Meditaciones
para la Cuaresma. Tomado de "Meditaciones para
todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André
Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del
Cardenal Cheverus).
Meditaremos lo que Jesucristo padeció de parte de sus enemigos, y veremos: 1º Sus dolores; 2º Sus oprobios.
—Tomaremos
en seguida la resolución: 1º De abrazar de todo corazón las ocasiones de
mortificarnos o de humillarnos; 2º De renunciar a la pretensión del orgullo y
del amor propio, como a toda sugestión de sensualidad. Nuestro ramillete
espiritual serán las palabras del Apóstol: “Armaos con el recuerdo de los
padecimientos de Cristo en su carne”.
Adoremos a Jesucristo que nos enseña con su ejemplo, antes de dejar la vida, a arrancar de nuestro corazón las dos pasiones que más dañan a los hombres: la pasión del placer y la pasión del orgullo; a la pasión del placer opuso los más agudos dolores, a la pasión del orgullo opuso las humillaciones más ignominiosas. Pidamos perdón a Jesucristo de nuestra corrupción, cuya expiación le ha costado tanto, y agradezcámosle haber querido soportar, para curarnos, los suplicios e ignominias de su dolorosa pasión.
SUPLICIOS QUE LOS
ENEMIGOS DE JESUCRISTO
LE HICIERON SUFRIR
Estos
hombres, inhumanos y crueles hasta la ferocidad, no dejaron en el cuerpo de
Jesús ninguna parte sin especial tormento. La noche que precedió a su muerte le
martirizaron abofeteando su divino rostro; el día mismo de su muerte
desgarraron, a fuerza de azotes, su adorable carne; le dejaron manando sangre;
todo su cuerpo no fue sino una sola llaga; sus huesos quedaron descubiertos, y
su cabeza fue coronada de espinas.
Después
de tantos suplicios, le hicieron llevar la Cruz hasta el Calvario; allí le
crucificaron, clavándole sus pies y sus manos y le amargaron la boca con hiel y
vinagre. Meditemos estos espantosos suplicios; entremos en el pensamiento del
Dios que los sufrió y quiso con esto inspirarnos odio a nuestra carne. ¿Quién
se atreverá, después de esto, a regalar su cuerpo, a evitar los padecimientos,
y entregarse a los goces y placeres? ¿Quién no se decidirá a mortificarlo y
hacerlo sufrir? No se puede ser cristiano, sino con esta condición. ¡Qué examen
debemos hacer aquí en nosotros mismos! ¡Cuántas reformas en nuestros sentimientos
y en nuestra conducta! ¡Amamos tanto los placeres, tememos tanto las penas y
padecimientos! ¿Cómo nos atrevemos a llamarnos cristianos?
LOS OPROBIOS QUE LOS ENEMIGOS DE NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO DESCARGARON SOBRE ÉL
En el
Huerto de los Olivos, fue preso y conducido como un criminal a casa de Caifás,
en medio de mil gritos insultantes. La noche que sigue a su prisión fue
entregado a merced de sus enemigos, que lo martirizaron abofeteándole y
escupiéndole en el rostro; y después de esto le vendaron los ojos y le hirieron
con duros golpes y le gritaron: “Adivina quién te ha herido”. El día que siguió
a esta afrentosa noche, le arrastraron por las calles de Jerusalén, vestido
como un loco: Se mofaban de Él y le insultaban como a un malhechor. Llevado en
seguida al tribunal de Pilatos, fue puesto al igual de Barrabás; todo aquel
pueblo, que poco antes le había recibido en triunfo, proclamó que Barrabás,
ladrón y asesino, era menos culpable que Él, y pidió con gritos de rabia y
furor la muerte de Aquel que no había hecho jamás sino el bien. Después se le
coronó de espinas, se le echó sobre sus hombros un jirón de púrpura, como manto
real, y se le puso en la mano una caña, a guisa de cetro, y todo el pueblo se
mofó como a rey de burlas. ¿Dónde está su renombrada sabiduría? No se le
consideró ya sino como un loco. ¿Qué se hizo de su gran poder? No se vio allí
sino debilidad. ¿Qué se hicieron su inocencia y su santidad? No fue ya en la
opinión pública sino un criminal, y un blasfemo más digno de muerte que los
ladrones y asesinos. Se le crucificó entre dos ladrones como el más criminal de
ellos; y todo el pueblo, agrupado alrededor de la Cruz, le llenó, hasta su
último suspiro, de insultos y desprecios. HE AHÍ CÓMO JESUCRISTO NOS ENSEÑA LA
HUMILDAD, LA SUMISIÓN, LA DEPENDENCIA; HE AHÍ CÓMO CONDENA EL ORGULLO, que no
puede sufrir los menosprecios, que se impacienta por las cosas más ligeras y
murmura por las más pequeñas contradicciones; CÓMO CONDENA EL AMOR PROPIO, que
se subleva por la preferencia dada a otros, las susceptibilidades y las
pretensiones; HE AHÍ CÓMO NOS ENSEÑA A CONTENTARNOS SOLAMENTE CON LA ESTIMACIÓN
DE DIOS Y A NO HACER CASO DE LOS JUICIOS HUMANOS, DE LA OPINIÓN PÚBLICA Y DE
LOS VANOS DISCURSOS DE LOS QUE SE BURLAN DE LA PIEDAD. ¿Qué fruto hemos sacado
hasta el presente de estas divinas enseñanzas? ¿Qué progreso hemos hecho en la
tolerancia de los desprecios, de las palabras ofensivas y de las heridas del
amor propio? ¡Oh Jesús, verdaderamente humilde, tened piedad de nosotros y
convertidnos!
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