SAN ROQUE DE MONTPELLIER
(1295-1327)
Festividad: 16 de agosto
Nacido de noble e ilustre cuna, al
quedar huérfano de padre y madre, profesó la Regla de la Tercera Orden
Franciscana y distribuyó sus cuantiosos bienes entre los pobres. Emprendió una
vida de peregrino, dedicado a la penitencia y a las obras de misericordia.
Cuando la peste se extendió por Italia, recorrió los pueblos aliviando a los
enfermos y curando a muchos de ellos.
Expiraba el siglo XIII. El
gobernador de Montpellier, Juan, y su esposa Libera, vasallos de Jaime II de
Aragón, pedían a Dios instantemente premiase sus virtudes dando fruto de
bendición a su nobilísima casa. Pero los años de infecundo matrimonio corrían
arrebatando la esperanza de prole a la ya anciana Libera, cuando, una noche, el
crucifijo ante el que oraba pareció dirigirle prodigiosamente alentadoras
voces, y poco después un feliz suceso llenaba de regocijo la ciudad. La
multitud corría al palacio del gobernador real, donde un inesperado natalicio
aseguraba la sucesión a la estirpe de Juan y de Libera. El recién nacido
mostraba en el pecho y en el hombre izquierdo una cruz rojiza en la piel, como
grabada a fuego, signo de su maravilloso destino. Por la robustez del neófito,
recibió en el bautismo el nombre de Roca, y por aquel signo misterioso que
le adornaba pecho y espalda, el apellido de la Cruz. Todo, pues, señaló
desde el principio la extraordinaria carrera de aquel niño. En efecto, una
predisposición natural para la virtud se reveló muy pronto en sus costumbres,
hasta tal punto que parecía instruido de superior asistencia en la práctica del
bien. Hagiógrafos posteriores han llegado a suponer que el mismo San Pablo tomó
a su cargo la dirección espiritual de aquel angelical muchacho.
A los doce años de edad perdió a su
padre y a los veinte a su madre, quedando heredero de cuantiosas riquezas. Dios
le había quitado lo único que podía retenerle en el plano social de lujos y
honores en que había nacido: sus padres. Lo demás, las riquezas con todo su
séquito mundano, Dios iba modelando su espíritu para darles superior empleo. No
sería inverosímil, además, que durante la mocedad virtuosa Roque hubiera
frecuentado las aulas universitarias de Montpellier y se hubiera iniciado en la
ciencia de Esculapio, la medicina. Así la Providencia planearía suavemente el
destino prefijado a aquel doncel extraordinario. Una tradición unánime admite
que aceptó, apenas quedó libre y dueño de sí, la regla de la Venerable
Orden Tercera de San Francisco, y un hecho indubitable lo confirma: Roque
abrazó amorosamente la virtud franciscana por excelencia: la pobreza. Vendió
sus bienes y los dio a los pobres.
Al mismo tiempo, aquel apuesto y
rico muchacho no había cursado estudios eclesiásticos ni monacales, ni se
hallaba equipado para ejercer los ministerios propios de los sacerdotes. Para
seguir a Jesucristo él había cumplido la primera parte de su llamamiento:
«Vende cuanto tienes y dalo a los pobres». Pero ¿cómo cumplir la segunda parte,
«Ven y sígueme»?
Los acontecimientos de la historia
acudieron a darle la respuesta. Del lado de allá de los Alpes empezaron a oírse
en Montpellier gritos de angustia. La peste, el terrible azote de los pueblos
en la Edad Media, se cebaba en la capital del orbe católico y en las
principales ciudades de Lombardía. El camino estaba trazado. En alas de la
caridad, sale furtivamente de Montpellier, atraviesa por trochas y descaminos
la Provenza para despistar posibles seguidores de su parentela y entra en
Italia pobre y desconocido. Va como una flecha al encuentro de la terrible
enfermedad que despuebla el norte de Italia; hace de médico, de enfermero, de
herbolario y de sepulturero. Hacía frente al contagio por todos sus flancos,
ofrecía remedio heroico en todas las situaciones de la calamidad pública,
derrochaba el bálsamo de la caridad en todos los dolores físicos y morales que
la epidemia iba sembrando por todos los caminos. Así llega a Roma, a la Roma
sin Papas, que sufre, a más de la peste, la cautividad de Aviñón, y allí Roque
se supera, su virtud se pone a la altura de la tragedia, y su figura, como
encarnación del consuelo y de agente misterioso de la misericordia divina,
emergiendo a todas horas y en todas partes entre los apestados, cobra el
prestigio sobrenatural de lo milagroso. Lo que no era más que caridad sin
límites, caridad heroica, aparece a los ojos de los enfermos como poder
extraordinario de una fuerza taumatúrgica. ¡Qué más taumaturgia que la caridad
de Cristo adueñada ilimitadamente de un corazón humano!
Pero la multitud no estaba para
teologías. Presa del pavor ante la muerte, aclama a Roque como a un demiurgo
celeste que dispone de los poderes de Dios para abrir o cerrar los sepulcros. Y
Roque, tan humilde como caritativo, huye de Roma, teatro de sus triunfos y de
sus aclamaciones y cae en Plasencia, tan incógnito e indocumentado como había
tres años antes entrado en Roma.
Su irresistible vocación belicosa
contra los agentes del dolor le guía al hospital y prosigue su actuación
caritativa junto a las yacijas de los desamparados del mundo. Allí merece que
Dios le eleve al plano de sus amigos escogidos. Hasta ahora Roque ha sido la
victoria sobre la enfermedad y la desgracia; ahora va a ser la víctima de una y
de otra. Una llaga asquerosa apareció sobre su carne hasta allí inmune al
contacto de los apestados, y el milagroso, el aclamado Roque fue un apestado
más, tan repelente y despreciado como los que él había arrancado de la segura
muerte.
Excluido primero del hospital y
después hasta de los muros de Plasencia, se interna por el bosque en dirección
de los Alpes. ¿Su alimento? Un lebrel cada mañana viene zalamero con un pan en
la boca, y, hecho su presente, le lame la llaga de la pierna, pagándole con
limitado alivio los alivios ilimitados que tantos enfermos habían recibido de
sus manos.
Roque vuelve al fin a Montpellier a los
ocho años de ausencia, desfigurado por la enfermedad, los trabajos y la
penitencia. Nadie le reconoce ni se acuerda de su nombre. El país arde en
guerras y alguien le denuncia como posible espía. El juez le interroga y Roque
deja que la Providencia cumpla sus designios sobre su vida. El juez desprecia
su silencio y le manda poner a buen recaudo en la cárcel pública.
Allí el alma de Roque consuma en
silencio y en olvido de todo y de todos su dejación absoluta en la voluntad
divina, viviendo plenamente el «Solo Dios basta». Y cuando yace muerto en el
sumo abandono del mundo, Dios convierte el mísero petate del preso en trono de
honor. Alguien descubre su incógnito, corre la voz de que Roque el noble, el
antiguo y generoso magnate ha vuelto a su ciudad y está muerto en la cárcel. La
apoteosis se organiza como por arte de magia. Un grito unánime se oye por
doquier: ¡Es el mismo! ¡Es el mismo! Y el cielo devuelve el eco del grito
multitudinario: ¡Es un santo! ¡Es un santo! Los prodigios vienen rápidamente a
sellar la verdad de aquel aserto. Roque sigue haciendo muerto lo que hizo vivo:
curar, sanar, purificar los aires mefíticos, expulsar las epidemias y disputar
sus presas al dolor y a la muerte.
Miguel Herrero García, San Roque, en año Cristiano, Tomo
III, Madrid, Ed. Católica (BAC185), 1959, pp. 407-410.
Visto en Franciscanos.org
ORACIONES
A SAN ROQUE
ORACIÓN I
Glorioso San Roque, rogad por
nosotros que, por nuestros pecados, no nos atrevemos a presentarnos delante de
Dios. Padrenuestro, avemaría y gloria.
Roque santo, rogad por nosotros a
Dios, que es Padre de misericordia, ahora que gozáis de su vista en la gloria celestial. Padrenuestro,
avemaría y gloria.
San Roque glorioso, presentad
nuestras humildes súplicas, uniéndolas a las de la Inmaculada Virgen María y a
las de todos los Santos Franciscanos, para que seamos oídos y podamos dar a
todos las gracias en el nombre de Jesús. Padrenuestro, avemaría y gloria.
La cruz
santa + selle nuestra frente.
La cruz, santa + selle nuestra boca.
La cruz santa + selle nuestro corazón.
Por el amor que a la cruz profesó
San Roque, con cuya señal libró a los pueblos del mal contagioso, libradnos,
Señor.
V. Rogad a Cristo, Roque santo, en
todas nuestras flaquezas.
R. Para que seamos dignos de sus promesas,
R. Para que seamos dignos de sus promesas,
ORACIÓN.- Oh, Dios, que por medio de
vuestro Ángel presentasteis al Bienaventurado San Roque una tablilla escrita,
prometiéndole que cualquiera que de corazón le invocare quedaría libre de los
estragos de la peste, concedednos la gracia de que celebrando su gloriosa
memoria, mediante sus méritos y ruegos, seamos libres de todo contagio tanto de
cuerpo como de alma. Por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.
ORACIÓN II
Oh glorioso San Roque, que por
vuestro ardiente amor a Jesús habéis abandonado riquezas y honores y buscasteis
la humillación, enseñadme a ser humilde ante Dios y los hombres. Alcanzadme la
gracia de apreciar en su debido valor las riquezas y los honores de la vida
para que no sean para mi lazo de eterna perdición.
Os lo pido humildemente, oh glorioso
San Roque, para que seamos dignos de seguiros en el camino que lleva a la
salvación eterna.
Libradme de toda enfermedad
corporal. Alcanzadme el favor que os pido si es para honra vuestra, gloria de
Dios y salvación de mi alma. Amén.
ORACIÓN III
Misericordiosísimo y benignísimo
Señor, que con paternal providencia castigáis nuestras culpas, y por la
infección del aire nos quitáis la salud y la vida corporal, para que
reconociéndonos y humillándonos en vuestro acatamiento, nos deis la vida
espiritual de nuestras almas: yo os suplico humildemente por la intercesión de
San Roque, que si es para vuestra mayor gloria, y provecho de nuestras almas,
me guardéis a mí y a toda esta familia y patria de cualquiera enfermedad y mal
contagioso y pestilente, y nos deis entera salud de alma y cuerpo, para que en
vuestro santo templo os alabemos y perpetuamente os sirvamos.
Y vos, oh bienaventurado Santo, que
para ejemplo de paciencia, y mayor confianza en vuestro patrocinio, quiso Dios
que fueseis herido de pestilencia, y que en vuestro cuerpo padecieseis lo que
otros padecen, y de vuestros males aprendieseis a compadeceros de los ajenos y
socorrieseis a los que están en semejante agonía y aflicción, miradnos con
piadosos ojos, y libradnos, si nos conviene, de toda mortandad, por medio de
vuestras fervorosas oraciones, alcanzadnos gracia del Señor, para que en
nuestro cuerpo sano o enfermo viva nuestra alma sana, y por esta vida temporal,
breve y caduca lleguemos a la eterna y gloriosa, y con vos gocemos de ella en
los siglos de los siglos. Amén.
ORACIÓN IV
San Roque, por los ejemplos que nos
diste de pobreza, paciencia y caridad con los enfermos, te imploramos tu
intercesión para imitarte y conseguir la protección de Cristo, Señor universal;
especialmente contra la contaminación de los elementos naturales y de las
costumbres. Confiamos que como tantas veces socorriste a nuestros antepasados,
también ahora lo hagas con nosotros. Amén.
ORACIÓN V
Todopoderoso y sempiterno Dios, que por los méritos
e intercesión del bienaventurado San Roque, tu Confesor, hiciste en otro tiempo
cesar una peste general que desolaba al género humano. Dígnate conceder a
nuestros ruegos, que todos los que llenos de confianza en tu misericordia te
suplicaren los preserves de semejante azote, sean libres, por la intercesión de
tu glorioso Confesor, así de esta enfermedad como de todo lo que pueda turbar
su quietud. Por Nuestro Señor Jesucristo, que contigo vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario