad de David no
solo parecía posible para un niño, sino inminente.
Esas
Nochebuenas de mucho tiempo atrás permanecen vívidas en mi memoria, treinta y
cinco años después. ¿Y los regalos bajo el árbol? No recuerdo muchos de ellos.
No había dudas sobre qué correspondía a la Navidad —podíamos sentirlo en lo
profundo de nuestras almas jóvenes; podíamos verlo en las lágrimas de los ojos
de mi padre cuando rezaba en voz alta; podíamos escucharlo en la voz de mi
madre cuando cantaba suavemente— noche de paz, noche de amor, todo duerme en
derredor.
La
Navidad se trataba del Bebé, de María, de José, y de los pastores, los ángeles,
y Belén. Era algo tan poderoso que podía hacer que la voz de mi padre temblara
en la oscuridad cuando explicaba Quién es el Bebé y qué espera de nosotros.
Sabíamos que Christkind era real porque nuestro padre y nuestra madre
se arrodillaban en el suelo ante el pesebre… rezándole a Él.
Más
tarde, la magia de la Navidad —la fiesta, la celebración de la
familia católica— prorrumpía en júbilo. Se encendía el árbol majestuoso; había
canto y baile; platos con nueces y dulces, entregados especialmente por el
propio Niño Jesús, parecían aparecer de la nada. Y ahí, bajo el árbol, estaban
los regalos, la anteúltima fase del ritual. Él vendría. Él traería pequeñas
recompensas por los esfuerzos del Adviento. La familia estaba unida, unida en
amor mutuo y por el Niño Rey que amábamos de todo corazón.
Deberán
comprender que mis padres no tenían dinero. Y sin embargo, la Navidad llegaba
año tras año, ¡y era digna de un Rey! Eso era parte del milagro. Pero eso era
solo el comienzo. Los juguetes y las cosas buenas para comer se posponían para
ser disfrutados en cada uno de los doce días de Navidad. Ahora, se estaba por
celebrar el alma de la Nochebuena.
Abrigos
y gorros, mitones y bufandas eran los siguientes pasos. La vieja furgoneta
gemía en la noche fría mientras mi padre encendía el motor. Nueve niños eran
subidos al auto, y un rato después los pequeños espiaban por el vidrio cubierto
de escarcha esperando ver la estrella de Belén camino a la misa de medianoche.
El
día de Navidad comenzaba antes de que esa noche llegara a su cierre pacífico,
en una iglesia a media luz, llena del perfume de pinos, de cera de vela, e
incienso. No mucho antes de que el primer rayo de luz del día de Navidad
apareciera por el este, los niños adormecidos trepaban en sus frías camas tan
contentos como un niño pudiera estarlo de este lado de las puertas del cielo.
¡Y por qué no! ¡Había nacido Jesús!
Y
así continúa…
Los
años pasaron tan rápido desde aquellos días de mi niñez, que apenas puedo creer
que los cinco niños que entran en procesión en mi sala cada Nochebuena son
míos, que mi querido padre y una hermana ya no están con nosotros, y que el
resto de nosotros hemos envejecido más de lo que quisiéramos admitir. Pero
extrañamente, el niño Jesús permanece igual y sin cambios. Siempre joven,
siempre nuevo, Él es el mismo hoy como lo era antes. Las imaginaciones de mis
hijos son cautivadas por Él como la mía en aquel entonces. La vida avanza, pero
de alguna manera la Navidad es lo único que permanece igual.
No
hace falta decirlo, para mis niños, Su visita de medianoche en Nochebuena es el
punto culminante del año. ¿Por qué? Porque, como yo lo veo, esta vieja
costumbre navideña europea es profundamente católica. ¡No hay nada
plástico-artificial o falso en ella! A los niños no se les enseña a igualar la
Navidad con el malvado consumismo o el puritanismo sin Dios. Se les enseña la
importancia de celebrar la fiesta. El Adviento es una parte muy esencial del
proceso, así como la misa de medianoche es el clímax.
Incluso
hoy, mis propios niños —caminando sobre las huellas de los niños católicos del
viejo mundo— intercambian actos diarios de bondad y virtud por pequeños trozos
de paja que con amor colocan en el pesebre vacío. Porque pronto, una noche, el
Niño de Belén transformará su hogar y sus almas en un lugar digno de un Rey.
Durante unos momentos milagrosos, la vida se detendrá por completo y la línea
entre el mundo físico y el espiritual se borrará misericordiosamente.
Christkind crea
en los niños un lazo indisoluble entre la alegría de la Navidad —que celebra Su
Nacimiento— y la misma fe católica, que es Su mayor regalo. En la verdadera
Navidad, los dos se hacen uno, y la correcta celebración de ese Santo Día
planta semillas de fe en el pequeño jardín de las almas de los niños incluso
cuando gritan de alegría. A medida que crecen, la fe en Christkind se
transforma naturalmente en creencia en la Presencia Real de Cristo en el
Santísimo Sacramento —el verdadero significado de la Navidad.
No
hay engaño en la costumbre de Christkind, porque sin dudas no hay engaño
en Christkind. Él viene a la tierra en Nochebuena; Su providencia provee
todo lo que necesitamos en esta vida; y Él existe tan ciertamente como
existimos nosotros. Él ha nacido, Él tiene una madre que conocemos y amamos; y
Él viene a nosotros frecuentemente en la misa —la misa de Cristo. Él viene a
nosotros en Navidad. ¿Ha tenido el hombre caído más razones que ésta para hacer
una fiesta y para festejar? Alegrémonos y regocijémonos. ¡Feliz Navidad a
todos y cada uno de ustedes! ¡Jesús ha nacido!
¡Que
esta Navidad la gracia de Christkind esté con todos los lectores
de The Remnant, y que Él los bendiga a cada uno con un feliz y santo año
nuevo!
Michael
Matt
Traducido
por Marilina Manteiga. Artículo
original)
Visto
en Adelante la Fe
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