Meditaciones
para la Cuaresma.
Tomado de "Meditaciones para todos los días del año - Para uso del
clero y de los fieles", P. André Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las
vidas de San Francisco de Sales y del Cardenal Cheverus).
Después de haber meditado cuánto nos ha amado Jesús crucificado, meditaremos ahora cuánto debemos amarle nosotros: 1º Con un amor penitente, en recuerdo de lo pasado; 2° Con un amor generoso y ferviente, por lo presente y por lo porvenir.
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Tomaremos en seguida la resolución: 1° De dirigir frecuentemente durante el día
aspiraciones de amor a Jesús padeciendo y muriendo por nosotros; 2° De ejecutar
nuestras acciones por amor a Él y darle, en vista de esto, a cada una de las
acciones toda la perfección de que seamos capaces. Nuestro ramillete espiritual
serán las palabras de San Pablo: “Jesús ha muerto por todos a fin de que todos
vivamos para Él”.
Prosternémonos en espíritu a los pies de Jesucristo, imaginándolo en la hora en que padecía hasta expiar por nuestro bien; tributémosle nuestros más fervientes homenajes de adoración, gratitud y amor.
NUESTRO AMOR A JESÚS
CRUCIFICADO HA DE SER PENITENTE,
EN RECUERDO DE NUESTRO PASADO
¡Qué vergüenza para nosotros y qué motivo de pesar y arrepentimiento es nuestro pasado, si lo miramos al pie de la Cruz! ¡Ah! ¿No es verdad que la Cruz del Salvador no ha encontrado en nosotros sino tibieza e insensibilidad, y aun quizás, frialdad y cobardía? ¿No es verdad que la Cruz es como un gran libro, en donde nuestros pecados están escritos con caracteres de sangre? La carne divina del Salvador desgarrada, y su sangre que corre bajo los golpes de los azotes, acusan el amor desarreglado que tenemos a nuestro cuerpo. Su cabeza coronada de espinas nos reprende el orgullo de nuestro espíritu y la vanidad de nuestros pensamientos. La hiel y el vinagre, que le dieron a beber, protestan contra la delicadeza y sensualidad de nuestros gustos. Su rostro, amoratado y cubierto de salivas, condena nuestro deseo de parecer bien y nuestro horror a las humillaciones y desprecios. Las cuerdas que le atan debían llenarnos de vergüenza por nuestro amor a la libertad e independencia. En fin, su muerte nos dice de la enormidad de nuestros pecados, que fueron causa de ella, ¡Oh Jesús! ¡Cuánto debíamos amaros! ¡Cuánto me pesa haberos ofendido! La penitencia debe ser mi herencia para siempre; y, enseñado por la voz que sale de todas vuestras heridas, quiero comenzar una vida nueva.
NUESTRO AMOR A JESÚS
CRUCIFICADO
DEBE SER GENEROSO Y
ARDIENTE
Si un hombre nos
manifestara benevolencia, le estaríamos agradecidos. Si sacrificara por
nosotros su fortuna, no creeríamos encontrar jamás cómo manifestarle nuestro
amor y gratitud suficientemente. ¿Qué sería entonces si, al sacrificio de su
fortuna, juntase el sacrificio de su honor y de su libertad, hasta dejarse
azotar como vil esclavo? ¿Qué sería, sobre todo, si sacrificase su vida por
salvar la nuestra? ¿Podremos concebir un corazón bastante mal dispuesto para
ofender a semejante bienhechor o para rehusarle un sacrificio, cualquiera que
sea? ¡Oh Jesús crucificado, que habéis hecho todo esto y mucho más, colmándonos
de bienes inefables, frutos de vuestra santa muerte! ¿Cómo, pues, podríamos
ofenderos ni rehusaros cosa alguna, cuando Vos nos lo dais todo y os dais a Vos
mismo sin reserva? ¿Cómo tener apego a los bienes de la tierra, cuando se os ve
desnudo en esa cruz? ¿Cómo halagar nuestro amor propio y nuestra vanidad,
cuando estáis todo cubierto de confusión? ¿Cómo tener voluntad propia, cuando
Vos obedecéis hasta la muerte? ¿Cómo tener amor a los placeres y a las alegrías
del mundo, cuando por mí estáis harto de dolor? No, Dios mío; esto no es
posible. Se os debe un amor generoso, que no perdone nada, que lo sacrifique
todo sin reserva. Aún no es bastante: Este amor generoso debe ir acompañado de
fervor, es decir, de ese sentimiento noble y delicado que, después de haberlo
dado todo, confiesa humildemente que eso es nada en comparación de lo que Vos
merecéis, ¡Oh Jesús crucificado! Tal ha sido el amor de los santos. Aspiraban
siempre a amar más, y cualquier cosa que hiciesen, deseaban hacerla aún mil
veces mejor. Se consumían en santos deseos de amar siempre más y habrían
querido amar con un amor infinito, si lo hubieran podido, porque comprendían
que nuestro gran Dios es millones de veces digno de un amor infinito. De ahí
sucedía que, por una parte, jamás se daban por satisfechos y progresaban
siempre, y por otra parte, vivían siempre humildes, avergonzados y confundidos
de no amar más. ¡Oh! ¡Quién nos diera este amor ferviente, que arde sin cesar
como una llama viva y se alimenta consumiéndose! ¡Oh amor, venid a mí:
consumidme! ¡Que no viva más que de amor y que muera de amor! ¡Oh Jesús
crucificado! Dadme, como a San Pablo, un corazón que pueda decir: “El amor de
Jesucristo me apremia: y nada podrá apartar de mí su santo ardor”.
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