«La Iglesia
del Dios vivo, columna y cimiento de la verdad» (1Tim 3,15)
Declaración
de las verdades relacionadas con algunos de los errores más comunes en la vida
de la Iglesia de nuestro tiempo
Fundamentos de la Fe
1. El
sentido correcto de las expresiones tradición viva, Magisterio vivo,
hermenéutica de la continuidad y desarrollo de la doctrina incluye la verdad
que cada vez que se profundice en el entendimiento del Depósito de la Fe, sin
embargo esta profundización no puede ser contraria al sentido que ha expuesto
siempre la Iglesia en el mismo dogma, el mismo sentido y el mismo entendimiento
(cf. Concilio Vaticano I, Dei Filius, sess. 3, c. 4: «in eodem dogmate, eodem sensu,
eademque sententia»).
2. «El
significado mismo de las fórmulas dogmáticas es siempre verdadero y coherente
consigo mismo dentro de la Iglesia, aunque pueda ser aclarado más y mejor
comprendido. Es necesario, por tanto, que los fieles rehúyan la opinión según
la cual en principio las fórmulas dogmáticas (o algún tipo de ellas) no pueden
manifestar la verdad de modo concreto, sino solamente aproximaciones mudables
que la deforman o alteran de algún modo; y que las mismas fórmulas, además,
manifiestan solamente de manera indefinida la verdad, la cual debe ser
continuamente buscada a través de aquellas aproximaciones.» Así pues, «los que
piensan así no escapan al relativismo teológico y falsean el concepto de
infalibilidad de la Iglesia que se refiere a la verdad que hay que enseñar y
mantener explícitamente» (Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
Declaración sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia para defenderla de
algunos errores actuales, 5).
Credo
3. «El reino
de Dios, que ha tenido en la Iglesia de Cristo sus comienzos aquí en la tierra,
no es de este mundo (cf. Jn 18,36), cuya figura pasa (cf. 1Cor 7,31), y también
que sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la
cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que
consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables
de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los
bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios;
finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más
abundantemente entre los hombres. Pero con el mismo amor es impulsada la
Iglesia para interesarse continuamente también por el verdadero bien temporal
de los hombres. Porque, mientras no cesa de amonestar a todos sus hijos que no
tienen aquí en la tierra ciudad permanente (cf. Heb 13,14), los estimula
también, a cada uno según su condición de vida y sus recursos, a que fomenten
el desarrollo de la propia ciudad humana, promuevan la justicia, la paz y la
concordia fraterna entre los hombres y presten ayuda a sus hermanos, sobre todo
a los más pobres y a los más infelices. Por lo cual, la gran solicitud con que
la Iglesia, Esposa de Cristo, sigue de cerca las necesidades de los hombres, es
decir, sus alegrías y esperanzas, dolores y trabajos, no es otra cosa sino el
deseo que la impele vehementemente a estar presente a ellos, ciertamente con la
voluntad de iluminar a los hombres con la luz de Cristo, y de congregar y unir
a todos en Aquel que es su único Salvador. Pero jamás debe interpretarse esta
solicitud como si la Iglesia se acomodase a las cosas de este mundo o se
resfriase el ardor con que ella espera a su Señor y el reino eterno.» (Pablo
VI, Constitución apostólica Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”,
27). Es, por tanto, erróneo afirmar que lo que más glorifica a Dios es el
progreso de las condiciones terrenas y temporales de la especie humana.
4. Después
de la institución de la Nueva y Eterna Alianza en Cristo Jesús, nadie puede
salvarse obedeciendo solamente la ley de Moisés, sin fe en Cristo como Dios
verdadero y único Salvador de la humanidad (cf. Rm 3,28; Gal 2,16).
5. Ni los
musulmanes ni otros que no tengan fe en Jesucristo, Dios y hombre, aunque sean
monoteístas, pueden rendir a Dios el mismo culto de adoración que los
cristianos; es decir, adoración sobrenatural en Espíritu y en Verdad (cf. Jn
4,24; Ef 2,8) por parte de quienes han recibido Espíritu de filiación (cf. Rm
8,15).
6. Las
religiones y formas de espiritualidad que promueven alguna forma de idolatría o
panteísmo no pueden considerarse semillas ni frutos del Verbo puesto que son
imposturas que impiden la evangelización y la eterna salvación de sus
seguidores, como enseñan las Sagradas Escrituras: «El dios de este siglo ha
cegado los entendimientos a fin de que no resplandezca para ellos la luz del
Evangelio de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios» (2Cor 4,4).
7. El
verdadero ecumenismo tiene por objetivo que los no católicos se integren a la
unidad que la Iglesia Católica posee de modo inquebrantable en virtud de la
oración de Cristo, siempre escuchada por el Padre: «para que sean uno» (Jn
17,11), la unidad, la cual profesa la Iglesia en el Símbolo de la Fe: «Creo en
la Iglesia una». Por consiguiente, el ecumenismo no puede tener como finalidad
legítima la fundación de una Iglesia que aún no existe.
8. El
Infierno existe, y quienes están condenados a él a causa de algún pecado mortal
del que no se arrepintieron son castigados allí por la justicia divina (cf. Mt
25,46). Conforme a la enseñanza de la Sagrada Escritura, no sólo se condenan
por la eternidad los ángeles caídos sino también las almas humanas (cf. 2Tes
1,9; 2Pe 3,7). Es más, los humanos condenados por la eternidad no serán exterminados,
porque según la enseñanza infalible de la Iglesia sus almas son inmortales (cf.
V Concilio de Letrán, sesión 8.)
9. La
religión nacida de la fe en Jesucristo, Hijo encarnado de Dios y único Salvador
de la humanidad, es la única religión positivamente querida por Dios. Por
tanto, es errónea la opinión según la cual del mismo modo que Dios ha querido
que haya diversidad de sexos y de naciones, quiere también que haya diversidad
de religiones.
10. «Nuestra
religión [la cristiana] instaura efectivamente una relación auténtica y
viviente con Dios, cosa que las otras religiones no lograron establecer, por
más que tienen, por decirlo así, extendidos sus brazos hacia el cielo» (Pablo
VI, exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, 53).
11. El don
del libre albedrío con que Dios Creador dotó a la persona humana, concede al
hombre el derecho natural de elegir únicamente el bien y lo verdadero. Ningún
ser humano tiene, por tanto, el derecho natural a ofender a Dios escogiendo el
mal moral del pecado o el error religioso de la idolatría, de la blasfemia o
una falsa religión.
La Ley de Dios
12. Mediante
la gracia de Dios, la persona justificada posee la fortaleza necesaria para
cumplir las exigencias objetivas de la ley divina, dado que para los
justificados es posible cumplir todos los mandamientos de Dios. Cuando la
gracia de Dios justifica al pecador, por su propia naturaleza da lugar a la
conversión de todo pecado grave (cf. Concilio de Trento, sesión 6, Decreto
sobre la justificación, cap. 11 y 13).
13. «Los
fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales
específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios,
Creador y Señor. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la
observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de
Jesucristo y en el don del Espíritu Santo» (Juan Pablo II, encíclica Vertitatis
splendor, 76). De acuerdo con la enseñanza de la misma encíclica, es errónea la
opinión de quienes «creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones
deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y
natural». Por ello, «estas teorías no pueden apelar a la tradición moral
católica» (íbid.).
14. Todos
los mandamientos de la Ley de Dios son igualmente justos y misericordiosos. Es,
por tanto, errónea la opinión de que obedeciendo un mandamiento divino – como,
por ejemplo, el sexto mandamiento que prohibe cometer adulterio - una persona
puede, en razón de esa misma obediencia, pecar contra Dios, perjudicarse a sí
misma moralmente o pecar contra otros.
15. “Ninguna
circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás hacer
lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley de
Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón, y
proclamada por la Iglesia” (Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62). La
divina revelación y la ley natural contienen principios morales que incluyen
prohibiciones negativas que vedan terminantemente ciertas acciones, por cuanto
dichas acciones son siempre gravemente ilegítimas por razón de su objeto. De
ahí que sea errónea la opinión de que una buena intención o una buena
consecuencia, pueden ser suficientes para justificar la comisión de tales
acciones (cf. Concilio de Trento, sesión 6, de iustificatione, c. 15; Juan
Pablo II, Exhortación Apostólica, Reconciliatio et Paenitentia, 17; Encíclica
Veritatis splendor, 80).
16. La ley
natural y la Ley Divina prohíben a la mujer que ha concebido a un niño matar la
vida que porta en su seno, ya sea que lo haga ella misma o con ayuda de otros,
directa o indirectamente (cf. Juan Pablo II, encíclica Evangelium vitae, 62).
17. Las
técnicas de reproducción «son moralmente inaceptables desde el momento en que
separan la procreación del contexto integralmente humano del acto conyugal»
(Juan Pablo II, Evangelium vitae, 14).
18. Ningún
ser humano puede estar jamás moralmente justificado, ni se le puede permitir
desde el punto de vista moral, de quitarse la vida o hacérsela quitar por otros
con el fin de escapar el sufrimiento. «La eutanasia es una grave violación de
la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de
una persona humana. Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la
Palabra de Dios escrita; es transmitida por la Tradición de la Iglesia y
enseñada por el Magisterio ordinario y universal» (Juan Pablo II, Evangelium
vitae, 65).
19. Por
mandato divino y por la ley natural, el matrimonio es la unión indisoluble de
un hombre y una mujer, ordenada por su propia naturaleza a la procreación y
educación de la prole y al amor mutuo (cf. Gn 2,24; Mc 10,7-9; Ef 5,31-32).
“Por su índole natural, la institución del matrimonio y el amor conyugal están
ordenados por sí mismos a la procreación y a la educación de la prole, con las
que se ciñen como con su corona propia” (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes,
48)
20. Según el
derecho natural y el divino, todo ser humano que hace uso voluntario de sus
facultades sexuales fuera del matrimonio legítimo peca. Por tanto, es contrario
a las Sagradas Escrituras y a la Tradición afirmar que la conciencia es capaz
de determinar legítimamente y con acierto que los actos sexuales entre personas
que han contraído matrimonio civil pueden en algunos casos considerarse moralmente
correctos o hasta ser pedidos e incluso ordenados por Dios, aunque una de ellas
o las dos estén casadas sacramentalmente con otra persona (cf. 1Cor 7, 11; Juan
Pablo II, Exhortación Apostólica Familiaris consortio, 84).
21. La ley
natural y Divina prohibe “toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o
en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación.” (Pablo VI,
encíclica Humanae vitae, 14).
22. Todo
marido o esposa que se haya divorciado del cónyuge con quien estaba válidamente
casado y contraiga después matrimonio civil con otra persona mientras aún vive
su cónyuge legítimo, conviviendo maritalmente con su pareja civil, y que opte
por vivir en ese estado con pleno conocimiento de la naturaleza de este acto y
pleno consentimiento de la voluntad a este acto, está en pecado mortal y no
puede por tanto recibir la gracia santificante ni crecer en la caridad. Por
consiguiente, a no ser que tales cristianos convivan como hermano y hermana, no
pueden recibir la Sagrada Comunión (cf. Juan Pablo II, exhortación apostólica
Familiaris consortio, 84).
23. Dos
personas del mismo sexo pecan gravemente cuando se procuran placer venéreo
mutuo (cf. Lev 18,22; 20,13; Rm 1,24-28; 1Cor 6,9-10; 1Tim 1,10; Jds 7). Los
actos homosexuales “no pueden recibir aprobación en ningún caso” (Catecismo de
la Iglesia Católica, 2357). Así pues, es contraria a la ley natural y a la
Divina Revelación la opinión que sostiene que del mismo modo que Dios el
Creador ha dado a algunos seres humanos la inclinación natural a sentir deseo
sexual hacia las personas del otro sexo, así también el Creador ha dado a otros
la inclinación a desear sexualmente a personas del mismo sexo, y que es la
voluntad del Criador que en determinadas circunstancias esa tendencia se lleve
a efecto.
24. Ni las
leyes de los hombres ni ninguna autoridad humana pueden otorgar a dos personas
del mismo sexo el derecho a casarse, ni declararlas casadas, ya que ello es
contrario al derecho natural y a la ley de Dios. “En el designio del Creador
complementariedad de los sexos y fecundidad pertenecen, por lo tanto, a la
naturaleza misma de la institución del matrimonio” (Congregación para la
doctrina de la fe, Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento
legal de las uniones entre personas homosexuals, 3 de junio de 2003, 3).
25. Aquellas
uniones que reciben el nombre de matrimonio sin corresponder a la realidad del
mismo, no pueden obtener la bendición de la Iglesia, por ser contrarias al
derecho natural y divino.
26. Las
autoridades civiles no pueden reconocer uniones civiles o legales entre dos
personas del mismo sexo que claramente imitan la unión matrimonial, aunque
dichas uniones no reciban el nombre de matrimonio, porque fomentarían pecados
graves entre sus integrantes y serían motivo de grave escándalo (cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones acerca de los proyectos
de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales, 3 de junio
de 2003).
27. Los
sexos masculino y femenino, hombre y mujer, son realidades biológicas, creadas
por la sabia voluntad de Dios (cf. Gn 1, 27; Catecismo de la Iglesia Católica,
369). Es, por tanto, una rebelión contra la ley natural y Divina y un pecado
grave que un hombre intente convertirse en mujer mutilándose, o que simplemente
se declare mujer, o que del mismo modo una mujer trate de convertirse en
hombre, o bien afirmar que las autoridades civiles tengan el deber o el derecho
de proceder como si tales cosas fuesen o pudieran ser posibles y legítimas (cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 2297).
28. De
conformidad con las Sagradas Escrituras y con la constante Tradición del
Magisterio ordinario y universal, la Iglesia no erró al enseñar que las
autoridades civiles pueden aplicar legítimamente la pena capital a los
malhechores cuando sea verdaderamente necesario para preservar la existencia o
mantener el orden justo en la sociedad (cf. Gn 9,6; Jn 19,11; Rm 13,1-7;
Inocencio III, Professio fidei Waldensibus praescripta; Catecismo Romano del
Concilio de Trento, p. III, 5, n. 4; Pio XII, Discurso a los juristas
Católicos, 5 de diciembre de 1954).
29. Toda
autoridad en la Tierra y en el Cielo pertenece a Jesucristo; de ahí que las
sociedades civiles y cualquier otra asociación de hombres esté sujeta a su
realeza, por lo que «el deber de rendir a Dios un culto auténtico corresponde
al hombre individual y socialmente considerado» (Catecismo de la Iglesia
Católica, 2105; cf. Pio XI, Encíclica Quas primas, 18-19; 32).
Los sacramentos
30. En el
Santísimo Sacramento de la Eucaristía tiene lugar una maravillosa
transformación de toda la sustancia del pan en el Cuerpo de Cristo y de toda la
sustancia del vino en su Sangre, transformación que la Iglesia Católica llama
muy apropiadamente transubstanciación (cf. IV Concilio de Letrán, cap.1;
Concilio de Trento, sesión 13, c.4). «Cualquier interpretación de teólogos que
busca alguna inteligencia de este misterio, para que concuerde con la fe
católica, debe poner a salvo que, en la misma naturaleza de las cosas,
independientemente de nuestro espíritu, el pan y el vino, realizada la
consagración, han dejado de existir, de modo que, el adorable cuerpo y sangre
de Cristo, después de ella, están verdaderamente presentes delante de nosotros
bajo las especies sacramentales del pan y del vino» (Pablo VI, carta apostólica
Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 25).
31. Las
palabras con las que expresó el Concilio de Trento la fe de la Iglesia en la
Sagrada Eucaristía son idóneas para los hombres de todo tiempo y lugar, ya que
son «doctrina siempre válida» de la Iglesia (Juan Pablo II, encíclica Ecclesia
de Eucharistia, 15).
32. En la
Santa Misa se ofrece a la Santísima Trinidad un sacrificio verdadero y propio,
y este sacrificio tiene un valor propiciatorio tanto para los hombres que viven
en la tierra como para las almas del purgatorio. Es, por lo tanto, errónea la
opinión según la cual el Sacrificio de la Misa consistiría simplemente en el
hecho de que el pueblo ofrezca un sacrificio espiritual de oración y alabanza,
así como la opinión de que la Misa puede o debe definirse solamente como la
entrega que hace Cristo de Sí mismo a los fieles como alimento espiritual para
ellos (cf. Concilio de Trento, sesión 22, c. 2).
33. «La misa
que es celebrada por el sacerdote representando la persona de Cristo, en virtud
de la potestad recibida por el sacramento del orden, y que es ofrecida por él
en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo místico, es realmente el
sacrificio del Calvario, que se hace sacramentalmente presente en nuestros
altares. Nosotros creemos que, como el pan y el vino consagrados por el Señor
en la última Cena se convirtieron en su cuerpo y su sangre, que en seguida iban
a ser ofrecidos por nosotros en la cruz, así también el pan y el vino
consagrados por el sacerdote se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo,
sentado gloriosamente en los cielos; y creemos que la presencia misteriosa del
Señor bajo la apariencia de aquellas cosas, que continúan apareciendo a nuestros
sentidos de la misma manera que antes, es verdadera, real y sustancial» (Pablo
VI, Solemni hac liturgia, “Credo del pueblo de Dios”, 24).
34. «Aquella
inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración,
el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la
realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en
cuanto tiene la representación de todos los fieles. (...) Que los fieles
ofrezcan el sacrificio por manos del sacerdote es cosa manifiesta, porque el
ministro del altar representa la persona de Cristo, como Cabeza que ofrece en
nombre de todos los miembros. Pero no se dice que el pueblo ofrezca juntamente
con el sacerdote porque los miembros de la Iglesia realicen el rito litúrgico
visible de la misma manera que el sacerdote, lo cual es propio exclusivamente
del ministro destinado a ello por Dios, sino porque une sus votos de alabanza,
de impetración, de expiación y de acción de gracias a los votos o intención del
sacerdote, más aún, del mismo Sumo Sacerdote, para que sean ofrecidos a Dios
Padre en la misma oblación de la víctima, incluso con el mismo rito externo del
sacerdote”. (Pío XII, encíclica Mediator Dei, 112).
35. El
sacramento de la Penitencia es el único medio ordinario por el que se pueden
absolver los pecados graves cometidos después del Bautismo. Según el derecho
divino todos esos pecados deben confesarse según su especie y su número (cf.
Concilio de Trento, sesión 14, canon 7).
36. El
derecho divino prohíbe al confesor violar el sigilo del sacramento de la
penitencia fuere por el motivo que fuere. Ninguna autoridad eclesiástica tiene
potestad para dispensarlo del secreto del sacramento, y tampoco las autoridades
civiles están facultadas para obligarlo a ello (cf. CIC 1983, can. 1388 § 1;
Catecismo de la Iglesia Católica 1467).
37. Por la
voluntad de Cristo y por la inmutable tradición de la Iglesia, no se puede
administrar el sacramento de la Sagrada Eucaristía a quienes estén
objetivamente en estado de grave pecado público, y tampoco se debe dar la
absolución sacramental a quienes manifiesten no estar dispuestos a ajustarse a
la Ley de Dios, aunque esa falta de disposición corresponda a una sola materia
grave (cf. Concilio de Trento, sess. 14, c. 4; Juan Pablo II, Mensaje al
Cardinal William W. Baum, 22 de marzo de 1996).
38. Conforme
a la constante tradición de la Iglesia, no se puede administrar el sacramento
de la Sagrada Eucaristía a quienes nieguen alguna verdad de la fe católica
profesando formalmente adhesión a una comunidad cristiana herética o
oficialmente cismática (cf. Código del Derecho Canónico 1983, can. 915; 1364).
39. La ley
que obliga a los sacerdotes a observar la perfecta continencia mediante el
celibato tiene su origen en el ejemplo de Jesucristo y pertenece a una
tradición inmemorial y apostólica, según el testimonio constante de los Padres
de la Iglesia y de los Romanos Pontífices. Por esta razón, no se debe abolir
esta ley en la Iglesia Romana por medio de la innovación de un supuesto
celibato opcional de los sacerdotes, ya sea a nivel regional o universal. El
testimonio válido y perenne de la Iglesia afirma que la ley de la continencia
sacerdotal «no impone ningún precepto nuevo. Dichos preceptos deben observarse,
porque algunos los han descuidado por ignorancia y pereza. Con todo, los
mencionados preceptos se remontan a los apóstoles y fueron establecidos por los
Padres, como está escrito: “Así pues, hermanos, estad firmes y guardad las
enseñanzas que habéis recibido, ya de palabra, ya por carta nuestra” (2Tes
2,15). Lo cierto es que muchos, desconociendo los estatutos de nuestros
predecesores, han violado con su presunción la castidad de la Iglesia y se han
guiado por la voluntad del pueblo, sin temor a los castigos divinos» (Papa
Siricio, decretal Cum in unum del año 386).
40. Por
voluntad de Cristo y por la divina constitución de la Iglesia, sólo los varones
bautizados pueden recibir el sacramento del Orden, ya sea para el episcopado,
el sacerdocio o el diaconado (cf. la carta apostólica de Juan Pablo II
Ordinatio sacerdotalis, 4). Es más, la afirmación de que sólo un concilio
ecuménico puede dirimir esta cuestión es errónea, dado que la autoridad de un
concilio ecuménico no es mayor que la del Romano Pontífice (cf. V Concilio de
Letrán, sesión 11; Concilio Vaticano I, sesión 4, c.3).
31 de mayo
de 2019
Cardenal
Raymond Leo Burke, Patrón de la Soberana Orden
militar de Malta
Cardenal
Janis Pujats, arzobispo emérito de Riga
Tomash
Peta, arzobispo de la archidiócesis de Santa María en Astana
Jan
Pawel Lenga, arzobispo-obispo emérito de
Karaganda
Athanasius
Schneider, obispo auxiliar de la
archidiócesis de Santa María en Astana.
(Traducido para Infocatólica por
Ana María Rodríguez)
Fuente:
Infocatólica
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