¿A
un moribundo sumamente apegado a la vida puede acaso dársele más dichosa nueva
que decirle que un médico hábil va a sacarle de las puertas de la muerte? Pues
infinitamente más dichosa, es la que el ángel anuncia a todos los hombres en la
persona de los pastores. Sí, el demonio había inferido, por el pecado, las más
crueles y mortales heridas a nuestras pobres almas. Había plantado en ellas las
tres pasiones más funestas, de donde dimanan todas las demás, que son el
orgullo, la avaricia, la sensualidad. Habiendo quedado esclavos de estas
vergonzosas pasiones, éramos todos nosotros como enfermos desahuciados, y no
podíamos esperar más que la muerte eterna, si Jesucristo, nuestro verdadero
médico, no hubiese venido a socorrernos. Pero no, conmovido por nuestra
desdicha, dejó el seno de su Padre y vino al mundo, abrazándose con la
humillación, la pobreza y los sufrimientos, a fin de destruir la obra del
demonio y aplicar eficaces remedios a las crueles heridas que nos había causado
esta antigua serpiente. Sí, Hermanos Míos; viene este tierno Salvador para
curarnos de todos estos males, para merecernos la gracia de llevar una vida
humilde, pobre y mortificada; y, a fin de mejor conducirnos a ella, quiere Él
mismo darnos ejemplo. Esto es lo que vemos de una manera admirable en su nacimiento.
Vemos que Él nos prepara: 1º con sus humillaciones y obediencia, un remedio
para nuestro orgullo; 2º con su extremada pobreza, un remedio a nuestra afición
a los bienes de este mundo, y 3º con su estado de sufrimiento y de mortificación,
un remedio a nuestro amor a los placeres de los sentidos. Por este medio
Hermanos Míos; nos devuelve la vida espiritual que el pecado de Adán nos había
arrebatado; o por mejor decir, viene a abrirnos las puertas del cielo que el
pecado nos había cerrado. Conforme a esto Hermanos Míos; pensad vosotros mismos
cuál debe ser el gozo y la gratitud de un cristiano a la vista de tantos
beneficios. ¿Se necesita más para movernos a amar a este tierno y dulce Jesús,
que viene a cargar con todos nuestros pecados, y va a satisfacer a la justicia
de su Padre por todos nosotros? ¡Oh, Dios mío!,¿puede un cristiano considerar
todas estas cosas sin morir de amor y gratitud?
I–
Digo, pues Hermanos Míos; que la primera llaga que el pecado causó en nuestra
alma es el orgullo, esa pasión tan peligrosa, que consiste en el extremado amor
y estima de nosotros mismos, el cual hace: 1º que no queramos depender de nadie
ni obedecer; 2º que nada temamos tanto como vernos humillados a los ojos de los
hombres; 3º que busquemos todo lo que nos puede ensalzar en su estimación. Pues
bien, Hermanos Míos; vean lo que Jesucristo viene a combatir en su nacimiento
por la humildad más profunda.
No
solamente quiere Él depender de su Padre celestial y obedecerle en todo, sino
que quiere también obedecer a los hombres y en alguna manera depender de su
voluntad. En efecto: el emperador Augusto ordena que se haga el censo de todos
sus súbditos, y que cada uno de ellos se haga inscribir en el lugar donde
nació. Y vemos que, apenas publicado este edicto, la Virgen Santísima y San
José se ponen en camino, y Jesucristo, aunque en el seno de su madre, obedece
con conocimiento y elección esta orden. Decidme Hermanos Míos; ¿podemos
encontrar ejemplo de humildad más grande y más capaz de movernos a practicar
esta virtud con amor y diligencia? ¡Qué!, ¡un Dios obedece a sus criaturas y
quiere depender de ellas, y nosotros, miserables pecadores, que, en vista de
nuestras miserias espirituales, debiéramos escondernos en el polvo, podemos aun
buscar mil pretextos para dispensarnos de obedecer los mandamientos de Dios y
de su Iglesia a nuestros superiores, que ocupan en esto el lugar del mismo Dios!
¡Qué bochorno para nosotros Hermanos Míos; si comparamos nuestra conducta con
la de Jesucristo! Otra lección de humildad que nos da Jesucristo es la de haber
querido sufrir la repulsa del mundo. Después de un viaje de cuarenta leguas,
María y José llegaron a Belén. ¡Con qué honor no debía ser recibido Aquel a
quien esperaban hacía cuatro mil años! Más como venía para curarnos de nuestro
orgullo y enseñarnos la humildad, permite que todo el mundo le rechace y nadie
le quiera hospedar. Ved, pues Hermanos Míos; al Señor del universo, al Rey de
cielos y tierra despreciado, rechazado de los hombres, por los cuales viene a
dar la vida a fin de salvarnos. Preciso es, pues, que el Salvador se vea
reducido a que unos pobres animales le presten su morada. ¡Dios mío!, ¡qué
humildad y qué anonadamiento para un Dios! Sin duda, Hermanos Míos; nada nos es
tan sensible como las afrentas, los desprecios y las repulsas; pero si nos
paramos a considerar los que padeció Jesucristo, ¿podremos nunca quejarnos, por
grandes que sean los nuestros? ¡Qué dicha para nosotros, Hermanos Míos; tener
ante los ojos tan hermosos modelo, al cual podemos seguir sin temor de
equivocarnos!
Digo
que Jesucristo, muy lejos de buscar lo que podía ensalzarle en la estima de los
hombres, quiere, por el contrario, nacer en la oscuridad y en el olvido; quiere
que unos pobres pastores sean secretamente avisados de su nacimiento por un
ángel, a fin de que las primeras adoraciones que reciba vengan de los más
humildes entre los hombres. Deja en su reposo y en su abundancia a los grandes
y a los dichosos del siglo, para enviar sus embajadores a los pobres, a fin de que
sean consolados en su estado, viendo en un pesebre, tendido sobre un manojo de
paja, a su Dios y Salvador. Los ricos no son llamados sino mucho tiempo
después, para darnos a entender que de ordinario las riquezas y comodidades
suelen alejarnos de Dios. Después de tal ejemplo, ¿podremos, Hermanos Míos; ser
ambiciosos y conservar el corazón henchido de orgullo y lleno de vanidad?
¿Podremos todavía buscar la estimación y el aplauso de los hombres, si volvemos
los ojos al pesebre? No nos parecerá oír al tierno y amable Jesús que nos dice
a todos: «Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón». Gustemos, pues,
Hermanos Míos; de vivir en el olvido y desprecio del mundo; nada temamos tanto,
nos dice San Agustín, como los honores y las riquezas de este mundo, porque, si
fuera permitido amarlas, las hubiera amado también Aquél que se hizo hombre por
amor nuestro. Si Él huyó y despreció todo esto, nosotros debemos hacer otro
tanto, amar lo que Él amó y despreciar lo que Él despreció: tal es, Hermanos
Míos; la lección que Jesucristo nos da al venir al mundo, y tal es, al propio
tiempo, el remedio que aplica a nuestra primera llaga, que es el orgullo. Pero
hay, en nosotros una segunda llaga no menos peligrosa: la avaricia.
II–
Digo, hermanos míos; que la segunda llaga que el pecado ha abierto en el
corazón del hombre, es la avaricia, es decir, el amor desordenado de las
riquezas y bienes terrenales. ¡Ay Hermanos Míos! ¡Qué estragos causa esta
pasión en el mundo! Razón tiene San Pablo en decirnos que ella es la fuente de
todos los males. ¿No es, en efecto, de este maldito interés de donde vienen las
injusticias, las envidias, los odios, los perjurios, los pleitos, las riñas,
las animosidades y la dureza para con los pobres? Según esto, hermanos míos;
¿podemos extrañarnos de que Jesucristo, que viene a la tierra para curar las
pasiones de los hombres, quiera nacer en la más grande pobreza y en la
privación de todas las comodidades, aun de aquellas que parecen necesarias a la
vida humana? Y por esto vemos que comienza por escoger una Madre pobre y quiere
pasar por hijo de un pobre artesano; y, como los profetas habían anunciado que
nacería de la familia real de David, a fin de conciliar este noble origen con
su grande amor a la pobreza, permite que, en el tiempo de su nacimiento, esta
ilustre familia haya caído en la indigencia. Va todavía más lejos. María y
José, aunque hartó pobres, tenían, con todo, una pequeña casa en Nazaret; esto
era todavía demasiado para Él: no quiere nacer en un lugar que le pertenezca; y
por esto obliga a su santa Madre, a que haga con José un viaje a Belén en el
tiempo preciso en que ha de ponerle en el mundo. ¿Pero a lo menos en Belén,
patria de su padre David, no hallará parientes que le reciban en su casa? Nada
de esto, nos dice el Evangelio; no hay quien le quiera recibir; todo el mundo
le rechaza so pretexto de que es pobre. Decidme, hermanos míos; ¿a dónde irá
este tierno Salvador, si nadie le quiere recibir para resguardarle de las
inclemencias de la estación? No obstante, queda todavía un recurso: irse a una
posada. José y María se presentan, en efecto. Pero Jesús, que todo lo tenía
previsto, permitió que el concurso fuese tan grande que no quedase ya sitio
para ellos. ¡Oh hermanos míos! ¿A dónde irá, pues, nuestro amable Salvador? San
José y la Santísima Virgen, buscando por todos los lados, divisan una vieja
casucha donde se recogen las bestias cuando hace mal tiempo. ¡Oh, cielos!,
¡asombraos! ¡Un Dios en un establo! Podía escoger el más espléndido palacio;
mas, como ama tanto la pobreza, no lo hará. Un establo será su palacio, un
pesebre su cuna, un poco de paja su lecho, míseros pañales serán todo su
ornamento, y pobres pastores formarán su corte.
Decidme,
¿podía enseñarnos de una manera más eficaz el desprecio que debemos tener a los
bienes y riquezas de este mundo, y, al propio tiempo, la estima en que hemos de
tener la pobreza y a los pobres? Venid, miserables, dice San Bernardo, ¡venid
vosotros, todos los que tenéis el corazón apegado a los bienes de este mundo,
escuchad lo que os dicen este establo, esta cuna y estos pañales que envuelven
a vuestro Salvador! ¡Ah! ¡Desdichados de vosotros los que amáis los bienes de
este mundo! ¡Ay! ¡Cuán difícil es que los ricos se salven! ¿Por qué?, —me
preguntaréis—, ¿Por qué, hermanos míos? Os lo diré:
1º
Porque ordinariamente la persona rica está llena de orgullo; es menester que
todo el mundo le haga acatamiento; es menester que las voluntades de todos los
demás se sometan a la suya.
2º
Porque las riquezas apegan nuestro corazón a la vida presente: así vemos todos
los días que los ricos temen en gran manera la muerte.
3º
Porque las riquezas son la ruina del amor de Dios y extinguen todo sentimiento
de compasión para con los pobres, o por mejor decir, las riquezas son un
instrumento que pone en juego todas las demás pasiones. ¡Ay, hermanos míos! Si
tuviésemos abiertos los ojos del alma, ¡cuánto temeríamos que nuestro corazón
se apegase a las cosas de este mundo! ¡Ah! Si los pobres llegaran a entender
bien cuánto los acerca a Dios su estado y de qué modo les abre el cielo, ¡cómo
bendecirían al Señor por haberlos puesto en una posición que tanto les aproxima
a su Salvador!
Si
ahora me preguntáis: ¿cuáles son esos pobres a quienes tanto ama Jesucristo?
Son, hermanos míos; los que sufren su pobreza con espíritu de penitencia, sin
murmurar y sin quejarse. Sin esto, su pobreza no les serviría sino para
hacerlos aún más culpables que los ricos. Entonces, —me diréis—, ¿qué han de
hacer los ricos para imitar a un Dios tan pobre y despreciado? Os lo diré: no
han de apegar su corazón a los bienes que poseen; han de emplear esos bienes en
buenas obras en cuanto puedan; han de dar gracias a Dios por haberles concedido
un medio tan fácil de rescatar sus pecados con sus limosnas; no han de despreciar
nunca a los que son pobres, antes, al contrario, han de respetarlos viendo en
ellos una gran semejanza con Jesucristo. Así es como, con su gran pobreza, nos
enseña Jesucristo a combatir nuestro apego a los bienes de este mundo; por ella
nos cura la segunda llaga que nos ha causado el pecado. Pero nuestro tierno
Salvador quiere todavía curarnos una tercera llaga producida en nosotros por el
pecado, que es la sensualidad.
III–
Esta pasión consiste en el apetito desordenado de los placeres que se gozan por
los sentidos. Esta funesta pasión nace del exceso en el comer y beber, del
excesivo amor al descanso, a los regalos y comodidades de la vida, a los
espectáculos, a las reuniones profanas; en una palabra, a todos los placeres
que dan gusto a los sentidos. ¿Qué hace Jesucristo para curarnos de esta
peligrosa enfermedad? Vedlo: nace en los sufrimientos, las lágrimas y la
mortificación; nace durante la noche, en la estación más rigurosa del año.
Apenas nacido, se le tiende sobre unos majos de paja, en un establo. ¡Oh, Dios
mío! ¡Qué estado para un Dios! Cuando el Eterno Padre creó a Adán, le puso en
un jardín de delicias; nace ahora su Hijo, y le pone sobre un puñado de paja.
¡Oh, Dios mío!, ¡Qué estado, hermano mío! Aquél que hermosea el cielo y la
tierra, Aquél que constituye toda la felicidad de los ángeles y de los santos,
quiere nacer y vivir y morir entre sufrimientos. ¿Puede acaso mostrarnos de una
manera más elocuente el desprecio que debemos tener a nuestro cuerpo, y cómo
debemos tratarlo duramente por temor de perder el alma? ¡Oh, Dios mío!, ¡qué
contradicción! Un Dios sufre por nosotros, un Dios derrama lágrimas por
nuestros pecados, y nosotros nada quisiéramos sufrir, quisiéramos toda suerte
de comodidades…
Pero
también, hermanos míos; ¡qué terribles amenazas no nos hacen las lágrimas y los
sufrimientos de este divino Niño! «¡Ay de vosotros, —nos dice Él—, que pasáis
vuestra vida riendo, porque día vendrá en que derramaréis lágrimas sin fin!».
«El reino de los cielos, —nos dice—, sufre violencia, y sólo lo arrebatarán los
que se la hacen continuamente». Sí, hermanos míos si nos acercamos
confiadamente a la cuna de Jesucristo, si mezclamos nuestras lágrimas con las
de nuestro tierno Salvador, en la hora de la muerte escucharemos aquellas
dulces palabras: «¡Dichosos los que lloraron, porque serán consolados!»
Tal
es, pues, hermanos míos; la tercera llaga que Jesucristo vino a curar
haciéndose hombre: la sensualidad, es decir, ese maldito pecado de la impureza.
¡Con qué ardor hemos de querer, amar y buscar todo lo que puede conservar o
procurarnos en nosotros una virtud que nos hace tan agradables a Dios! Sí,
hermanos míos; antes del nacimiento de Jesucristo, había demasiada distancia
entre Dios y nosotros para que pudiésemos atrevernos a rogarle. Pero el Hijo de
Dios, haciéndose hombre, quiere aproximarnos sobremanera a Él y forzarnos a
amarle hasta la ternura. ¿Cómo, hermanos míos; viendo a un Dios en estado de
tierno infante, podríamos negarnos a amarle con todo nuestro corazón? Él quiere
ser, por sí mismo, nuestro Mediador, se encarga de pedirlo todo al Padre por
nosotros; nos llama hermanos e hijos suyos; ¿podía tornar otros nombres que nos
inspirasen mayor confianza? Vayamos pues, plenamente confiados a Él siempre que
hayamos pecado; Él pedirá nuestro perdón, y nos obtendrá la dicha de
perseverar.
Más,
para merecer esta grande y preciosa gracia, es preciso, hermanos míos; que
sigamos las huellas de nuestro modelo; que a ejemplo suyo amemos la pobreza, el
desprecio del mundo y la pureza; que nuestra vida responda a nuestra alta
cualidad de hijos y hermanos de un Dios hecho hombre. No, no podemos considerar
la conducta de los judíos sin quedarnos sobrecogidos de asombro. Este pueblo
estaba esperando al Salvador hacía ya cientos de años, había estado rogando
siempre; movido por el deseo que tenía de recibirle; y al presentarse, nadie se
encuentra que le ofrezca un pequeño albergue; siendo Dios omnipotente se ve
precisado a que le presten su morada unos pobres animales. No obstante, hermanos
míos, en la conducta de los judíos, criminal como es, yo hallo, no un motivo de
excusa para aquel pueblo, sino un motivo de condenación para la mayor parte de
los cristianos. Sabemos que los judíos se habían formado de su libertador una
idea que no se avenía con el estado de humillación en que Él se presentaba;
parecían no poder persuadirle de que Él fuese el que había de ser su
libertador; pues, como nos dice muy bien San Pablo: «Si los judíos le hubiesen
reconocido Dios, jamás le hubieran dado muerte». Pequeña excusa es ésta para
los judíos. Mas nosotros, hermanos míos; ¿qué excusa podemos tener para nuestra
frialdad y nuestro desprecio de Jesucristo? Sí, sin duda, hermanos míos;
nosotros creemos verdaderamente que Jesucristo apareció en la tierra, y que dio
pruebas las más convincentes de su divinidad: aquí está el objeto de nuestra
solemnidad. Este mismo Dios quiere, por la efusión de su gracia, nacer
espiritualmente en nuestros corazones: aquí están los motivos de nuestra
confianza. Nosotros nos gloriamos, y con razón, de reconocer a Jesucristo por
nuestro Dios, nuestro Salvador y nuestro modelo: aquí está el fundamento de
nuestra fe. Pero, con todo esto, decidme, ¿qué homenaje le rendimos? ¿Acaso
hacemos por Él algo más que si todo esto no creyéramos? Decidme, ¿responde a
nuestra creencia nuestra conducta? Mirémoslo un poco más de cerca, y veremos
que somos todavía más culpables que los judíos en su ceguera y endurecimiento.
IV-
Por lo pronto, hermanos míos; no hablamos de aquellos, que, habiendo perdido la
fe, no la profesan ya exteriormente; hablamos de aquellos que creen todo lo que
la Iglesia nos enseña, y, sin embargo, nada o casi nada hacen de lo que la
religión nos manda. Hagamos acerca de esto, hermanos míos; algunas reflexiones
apropiadas a los tiempos en que vivimos. Censuramos a los judíos por haber
rehusado un asilo a Jesucristo, a quien no conocían. Pero, ¿hemos reflexionado
bien, hermanos míos; que nosotros le hacemos igual afrenta cada vez que
descuidamos recibirlo en nuestros corazones por la santa comunión? Censuramos a
los judíos por haberle crucificado, a pesar de no haberles hecho más que bien;
y decidme, ¿a nosotros qué mal nos ha hecho o por mejor decir, qué bien ha
dejado de hacernos? Y en recompensa, hermanos míos; ¿no le hacemos nosotros el
mismo ultraje cada vez que tenemos la audacia de entregarnos al pecado? Y
nuestros pecados ¿no son mucho más dolorosos para su corazón que lo que los
judíos le hicieron sufrir? No podemos leer sin horror todas las persecuciones
que sufrió de parte de los judíos, que con ello creían hacer una obra grata a
Dios. Pero, ¿no hacemos nosotros una guerra mil veces más cruel a la santidad
del Evangelio con nuestras costumbres desarregladas? ¡Ay, hermanos míos! Que
todo nuestro cristianismo se reduce a una fe muerta; y parece que no creemos en
Jesucristo sino para ultrajarle más y deshonrarle con una vida tan miserable a
los ojos de Dios. Juzgad, según esto, hermanos míos; qué deben pensar de
nosotros los judíos, y con ellos todos los enemigos de nuestra santa religión.
Cuando ellos examinan las costumbres de la mayor parte de los cristianos,
encuentran una gran multitud de éstos que viven poco más o menos como si nunca
hubiesen sido cristianos. Más no quiero entrar en detalles acerca de esto,
porque no acabaría nunca.
Me
limitaré a dos puntos esenciales, que son: el culto exterior de nuestra santa
religión y los deberes de la caridad cristiana. No, hermanos míos; nada debiera
sernos más humillante y más amargo que los reproches que los enemigos de
nuestra fe nos echan en cara a este propósito; porque todo ello no tiende sino
a demostrarnos cómo nuestra conducta está en contradicción con nuestras creencias.
Vosotros os gloriáis, —nos dicen— de poseer en cuerpo y alma la persona de ese
mismo Jesucristo, que en otro tiempo vivió en la tierra, y a quien adoráis como
a vuestro Dios y Salvador; Vosotros Creéis que Él baja a sus altares, que mora
en sus sagrarios, que su carne, es verdadero manjar y su sangre verdadera
bebida para vuestras almas; mas, si ésta es vuestra fe, entonces sois vosotros
los impíos, ya que os presentáis en las iglesias con menos respeto, compostura
y decencia de los que usarías para visitar en su casa a una persona honesta.
Los paganos ciertamente no habrían permitido que se cometiesen en sus templos y
en presencia de sus ídolos, mientras se ofrecían los sacrificios, las
inmodestias que cometéis vosotros en presencia de Jesucristo, en el momento
mismo en que decís que desciende sobre vuestros altares. Si verdaderamente
creéis lo que afirmáis creer, debierais estar sobrecogidos de un temblor santo.
¡Ay,
hermanos míos! Estas censuras son muy merecidas. ¿Qué puede pensarse, en
efecto, viendo la manera como la mayor parte de los cristianos se portan en
nuestras iglesias? Los unos están pensando en sus negocios temporales, los
otros en sus placeres; éste duerme, a ese otro se le hace el tiempo
interminable; el uno vuelve la cabeza, el otro bosteza, el otro se está
rascando, o revolviendo las hojas de su devocionario, o mirando con impaciencia
si falta todavía mucho para que concluyan los santos oficios. La presencia de
Jesucristo es un martirio, mientras que se pasarán cinco o seis horas en el
teatro, en la taberna, en la caza, sin que este tiempo se les haga largo; y
podéis observar, que durante los ratos que se conceden al mundo y a sus
placeres, no hay quien se acuerde de dormir; ni de bostezar, ni de fastidiarse.
Pero, ¿es posible que la presencia de Jesucristo sea tan ingrata a los
cristianos, que debieran hacer consistir toda su dicha en venir a pasar unos
momentos en compañía de tan buen padre? Decidme, ¿qué debe pensar de nosotros
el mismo Jesucristo, que ha querido hallarse presente en nuestros sagrarios
sólo por nuestro amor, al ver que su santa presencia, que debiera constituir
toda nuestra felicidad o más bien nuestro paraíso en este mundo, parece ser un
suplicio y un martirio para nosotros? ¿No hay razón para creer que esta clase
de cristianos no irá jamás al cielo, donde debería estar toda la eternidad en
presencia de este mismo Salvador? ¡Habría realmente motivo para que se les
hiciese largo el tiempo!… ¡Ah hermanos míos! Vosotros no conocéis vuestra
ventura cuando tenéis la dicha de presentaros delante de vuestro Padre, que os
ama más que a sí mismo, y os llama al pie de sus altares, como en otro tiempo
llamó a los pastores, para colmaros de toda suerte de beneficios. Si
estuviésemos bien penetrados de esto, ¡con qué amor y con qué diligencia
vendríamos aquí como los Reyes Magos, para hacerle ofrenda de todo lo que
poseemos, es decir, de nuestros corazones y de nuestras almas! ¿No vendrían los
padres y madres con mayor solicitud a ofrecerle toda su familia, para que la
bendijese y le diese las gracias de la santificación? ¡Y con qué gusto no
acudirían los ricos a ofrecerle una parte de sus bienes en la persona de los
pobres! ¡Dios mío!, ¡cuántos bienes nos hace perder para la eternidad nuestra
poca fe!
Pero
escuchad todavía a los enemigos de nuestra santa religión: nada digamos, —continúan
ellos—, de vuestros Sacramentos, con respecto a los cuales vuestra conducta
dista tanto de vuestra creencia como el cielo dista de la tierra. Según los
principios de vuestra fe. Tenéis el bautismo, por el cual quedáis convertidos
en otros tantos dioses, elevados a un grado de honor que no puede comprenderse,
porque supone que sólo Dios os sobrepuja. Mas, ¿qué se puede pensar de
vosotros, viendo cómo la mayor parte os entregáis a crímenes que os colocan por
debajo de las bestias desprovistas de razón? Tenéis el sacramento de la
Confirmación, por el cual quedáis convertidos en otros tantos soldados de
Jesucristo, que valerosamente sientan plaza bajo el estandarte de la cruz, que
jamás deben ruborizarse de las humillaciones y oprobios de su Maestro, que en
toda ocasión deben dar testimonio de la verdad del Evangelio. Y, no obstante,
¿quién lo dijera? se hallan entre vosotros yo no sé cuántos cristianos que por
respeto humano no son capaces de hacer públicamente sus actos de piedad; que
quizás no se atreverían a tener un crucifijo en su cuarto o una pila de agua
bendita a la cabecera de su cama; que se avergonzarían de hacer la señal de la
cruz antes y después de la comida, o se esconden para hacerla. ¿Veis, por
consiguiente, cuán lejos estáis de vivir conforme vuestra religión os exige?
Tocante a la confesión y comunión, nos decís vosotros, es verdad, que son cosas
muy hermosas y muy consoladoras; pero, ¿de qué manera os aprovecháis de ellas?
¿Cómo las recibís? Para unos no son más que una costumbre, una rutina y un
juego; para otros, un suplicio: no van más, que, por decirlo así, arrastrados.
Mirad cómo es preciso que vuestros ministros os insten y estimulen para que os
lleguéis al tribunal de la penitencia, donde se os da, según decís, el perdón
de vuestros pecados, o a la sagrada mesa, donde creéis que se come el pan de
los ángeles, que es vuestro Salvador. Si creyeseis lo que decís, ¿no sería más
bien necesario enfrenaros, considerando cuán grande es vuestra dicha de recibir
a vuestro Dios, que debe constituir vuestro consuelo en este mundo y vuestra
gloria en el otro? Todo esto, que, según vuestra fe, constituye una fuente de
gracia y de santificación, para la mayor parte de vosotros no es en realidad
más que una ocasión de irreverencias, de desprecios, de profanaciones y de
sacrilegios. O sois unos impíos, o vuestra religión es falsa; pues, si
estuvieseis bien convencidos de que vuestra religión es santa, no os
conduciríais de esta manera en todo lo que ella os manda. Vosotros tenéis,
además del domingo otras fiestas establecidas, decís, unas para honrar lo que
vosotros llamáis los misterios de vuestra religión; otras, para celebrar la
memoria de vuestros apóstoles, las virtudes de vuestros mártires, que tanto se
sacrificaron por establecer vuestra religión. Pero estas fiestas, estos
domingos, ¿cómo los celebráis? ¿No son principalmente estos días los que
escogéis para entregaros a toda suerte de desórdenes, excesos y libertinaje:
¿No cometéis más maldades en estos días, tan santos, según decís, que en todo
otro tiempo? Respecto a los divinos oficios, que para vosotros son una reunión
con los santos del cielo, donde comenzáis a gustar de su misma felicidad, ved
el caso que hacéis de ellos; una gran parte, no asiste casi nunca; los demás,
van a ellos como los criminales al tormento; ¿qué podría pensarse de vuestros
misterios, a juzgar por la manera como celebráis sus fiestas? Pero dejemos a un
lado este culto exterior, que, por una extravagancia singular, y por una
inconsistencia llena de irreligión, confiesa y desmiente al mismo tiempo
vuestra fe. ¿Dónde se halla entre vosotros esa caridad fraterna, que, según los
principios de vuestra creencia, se funda en motivos tan sublimes y divinos?
Examinemos algo más de cerca este punto, y veremos si son o no bien fundados
esos reproches. ¡Qué religión tan hermosa la vuestra, —nos dicen los judíos y
aun los mismos paganos—, si practicaseis lo que ella os ordena! No solamente
sois todos hermanos, sino que juntos, —y esto es lo más hermoso—, no hacéis más
que un mismo cuerpo con Jesucristo, cuya carne y sangre os sirven de alimento
todos los días; sois todos miembros unos de otros. Hay que convenir en que este
artículo de vuestra fe es admirable, y tiene algo de divino. Si obraseis según
vuestra fe, seríais capaces de atraer a vuestra religión todas las demás
naciones; así es ella de hermosa y consoladora, y así son de grandes los bienes
que promete para la otra vida. Pero lo que hace creer a todas las naciones que
vuestra religión no es como decís vosotros, es que vuestra conducta está en
abierta oposición con lo que ella os manda. Si se preguntase a vuestros
pastores y pudiesen ellos revelar lo que hay de más secreto, nos mostrarían
vuestras querellas, vuestras enemistades, vuestras venganzas, vuestras
envidias, vuestras maledicencias, vuestras chismorrerías, vuestros pleitos y
tantos otros vicios, qué causan horror a todos los pueblos, aun a aquellos cuya
religión tanto dista, según vosotros, de la santidad de la vuestra. La
corrupción de costumbres que reina entre vosotros impide a los que no son de
vuestra religión abrazarla, porque si estuvieseis bien persuadidos de que ella
es buena y divina, os portaríais muy de otra manera.
¡Ay,
hermanos míos! ¡Qué bochorno para nosotros oír de los enemigos de nuestra
religión semejante lenguaje! Pero, ¿no tienen razón sobrada para usarlo?
Examinando nosotros mismos nuestra conducta, vemos positivamente que nada
hacemos de lo que aquélla nos manda. Parece, al contrario, que no pertenecemos
a una religión tan santa sino para deshonrarla y desviar a los que la quisieran
abrazar: una religión que nos prohíbe el pecado, que nosotros cometemos con tanto
gusto y al cual nos precipitamos con tal furor que parece no vivimos sino para
multiplicarlo; una religión que cada día presenta ante nuestros ojos a
Jesucristo como un buen padre que quiere colmarnos de beneficios, y nosotros
huimos su santa presencia, o si nos presentamos ante Él, en el templo, no es
más que para despreciarle y hacernos aún más culpables; una religión que nos
ofrece el perdón de nuestros pecados por el ministerio de sus sacerdotes, y
lejos de aprovecharnos de estos recursos, o los profanamos o los rehuimos; una
religión que nos descubre tantos bienes en la otra vida, y nos muestra medios
tan seguros y fáciles de conseguirlos, y nosotros no parece que conozcamos todo
esto sino para convertirlo en objeto de un cierto desprecio y chanza de mal
gusto; una religión que nos pinta de la manera más horrible los tormentos de la
otra vida, con el fin de movernos a evitarlos, y nosotros obrando como si para
merecerlos no hubiésemos todavía pecado bastante. ¡Oh, Dios mío! ¡En qué abismo
de ceguera hemos caído! Una religión que no cesa nunca de advertirnos que
debemos trabajar sin descanso en corregir nuestros defectos, y nosotros, lejos
de hacerlo así, yendo en busca de todo lo que puede enardecer nuestras
pasiones; una religión que nos advierte que no hemos de obrar sino por Dios, y
siempre con la intención de agradarle, y nosotros, no teniendo en nuestras
obras más que miras humanas, queriendo siempre que el mundo sea testigo del
bien que hacemos, que nos aplauda y felicite por ello. ¡Oh Dios mío! ¡Qué
ceguera y qué pobreza la nuestra! ¡Y pensar que podríamos allegar tantos
tesoros para el cielo, con sólo portarnos según las reglas que nos da nuestra
religión santa!
Pero
escuchad todavía cómo los enemigos de nuestra santa y divina religión nos
abruman con sus reproches: decís vosotros que vuestro Jesús, a quien
consideráis como vuestro Salvador, os asegura que mirará como hecho a sí propio
todo cuanto hiciereis por vuestro hermano; ésta es una de vuestras creencias,
por cierto, muy hermosa. Pero, si esto es así como vosotros nos decís, ¿es que
no lo creéis sino para insultar al mismo Jesucristo? ¿Es que no lo creéis sino
para maltratarle y ultrajarle de la manera más cruel en la persona de vuestro
prójimo? Según vuestros principios, las menores faltas contra la caridad han de
ser consideradas como otros tantos ultrajes hechos a Jesucristo. Pero entonces,
decid, cristianos, ¿qué nombre daremos a esas maledicencias, a esas calumnias,
a esas venganzas, a esos odios con que os devoráis los unos a los otros? He
aquí que vosotros sois mil veces más culpables para con la persona de
Jesucristo, que los mismos judíos a quienes echáis en cara su muerte. No,
hermanos míos; las acciones de los pueblos más bárbaros contra la humanidad
nada son comparadas con lo que todos los días hacemos nosotros contra los
principios de la caridad cristiana. Aquí tenéis hermanos míos; una parte de los
reproches que nos echan en rostro los enemigos de nuestra santa religión.
No
me siento con fuerzas para proseguir, hermanos míos; tan triste es esto y
deshonroso para nuestra santa religión, tan hermosa, tan consoladora, tan capaz
de hacernos felices, aun en este mundo, mientras nos prepara una dicha infinita
para la eternidad. Y si esos reproches son ya tan humillantes para un cristiano
cuando no salen más que de boca de los hombres, dejo a vuestra consideración
qué será cuando tengamos la desventura de oírlos de boca del mismo Jesucristo,
al comparecer delante de Él, para darle cuenta de las obras que nuestra fe
debiera haber producido en nosotros. Miserable cristiano, —nos dirá Jesucristo—,
¿dónde están los frutos de la fe con que yo había enriquecido tu alma? ¿De
aquella fe en la cual viviste y cuyo Símbolo rezabas todos los días? Me habías
tomado por tu Salvador y tu modelo. He aquí mis lágrimas y mis penitencias,
¿dónde están las tuyas? ¿Qué fruto sacaste de mi sangre adorable, que hacía
manar sobre ti por mis Sacramentos? ¿De qué te ha servido esta cruz, ante la
cual tantas veces te prosternaste? ¿Qué semejanza hay entré tú y Yo? ¿Qué hay
de común entre tus penitencias y las mías?, ¿entre tu vida y mi Vida? ¡Ah,
miserable!, dame cuenta de todo el bien que esta fe hubiera producido en ti, si
hubieses tenido la dicha de hacerla fructificar. Ven, depositario infiel e
indolente, dame cuenta de esta fe preciosa e inestimable, que podía y debía
haberte producido riquezas eternas, si no la hubieras indignamente ligado con
una vida toda carnal y pagana. ¡Mira, desgraciado, qué semejanza hay entre tú y
Yo! Considera mi Evangelio, considera tu fe. Considera mi humildad y mi
anonadamiento, y considera tu orgullo, tu ambición y tu vanidad. Mira tú
avaricia, y mi desasimiento de las cosas de este mundo. Compara tu dureza con
los pobres y el desprecio que de ellos tuviste, con mi caridad y mi amor; tus
destemplanzas, con mis ayunos y mortificaciones; tu frialdad y todas tus
irreverencias en el templo, tus profanaciones, tus sacrilegios y los escándalos
que diste a mis hijos, todas las almas que perdiste, con los dolores y
tormentos que por salvarlas yo pasé. Si tú fuiste la causa de que mis enemigos
blasfemasen de mi santo Nombre, yo sabré castigarlos a ellos como merecen; pero
a ti quiero hacerte probar todo el rigor de mi justicia. Sí, —nos dice
Jesucristo—, los moradores de Sodoma y de Gomorra serán tratados con menos
severidad que este pueblo desdichado, a quien tantas gracias concedí, y para
quien mis luces, mis favores y todos mis beneficios fueron inútiles, pagándome
con la más negra ingratitud.
Sí,
hermanos míos; los malvados maldecirán eternamente el día en que recibieron el
santo bautismo, los pastores que los instruyeron, los Sacramentos que les
fueron administrados. ¡Ay!; ¿qué digo?; este confesionario, este comulgatorio,
estas sagradas fuentes, este púlpito, este altar, esta cruz, este Evangelio, o
para que lo entendáis mejor, todo lo que ha sido objeto de su fe, será objeto
de sus imprecaciones, de sus maldiciones, de sus blasfemias y de su
desesperación eterna. ¡Oh Dios mío! ¡Qué vergüenza y qué desgracia para un
cristiano, no haber sido cristiano sino para mejor condenarse y para mejor
hacer sufrir a un Dios que no quería sino su eterna felicidad, a un Dios que
nada perdonó para ello, que dejo el seno de su Padre, y vino a la tierra a
vestirse de nuestra carne, y pasó toda su vida en el sufrimiento y los dolores,
y murió en la cruz para salvarle! Dios no ha cesado, se dirá el mísero, de
perseguirme con tantos buenos pensamientos, con tantas instrucciones de parte
de mis pastores, con tantos remordimientos de mi conciencia. Después de mi
pecado, se me ha dado a sí mismo para servirme de modelo; ¿qué más podía hacer
para procurarme el cielo? Nada, no, nada más; si hubiese yo querido, todo esto
me hubiera servido para ganar el cielo, que no es ya para mí. Volvamos, hermanos
míos; de nuestros extravíos, y tratemos de obrar mejor que hasta el presente.
San
Juan María vianney, el cura de Ars
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