En el artículo anterior concluíamos que no se puede llegar a descubrir
el auténtico sentido de la existencia del hombre si se rechaza a Dios y si se
niega la espiritualidad del alma. Ambos conceptos previos, que son el punto de partida de
nuestro razonamiento, son la base para poder seguir nuestro estudio.
Para
llegar a descubrir el sentido de esta existencia, sería bueno que
respondiéramos previamente unas preguntas que considero esenciales: ¿por qué
Dios creó al hombre? ¿Por qué existe el hombre? ¿Es el hombre un mero accidente
biológico en medio de un mundo sin sentido? ¿Hay algún “diseño”? ¿Tiene algún
sentido que Dios creara al hombre? La respuesta a estas preguntas nos dará una primera
luz sobre el sentido de nuestra existencia.
El
mero hecho de que Dios creara seres espirituales -que una vez creados ya van a
existir para siempre-, nos hace pensar en un “plan” de Dios con respecto a esas
criaturas.
Como nos dice la
teología clásica, Dios creó al hombre, primeramente para darse gloria a sí
mismo. Y es lógico, pues antes de la creación del mundo no existía nada, y dado
que las obras de Dios siempre tienen un fin, y al no haber previamente nada
sino solo Dios, el fin de esa primera creación es su propia gloria. Pero dado
que, tanto los ángeles como los hombres están dotados de entendimiento y
voluntad, son capaces de captar la bondad de las cosas creadas (Gen
1:31), apetecerlas, y desde ellas, elevarse al creador de las mismas[1] . Las cosas creadas muestran la bondad
de Dios; y a través de ellas, Dios comparte su infinita bondad y alegría con
nosotros. Así pues, Dios
creó para darse gloria a sí mismo, para
mostrar su bondad y para compartir su alegría con nosotros.
Ahora
bien, dado que este mundo es temporal y tanto los ángeles como los hombres
tienen una “semilla de eternidad”, la relación con su Creador nunca se
interrumpe: ya sea para amarlo o ya para rechazarlo. Para algunos ángeles esa
dicha sin fin ya comenzó al salir victoriosos de su prueba inicial; para otros,
aquellos que se rebelaron contra su Creador, la vida sigue pero en el mundo de
los condenados – el infierno. Y en el caso de los hombres, dado que su alma
espiritual no puede morir, su existencia no puede acabar con este mundo, sino
que luego deberá pasar a gozar de la dicha o del castigo eterno en el mundo
venidero.
Sabiendo el hombre lo que le espera, ha de vivir esta vida
orientándola continuamente hacia su Creador, para servirle,
adorarle, amarle y darle gracias; siendo plenamente consciente de que si es
fiel a Dios, acabados sus años en este mundo, Él lo tendrá para siempre junto a
sí en su reino (Mt 25:34; Jn 14: 2-3).
La felicidad del cielo consistirá pues en poseer a Dios y ser
poseído por Él[2]. Una unión tan perfecta que no nos podemos imaginar. Unión que
por estar basada en el amor, en ningún momento será “fundirse y desaparecer el
uno en el otro” como defienden el budismo y otras religiones orientales, sino
que seguirán existiendo el yo y el tú, el tú y el yo, para que el amor sea
posible. Amado y amante se entregarán y pertenecerán el uno al otro por toda la
eternidad[3].
Dado que el hombre
está llamado a participar de esa felicidad sin límites con su Dios, las
cosas del mundo son un mero reflejo de su Creador, pero en
ningún momento le colman ni satisfacen. El cristiano se desprende de las cosas
del mundo porque no quiere tener su corazón atado (Col 3: 1-2). En
ningún momento renuncia a ellas porque sean malas (Gen 1:7.10.12.18.21.25.31), sino
porque tiene su corazón fijo en quien ama y de quien recibe todo amor.
Las cosas del mundo son para un cristiano un a modo de huellas que le marcan
por dónde ha pasado su Amado. Como nos decía bellísimamente San Juan de la Cruz
en su “Cántico espiritual”:
¡Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras,
de flores esmaltado!
Decid si por vosotros ha pasado.
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
e, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.[4]
pasó por estos sotos con presura,
e, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura.[4]
Ahora bien, Dios nunca dará a nadie algo que no quiera; y sí dará
a cada uno lo que él se merezca. Es por ello que quien haya vivido esta vida sin “querer” a
Dios, nunca Dios le invitará a estar con Él en el cielo, por la sencilla razón
de que eso es lo que la persona deseaba en la tierra. Para
poder saber lo que Dios nos dará en la otra vida lo único que tenemos que hacer
es sencillamente examinar lo que nosotros queremos en ésta. Si amamos a Dios sobre todas las cosas
podemos estar seguros que lo seguiremos haciendo en el cielo. Ahora bien, si en
esta vida hemos preferido poner a Dios al margen; o dicho con palabras más
directas, vivir separados de Dios, lo seguiremos estando en la vida venidera. Y
esto no tiene otro significado que el infierno eterno.
La vida del hombre adquiere su sentido del fin para el cual fue
creado. No hay criatura sin Creador. Y el Creador no sólo creó todo lo
que existe sino que también lo mantiene y cuida a través de su providencia y de
su amor.
Conociendo
Dios que no todos los hombres serían capaces por sí mismos de descubrir sin
error su fin último; y sabiendo también que el hombre podría ser atrapado
fácilmente por las criaturas en lugar de orientarse hacia su Creador, les dio
una serie de medios para ayudarle a descubrir, conocer y alcanzar este fin
último para el cual fueron creados.
Para poder, pues, alcanzar nuestro fin último que es la unión con
Dios en el cielo, debemos comenzar por unirnos a Él aquí en la tierra. Ahora bien, para amar a Dios debemos conocerlo; y para amarlo y
conocerlo, necesitamos los sacramentos, la vida de oración, practicar las virtudes,
leer buenos libros religiosos, recibir la adecuada catequesis, practicar obras
de misericordia…
¿Quién enseñará al hombre lo que debe hacer para descubrir el
sentido de su existencia y así alcanzar el fin último para el cual fue creado? Primero de todo, Cristo a través de su propia persona, de sus
enseñanzas y de sus sacramentos; y luego, aquéllos designados por el mismo
Cristo para cumplir esta misión.
Pero
de esto hablaremos en el siguiente y último artículo de este primer capítulo
que hemos dedicado al “sentido de la existencia del hombre”.
Si desea profundizar en el contenido de este artículo puede acudir
a:
1.-
Excelente artículo/resumen de E. Valiente Fandiño sobre el fin último del
hombre, en:
2.-
Santo Tomás de Aquino:
Sobre
el hombre y las propiedades del alma humana: Suma Teológica (I, qq. 75-102) y
de modo más particular en los artículos siguientes de la cuestión 75:
Artículo 2: La
subsistencia del alma
Artículo 6: Sobre la
incorruptibilidad del alma
Sobre
el fin último del hombre: Suma Teológica (I-II, qq. 1-5)
3.-
San Buenaventura, “Itinerario de la mente a Dios”
Padre Lucas Prados
Bibliografia
[1] San
Basilio el Grande en una de las páginas iniciales de su primera homilía sobre
el Exameron, en la que
comenta el relato de la creación según el capítulo primero del libro del Génesis, se
detiene a considerar la acción sabia de Dios, y llega a reconocer en la bondad
divina el centro propulsor de la creación. «”En el principio creó Dios los
cielos y la tierra”. Mi palabra se rinde abrumada por el asombro ante este
pensamiento» (1,2,1: Sulla Genesi, en Omelie
sull’Esamerone, Milán 1990, pp. 9.11). En efecto, aunque algunos,
«engañados por el ateísmo que llevaban en su interior, imaginaron que el universo
no tenía guía ni orden, como si estuviera gobernado por la casualidad», el
escritor sagrado «en seguida nos ha iluminado la mente con el nombre de Dios al
inicio del relato, diciendo: “En el principio creó Dios”. Y ¡qué belleza hay en
este orden!» (1,2,4: ib., p. 11). «Así
pues, si el mundo tiene un principio y ha sido creado, busca al que lo ha
creado, busca al que le ha dado inicio, al que es su Creador».
[2] Este
concepto ha sido matizado a lo largo de la teología católica de muchos modos:
San Agustín hablaba de la felicidad como de la “posesión de lo verdadero
absoluto”. Para Santo Tomás, la felicidad consistía en la “contemplación y
posesión de la verdad”. Yo le doy aquí un sentido menos filosófico o teológico
y más místico.
Visto
en adelantelafe.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario