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"Y EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN, PORQUE NO HAY OTRO NOMBRE BAJO EL CIELO DADO A LOS HOMBRES, EN EL CUAL PODAMOS SER SALVOS". (HECHOS 4:12)

lunes, 23 de marzo de 2015

Nuestro amor por Jesús crucificado ha de ser penitente, generoso y ardiente




Meditaciones para la Cuaresma.  Tomado de "Meditaciones para todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del Cardenal Cheverus).
     
Después de haber meditado cuánto nos ha amado Jesús crucificado, meditaremos ahora cuánto debemos amarle nosotros: 1º Con un amor penitente, en recuerdo de lo pasado; 2° Con un amor generoso y ferviente, por lo presente y por lo porvenir. 

— Tomaremos en seguida la resolución: 1° De dirigir frecuentemente durante el día aspiraciones de amor a Jesús padeciendo y muriendo por nosotros; 2° De ejecutar nuestras acciones por amor a Él y darle, en vista de esto, a cada una de las acciones toda la perfección de que seamos capaces. Nuestro ramillete espiritual serán las palabras de San Pablo: “Jesús ha muerto por todos a fin de que todos vivamos para Él”.
  
Prosternémonos en espíritu a los pies de Jesucristo, imaginándolo en la hora en que padecía hasta expiar por nuestro bien; tributémosle nuestros más fervientes homenajes de adoración, gratitud y amor. 


NUESTRO AMOR A JESÚS CRUCIFICADO HA DE SER PENITENTE, 
EN RECUERDO DE NUESTRO PASADO 

¡Qué vergüenza para nosotros y qué motivo de pesar y arrepentimiento es nuestro pasado, si lo miramos al pie de la Cruz! ¡Ah! ¿No es verdad que la Cruz del Salvador no ha encontrado en nosotros sino tibieza e insensibilidad, y aun quizás, frialdad y cobardía? ¿No es verdad que la Cruz es como un gran libro, en donde nuestros pecados están escritos con caracteres de sangre? La carne divina del Salvador desgarrada, y su sangre que corre bajo los golpes de los azotes, acusan el amor desarreglado que tenemos a nuestro cuerpo. Su cabeza coronada de espinas nos reprende el orgullo de nuestro espíritu y la vanidad de nuestros pensamientos. La hiel y el vinagre, que le dieron a beber, protestan contra la delicadeza y sensualidad de nuestros gustos. Su rostro, amoratado y cubierto de salivas, condena nuestro deseo de parecer bien y nuestro horror a las humillaciones y desprecios. Las cuerdas que le atan debían llenarnos de vergüenza por nuestro amor a la libertad e independencia. En fin, su muerte nos dice de la enormidad de nuestros pecados, que fueron causa de ella, ¡Oh Jesús! ¡Cuánto debíamos amaros! ¡Cuánto me pesa haberos ofendido! La penitencia debe ser mi herencia para siempre; y, enseñado por la voz que sale de todas vuestras heridas, quiero comenzar una vida nueva.

NUESTRO AMOR A JESÚS CRUCIFICADO
DEBE SER GENEROSO Y ARDIENTE
      
Si un hombre nos manifestara benevolencia, le estaríamos agradecidos. Si sacrificara por nosotros su fortuna, no creeríamos encontrar jamás cómo manifestarle nuestro amor y gratitud suficientemente. ¿Qué sería entonces si, al sacrificio de su fortuna, juntase el sacrificio de su honor y de su libertad, hasta dejarse azotar como vil esclavo? ¿Qué sería, sobre todo, si sacrificase su vida por salvar la nuestra? ¿Podremos concebir un corazón bastante mal dispuesto para ofender a semejante bienhechor o para rehusarle un sacrificio, cualquiera que sea? ¡Oh Jesús crucificado, que habéis hecho todo esto y mucho más, colmándonos de bienes inefables, frutos de vuestra santa muerte! ¿Cómo, pues, podríamos ofenderos ni rehusaros cosa alguna, cuando Vos nos lo dais todo y os dais a Vos mismo sin reserva? ¿Cómo tener apego a los bienes de la tierra, cuando se os ve desnudo en esa cruz? ¿Cómo halagar nuestro amor propio y nuestra vanidad, cuando estáis todo cubierto de confusión? ¿Cómo tener voluntad propia, cuando Vos obedecéis hasta la muerte? ¿Cómo tener amor a los placeres y a las alegrías del mundo, cuando por mí estáis harto de dolor? No, Dios mío; esto no es posible. Se os debe un amor generoso, que no perdone nada, que lo sacrifique todo sin reserva. Aún no es bastante: Este amor generoso debe ir acompañado de fervor, es decir, de ese sentimiento noble y delicado que, después de haberlo dado todo, confiesa humildemente que eso es nada en comparación de lo que Vos merecéis, ¡Oh Jesús crucificado! Tal ha sido el amor de los santos. Aspiraban siempre a amar más, y cualquier cosa que hiciesen, deseaban hacerla aún mil veces mejor. Se consumían en santos deseos de amar siempre más y habrían querido amar con un amor infinito, si lo hubieran podido, porque comprendían que nuestro gran Dios es millones de veces digno de un amor infinito. De ahí sucedía que, por una parte, jamás se daban por satisfechos y progresaban siempre, y por otra parte, vivían siempre humildes, avergonzados y confundidos de no amar más. ¡Oh! ¡Quién nos diera este amor ferviente, que arde sin cesar como una llama viva y se alimenta consumiéndose! ¡Oh amor, venid a mí: consumidme! ¡Que no viva más que de amor y que muera de amor! ¡Oh Jesús crucificado! Dadme, como a San Pablo, un corazón que pueda decir: “El amor de Jesucristo me apremia: y nada podrá apartar de mí su santo ardor”.


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