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domingo, 24 de diciembre de 2017

Esperando al Niño Jesús



Esta será la cuarta Navidad desde que falleció mi padre. Supongo que en esta época del año todos extrañan a los difuntos de su familia; sé que yo sí. ¡Mi padre amaba la Navidad! De hecho, a veces me pregunto qué impacto tuvieron esas celebraciones exuberantes del nacimiento de Cristo en la fe de sus nueve hijos, cada uno de los cuales continúa practicando la vieja fe hasta el día de hoy. Él creía que así como el Adviento —la “mini-Cuaresma”— debía observarse cuidadosamente, con muchas obras de misericordia corporales y espirituales, también la Navidad debía ser festejada con toda la alegría y el gusto que una familia católica podía armar.

Él sabía que los niños no nacen de teólogos que captan las complejidades de los grandes misterios de la fe a una edad temprana. La fe necesita ser administrada de a cucharadas, por lo tanto para él las costumbres infantiles de la Navidad eran adaptadas para infundir el amor por la fe antes de que los niños fueran lo suficientemente grandes como para comenzar a entenderla. Qué pena es ver padres católicos bien intencionados desechando esas costumbres por completo en un esfuerzo equivocado por contrarrestar la comercialización de la Navidad. Nada de regalos, nada de alegría o de fiesta en Navidad. ¡Ay, también están desechando al bebé!

En un mundo gris donde —en lugar de la rectitud y la paz— se han abrazado el pesimismo y el cinismo, debemos cuidar de no robarles a nuestros niños la maravilla y la alegría de la Navidad —el semillero para la fe de un niño.

Nuestros pobres niños pueden vivir lo suficiente como para ver la Navidad prohibida por completo en nuestro valiente mundo moderno, como lo fue cuando los peregrinos inventaron el Día de Acción de Gracias por desprecio a la fiesta “papista” de la Navidad. ¡Desde hace mucho tiempo que los anti-católicos intentan destruir nuestra gran fiesta, razón por la cual debemos asegurarnos de que en nuestro entusiasmo por oponernos a la comercialización de la Navidad, no nos convierta en agentes puritanos trabajando en el mismo fin!

Muchos católicos se oponen a la costumbre de Papá Noel —esa caricatura poco atractiva del gran San Nicolás. Admitámoslo, el traje rojo, la figura corpulenta, y el gorro guardan llamativamente poco parecido con el obispo de Mira del siglo IV; y el trineo volador y los renos evocan más a un mito pagano que a una verdad cristiana. Pero pocos han intentado ofrecer una buena alternativa para el viejo y alegre duende. Por lo tanto ahora quisiera ofrecerles una, reintroduciendo a los lectores en la vieja costumbre católica de la Navidad que los alemanes llamaban Christkind, o Cristo Niño, y que los hijos de inmigrantes europeos en los Estados Unidos llamaron simplemente el Niño Jesús. Esto es lo que recuerdo…

Mirando hacia atrás…

Todo comenzaba en Adviento, cuando con mis siete hermanas y mi hermano nos preparábamos para el pesebre que permanecería desocupado hasta el día de Navidad. A medida que avanzaba el Adviento, se promovían a diario las buenas obras; y cada vez que se determinaba que una buena obra se había realizado, se colocaba un poco de paja en el pesebre vacío, con la idea de que el Adviento era el tiempo para preparar una cama en la que dormiría el Niño Jesús tras Su llegada. Bajo las normas de la vieja costumbre, practicar una virtud era una parte esencial de la preparación de un niño para la Navidad.

Cada noche después de la cena, se apagaban las luces mientras se encendían las velas de la corona de Adviento. Las voces de los niños alzaban la melodía de Ven, Ven Emmanuel (aunque  supongo que no sonaba muy bien). Se veían sombras y reflejos de las llamas en los rostros de los que estaban en aquel salón comedor, haciendo fácil a un niño imaginar que se sentaba junto a los israelitas a esperar la llegada del Mesías.

A medida que transcurrían las cuatro semanas, tan lentamente como aquellos cuatro mil años, una pregunta era constante: “¿Han sido suficientes mis sacrificios como para agradar al Christkind?”. Y por lo tanto las semanas de Adviento se dedicaban a la preparación y la espera… como debía ser.

Gradualmente, el pesebre vacío se iba llenando con paja, preparando el escenario para una Visita celestial. La noche del 23 de diciembre, mi padre colgaba una cortina sobre la puerta de nuestra sala que, si la paja se había hecho lo suficientemente abundante, el mismo Niño Jesús convertiría en “sala de Navidad” en el medio de la noche.

Luego nos íbamos a dormir, algo aparentemente imposible de conseguir.

Recuerdo que la mañana del día de Nochebuena estaba marcada por una combinación de alegría y misterio. Los niños aún en pijamas apenas podían susurrar las palabras a su exhausta madre: “¿Ha llegado?”.

No nos permitían acercarnos a la cortina en todo el día, no sea que alguno cayera en la tentación de “espiar”, poniendo en riesgo la desaparición de aquello que Christkind pudo haber traído. Entre el amanecer y el atardecer del día de Nochebuena aprendimos una vida de autodisciplina.

Después de un día de quehaceres, siestas, y ayuda en la limpieza de la casa, la hora anticipada de las siete finalmente llegaba. Nos reuníamos en la sala del fondo a cantar villancicos a la luz de las velas mientras que nuestra madre leía en voz alta la historia que comenzaba siempre igual: “En aquel tiempo, apareció un edicto del César Augusto…”  Nosotros escuchábamos mientras papá desaparecía en la “sala de Navidad” para retirar la cortina y realizar los últimos arreglos del sagrado ritual. Solo él era digno de “ocuparse” de Christkind. La espera parecía interminable. Luego, de pronto, su voz nos llamaba desde la oscuridad: “Vengan niños, ha llegado Christkind.”

Ya sin aliento, hacíamos nuestra procesión con las velas desde el cuarto del fondo a la sala, cantando las palabras de un viejo villancico alemán que decía:  Ihr Kinderlein, kommet, O kommet doch all! Zur Krippe her kommet in Bethlehems Stall.

Nos juntábamos alrededor de mi padre, que estaba arrodillado frente al pesebre. Hacíamos todo lo posible por no doblar el cuello y mirar hacia el arbolito de Navidad que estaba a oscuras o a lo que fuera que yacía debajo de él. Cada niño colocaba una figura en el pesebre, y el más chico ponía al bebé en Su cuna. Luego, decíamos oraciones, cantábamos villancicos suavemente, recordábamos a los familiares difuntos, y papá hablaba de aquello maravilloso que había sucedido hace mucho tiempo “una medianoche en Belén bajo un frío intenso”.

Todavía puedo ver el modelo de Belén bañado en la luz tenue y pacífica que parecía tan real como si hubiera sido un pastorcito contemplando a Belén desde una colina. Puedo escuchar las voces de mi padre y mi madre rezando y cantando al mismo Bebé real que los pastores y los ángeles adoraron siglos atrás. Ese momento sagrado era como un portal en el tiempo, donde viajar a la ciudad de David no solo parecía posible para un niño, sino inminente.

Esas Nochebuenas de mucho tiempo atrás permanecen vívidas en mi memoria, treinta y cinco años después. ¿Y los regalos bajo el árbol? No recuerdo muchos de ellos. No había dudas sobre qué correspondía a la Navidad —podíamos sentirlo en lo profundo de nuestras almas jóvenes; podíamos verlo en las lágrimas de los ojos de mi padre cuando rezaba en voz alta; podíamos escucharlo en la voz de mi madre cuando cantaba suavemente— noche de paz, noche de amor, todo duerme en derredor.

La Navidad se trataba del Bebé, de María, de José, y de los pastores, los ángeles, y Belén. Era algo tan poderoso que podía hacer que la voz de mi padre temblara en la oscuridad cuando explicaba Quién es el Bebé y qué espera de nosotros. Sabíamos que Christkind era real porque nuestro padre y nuestra madre se arrodillaban en el suelo ante el pesebre… rezándole a Él.

Más tarde, la magia de la Navidad —la fiesta, la celebración de la familia católica— prorrumpía en júbilo. Se encendía el árbol majestuoso; había canto y baile; platos con nueces y dulces, entregados especialmente por el propio Niño Jesús, parecían aparecer de la nada. Y ahí, bajo el árbol, estaban los regalos, la anteúltima fase del ritual. Él vendría. Él traería pequeñas recompensas por los esfuerzos del Adviento. La familia estaba unida, unida en amor mutuo y por el Niño Rey que amábamos de todo corazón.

Deberán comprender que mis padres no tenían dinero. Y sin embargo, la Navidad llegaba año tras año, ¡y era digna de un Rey! Eso era parte del milagro. Pero eso era solo el comienzo. Los juguetes y las cosas buenas para comer se posponían para ser disfrutados en cada uno de los doce días de Navidad. Ahora, se estaba por celebrar el alma de la Nochebuena.

Abrigos y gorros, mitones y bufandas eran los siguientes pasos. La vieja furgoneta gemía en la noche fría mientras mi padre encendía el motor. Nueve niños eran subidos al auto, y un rato después los pequeños espiaban por el vidrio cubierto de escarcha esperando ver la estrella de Belén camino a la misa de medianoche.

El día de Navidad comenzaba antes de que esa noche llegara a su cierre pacífico, en una iglesia a media luz, llena del perfume de pinos, de cera de vela, e incienso. No mucho antes de que el primer rayo de luz del día de Navidad apareciera por el este, los niños adormecidos trepaban en sus frías camas tan contentos como un niño pudiera estarlo de este lado de las puertas del cielo. ¡Y por qué no! ¡Había nacido Jesús!

Y así continúa…

Los años pasaron tan rápido desde aquellos días de mi niñez, que apenas puedo creer que los cinco niños que entran en procesión en mi sala cada Nochebuena son míos, que mi querido padre y una hermana ya no están con nosotros, y que el resto de nosotros hemos envejecido más de lo que quisiéramos admitir. Pero extrañamente, el niño Jesús permanece igual y sin cambios. Siempre joven, siempre nuevo, Él es el mismo hoy como lo era antes. Las imaginaciones de mis hijos son cautivadas por Él como la mía en aquel entonces. La vida avanza, pero de alguna manera la Navidad es lo único que permanece igual.

No hace falta decirlo, para mis niños, Su visita de medianoche en Nochebuena es el punto culminante del año. ¿Por qué? Porque, como yo lo veo, esta vieja costumbre navideña europea es profundamente católica. ¡No hay nada plástico-artificial o falso en ella! A los niños no se les enseña a igualar la Navidad con el malvado consumismo o el puritanismo sin Dios. Se les enseña la importancia de celebrar la fiesta. El Adviento es una parte muy esencial del proceso, así como la misa de medianoche es el clímax.

Incluso hoy, mis propios niños —caminando sobre las huellas de los niños católicos del viejo mundo— intercambian actos diarios de bondad y virtud por pequeños trozos de paja que con amor colocan en el pesebre vacío. Porque pronto, una noche, el Niño de Belén transformará su hogar y sus almas en un lugar digno de un Rey. Durante unos momentos milagrosos, la vida se detendrá por completo y la línea entre el mundo físico y el espiritual se borrará misericordiosamente.

Christkind crea en los niños un lazo indisoluble entre la alegría de la Navidad —que celebra Su Nacimiento— y la misma fe católica, que es Su mayor regalo. En la verdadera Navidad, los dos se hacen uno, y la correcta celebración de ese Santo Día planta semillas de fe en el pequeño jardín de las almas de los niños incluso cuando gritan de alegría. A medida que crecen, la fe en Christkind se transforma naturalmente en creencia en la Presencia Real de Cristo en el Santísimo Sacramento —el verdadero significado de la Navidad.

No hay engaño en la costumbre de Christkind, porque sin dudas no hay engaño en Christkind. Él viene a la tierra en Nochebuena; Su providencia provee todo lo que necesitamos en esta vida; y Él existe tan ciertamente como existimos nosotros. Él ha nacido, Él tiene una madre que conocemos y amamos; y Él viene a nosotros frecuentemente en la misa —la misa de Cristo. Él viene a nosotros en Navidad. ¿Ha tenido el hombre caído más razones que ésta para hacer una fiesta y para festejar? Alegrémonos y regocijémonos. ¡Feliz Navidad a todos y cada uno de ustedes! ¡Jesús ha nacido!

¡Que esta Navidad la gracia de Christkind esté con todos los lectores de The Remnant, y que Él los bendiga a cada uno con un feliz y santo año nuevo!

Michael Matt
Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original)


Visto en Adelante la Fe


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