EL CAMINO: "YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA, NADIE VA AL PADRE SINO POR MÍ". (JUAN 14:6)

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"Y EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN, PORQUE NO HAY OTRO NOMBRE BAJO EL CIELO DADO A LOS HOMBRES, EN EL CUAL PODAMOS SER SALVOS". (HECHOS 4:12)

martes, 11 de abril de 2017

María es Madre de los pecadores arrepentidos



MARÍA ES MADRE DE LOS PECADORES ARREPENTIDOS


1-María socorre al pecador que abandona el mal

Declaró María a santa Brígida que ella no sólo es madre de justos e inocentes, sino también de los pecadores que deseen enmendarse. Cuando un pecador recurre a María con deseo de enmendarse, encuentra a esta buena madre de misericordia pronta a abrazarlo y ayudarle, mejor de lo que lo hiciera cualquier otra madre. Esto es lo que escribió el papa san Gregorio a la princesa Matilde: “Abandona el deseo de pecar y encontrarás a María, te lo aseguro, más pronta para amarte que la madre que te dio el ser”.

Pero quien aspire a ser hijo de esta madre maravillosa es necesario que primero deje el pecado, y entonces podrá confiar en ser aceptado por hijo. Sobre las palabras “se levantaron sus hijos” (Pr 31, 28), reflexiona Ricardo de San Lorenzo y advierte que, primero, se dice “se levantaron, y, después, “sus hijos”; porque, añade, no puede ser hijo de María quien no busca primero levantarse de la culpa donde ha caído. Si es cierto, como dice san Pedro Crisólogo, “que reniega de su madre quien no imita sus virtudes”, lo es que quien se porta al contrario de María niega con sus obras querer ser su hijo. María humilde, ¿y él quiere ser soberbio? María purísima, ¿y él deshonesto? María llena de amor, ¿y él odiando al prójimo? Da muestras de que ni es ni quiere ser hijo de tan santa madre. “Los hijos de María –añade Ricardo de San Lorenzo- han de ser sus imitadores en la castidad, en la humildad, en la mansedumbre, en la misericordia”. ¿Y cómo pretenderá ser hijo de María quien tanto la contraría con su mala vida? Dijo un pecador a María: “Muestra que eres mi madre”. Y la Virgen le respondió: “Demuestra que eres mi hijo”. Otro pecador invocaba a esta divina Madre y la llamaba madre de misericordia. Y le dijo María: “Vosotros pecadores, cuando queréis que os ayude, me llamáis madre de misericordia; pero entre tanto no cesáis con vuestros pecados de hacerme madre de miserias y dolores”. “Maldito el que exaspera a su madre” (Ecclo 3, 18). Dios maldice al que aflige con su mala vida y con su obstinación a esta su santa Madre.

He dicho con su obstinación porque el pecador, aun cuando no haya roto las cadenas del pecado, si se obstina en salir del pecado y por eso busca la ayuda de María, esta madre no dejará de socorrerlo y tornarlo a la gracia de Dios. Cosa que oyó santa Brígida de boca de Jesucristo, que hablando con María le dijo: “Auxilias a todo el que se esfuerza por elevarse hacia Dios y a nadie dejas privado de tus consuelos”. Mientras el pecador permanece obstinado, María no puede amarlo; pero si se encuentra encadenado por cualquier pasión que lo hace esclavo del infierno y al menos se encomienda a la Virgen y le suplica con confianza y perseverancia que lo saque del pecado, sin duda que esta buena madre le tenderá su poderosa mano, lo librará de las cadenas y lo conducirá a esta de salvación.

Es herejía condenada por el Concilio de Trento decir que todas las oraciones y obras que se hacen en pecado son pecado. Dice san Bernardo que las plegarias en boca del pecador, si bien no son hermosas porque no van acompañadas de la caridad, sin embargo son útiles y provechosas para salir del pecado porque, como lo enseña santo Tomás, aunque la oración del pecador no es meritoria, es muy apta para impetrar la gracia del perdón, pues la gracia de impetrar no se funda en el mérito del que ruega, sino en la bondad divina y en los méritos y promesas de Jesucristo, que ha dicho: “Todo el que pide, recibe” (Lc 11, 10). Lo mismo hay que decir de las plegarias que se dirigen a la Madre de Dios.

2. María acoge la súplica del pecador como madre misericordiosa

Si el que ruega, dice san Anselmo, no merece ser oído, los méritos de María, a la cual se encomienda, harán que sea escuchado. Por eso san Bernardo exhorta a todos pecadores a que rueguen a María y tengan gran confianza al suplicarle: porque si el pecador no merece lo que pide, ciertamente se concederá a María, por sus méritos, lo que se pide a Dios. Éste es el oficio de una buena madre, dice el mismo santo. Una madre que supiese que dos de sus hijos se odiaban a muerte y que uno pensara quitarle la vida al otro, ¿qué no haría para conseguir reconciliarlos por todos los medios? Así, dice el santo, María es madre de Jesús y madre del hombre. Cuando ve a un pecador enemistado con Jesucristo no puede sufrir verlos odiándose y no descansa hasta ponerlos en paz. “Oh bienaventurada María, tú eres madre del reo y madre del juez; siendo madre de entrambos hijos, no puedes soportar que haya discordias entre los dos”. La benignísima Señora no quiere otra cosa del pecador, sino que se encomiende a ella con intención de enmendarse. Cuando María ve a sus pies a un pecador que viene a pedirle misericordia, no mira los pecados que tiene, sino la intención con que viene. Si viene con buena intención, aunque haya cometido todos los pecados del mundo, lo abraza y la benignísima madre no se desdeña de curarle todas las llagas de su alma. Es que no sólo la llamamos madre de misericordia, sino que lo es verdaderamente como lo muestra con el amor y ternura en socorrer. Todo esto le expresó la Virgen a santa Brígida, diciendo: “Por muy grande que sea un pecador, estoy preparada para recibirlo al punto si a mí viene; ni me fijo en cuánto ha pecado, sino en la intención con que viene; y no me desdeño en ungir sus llagas y curárselas, porque me llamo y soy de verdad la madre de la misericordia”.

María es madre de los pecadores que quieren convertirse y como madre no puede dejar de compadecerse de ellos, y hasta pareciera que siente como propios los sufrimientos de sus propios hijos. Cuando la cananea suplicó a Jesús que librara a su hija del demonio que la atormentaba, le dijo: “Jesús, hijo de David, ten compasión de mí, que mi hija es atormentada por el demonio” (Mt 15, 22). Pero si la atormentada por el demonio era la hija y no la madre, parece que debiera haber dicho: Señor, ten piedad de mi hija, no de mí. Pero no; dijo: “Ten piedad de mí”. Con toda razón, porque las miserias y desgracias de los hijos las sienten las madres como propias. Así es la manera, dice Ricardo de San Lorenzo, como suplica a Dios María cuando intercede por un pecador que a ella se encomienda. “María clama por el alma pecadora y dice: Ten compasión de mí”. Señor mío, parece decirle, esta pobre alma que está en pecado es hija mía, y por eso ten piedad no tanto de ella cuanto de mí que soy su madre.

3. María intercede eficazmente por los pecadores

¡Ojalá que todos los pecadores recurrieran a esta dulce madre! ¡Todos serían perdonados por Dios! “¡Oh María –exclama lleno de admiración san Buenaventura–, al pecador despreciado por todo el mundo, tú lo abrazas con maternal afecto y no lo abandonas, sino que consigues reconciliarlo con el Juez!” Quiere decir el santo con esto que el pecador, mientras permanece en su pecado, es despreciado y aborrecido de todos; hasta las criaturas inanimadas; el aire, el fuego y la tierra parecen que quisieran castigarlo y vengarse de él para reparar el honor de su Dios despreciado. Pero si este infeliz acude a María, ¿María lo rechazará? No; que, si viene con intención de obtener ayuda para enmendarse, ella lo abraza con amor de madre y no descansa hasta que con su poderosa intercesión lo reconcilia con Dios y lo pone en su gracia.

Se lee en el segundo libro de los Reyes (14, 2) que la sagaz mujer de Tecua se presentó a David y le habló de esta manera: “Señor, yo tenía dos hijos y, para mi desgracia, uno mató al otro. Ya he perdido un hijo, y ahora la justicia quiere quitarme el único que me ha quedado. Ten piedad de esta pobre madre y haz que no me vea privada de los dos hijos”. David, compadecido de esta madre, perdonó al delincuente. Esto mismo parece decir María cuando ve a Dios indignado contra un pecador que a ella se encomienda: “Dios mío –le dice–, yo tenía dos hijos, Jesús y el hombre. El hombre ha matado a mi Jesús en la cruz. Ahora tu justicia quiere condenar al hombre. Señor, mi Jesús ya ha muerto; ten compasión de mí, y si he perdido uno, no consientas que pierda ahora el otro”.

Seguro que Dios no condena a los pecadores que recurren a María y por los que ella ruega, siendo así que el mismo Dios los ha confiado como hijos a María. El devoto Laspergio hace hablar así al Señor: “Encomendé los pecadores como hijos a María. Por eso se muestra tan solícita en cumplir su oficio que no consiente se condene ninguno de los que le han sido confiados, sobre todo si la invocan; y hace todo lo que está en su mano para atraerlos a todos a mí”.

4. María merece toda nuestra confianza

¿Quién podrá explicar, dice Blosio, la bondad, la misericordia, la fidelidad y la caridad con que esta nuestra madre nos protegerá cuando pedimos su ayuda? Postrémonos, pues, dice san Bernardo, ante esta buena madre, abracémonos a sus sagrados pies para que nos bendiga y nos acepte por hijos. ¿Quién puede desconfiar de la bondad de esta Madre? Decía san Buenaventura: “Aunque tuviera que morir, en ella esperaré; y puesta en ella toda mi confianza, junto a su imagen deseo morir y me salvaré”. Así debe decir todo pecador que recurre a esta madre tan piadosa: Señora mía, yo, con toda razón, merezco que me deseches de tu presencia y me castigues según mis culpas; pero aun cuando parezca que me abandonas y me dejas morir, no perderé la confianza en que tú me has de salvar. Confío absolutamente en ti, y con tal que tenga la dicha de morir ante tu imagen, encomendándome a tu misericordia, tengo la plena seguridad de no condenarme y de llegar a alabarte y bendecirte en el cielo en compañía de tantos siervos tuyos que, al morir, y llamándote en su ayuda, se han salvado todos por tu poderosa intercesión.



EJEMPLO

Ernesto, librado de la muerte por María

Refiere el Belovacense que en la ciudad de Radulfo, en Inglaterra, año 1430, vivía un joven noble llamado Ernesto, quien habiendo distribuido sus bienes entre los pobres entró en un monasterio, donde llevaba una vida tan edificante que los superiores lo apreciaban sobremanera, especialmente por su devoción a la santísima Virgen. En la población se declaró la peste, y la gente acudió al monasterio pidiendo oraciones. El abad mandó a Ernesto que fuera a rogar a la Virgen ante su altar y no se levantase de allí hasta que hubiera obtenido una respuesta de la Señora. Allí estuvo el joven tres días hasta que obtuvo la respuesta de María que mandaba hicieran rogativas, celebradas las cuales cesó la peste.

Pero más tarde este joven se enfrió en la devoción a María. El demonio lo atacó con muchas tentaciones impuras y para que se fugara del monasterio. Por no haberse encomendado a María, decidió fugarse saltando los muros del monasterio. Cuando iba a realizar su intento, al pasar junto a una imagen de María que estaba en el claustro, la Madre de Dios le habló, diciéndole: “Hijo mío, ¿por qué me dejas?” Ernesto, confuso y compungido, cayó en tierra y respondió: “Señora, ¿pero no ves que no puedo resistir más? ¿Por qué no me ayudas?”. La Virgen le respondió: ¿Y tú por qué no me has invocado? Si te hubieras encomendado a mí, no te verías en este estado. De hoy en adelante encomiéndate a mí y no dudes”.

Ernesto volvió a su celda. Pero insistiendo las tentaciones y descuidando el acudir a María, al fin se fugó del monasterio, entregándose a una vida pésima. De pecado en pecado se convirtió en asesino. Tomó en arriendo una posada donde, por la noche, mataba a los pobres viandantes y los despojaba. Una noche mató a un primo del gobernador, el cual, sospechando del ventero, lo procesó y lo condenó a morir en la horca.

Antes de que fuera detenido llegó a la hostería un joven caballero. El malvado ventero, según su costumbre, entró a media noche en su habitación para asesinarlo; pero he aquí que en la cama no vio al caballero, sino un crucificado lleno de llagas que, mirándolo piadosamente, le dijo: “¿No te basta, ingrato, con que yo haya muerto una vez por ti? ¿Quieres volver a matarme? ¡Puedes hacerlo!” El infeliz Ernesto se postró llorando y dijo: “Señor, aquí me tienes; ya que has tenido conmigo tan gran misericordia, quiero convertirme”. En el mismo instante abandonó la posada y emprendió el camino del claustro para hacer penitencia. Pero por el camino lo prendió la justicia; lo llevaron ante el juez, donde confesó todos sus crímenes. Inmediatamente fue condenado a la horca, sin darle tiempo ni a confesarse. Él se encomendó a María, y la Virgen hizo que cuando lo colgaron no muriese. Ella misma lo bajó de la horca y le dijo: “Torna al monasterio, haz penitencia; y cuando veas en mi mano un documento de perdón de tus pecados, prepárate a la muerte”. Ernesto volvió al convento y, habiendo contado todo al abad, hizo penitencia. Pasados los años, vio en manos de María la cédula del perdón. Se preparó a la muerte y santamente entregó su alma.


ORACIÓN DE CONFIANZA EN MARÍA

¡Reina mía soberana, digna de mi Dios, María!
Al verme tan vil y cargados de pecados,
no debiera atreverme
a acudir a ti y llamarte madre.
Merezco, lo sé, que me deseches,
pero te ruego que contemples
lo que ha hecho y padecido tu Hijo por mí;
y después me deseches si puedes.
Soy un pecador que, más que otros,
ha despreciado la divina Majestad;
pero el mal está hecho.
A ti acudo que me puedes auxiliar;
ayúdame, Madre mía, y no digas
que no puedes ampararme,
pues bien sé que eres poderosa
y obtienes de tu Dios lo que deseas.
Si me dices que no puedes protegerme,
dime al menos a quién debo acudir
para ser socorrido en mi desgracia
y dónde poder refugiarme
o en quién pueda más seguro confiar.
Tú, Jesús mío, eres mi padre;
y tú mi madre, María.
Amás a los más miserables
y los andáis buscando para salvarlos.
Yo soy reo del infierno,
el más mísero de todos.
Pero no tienes necesidad de buscarme;
ni siquiera lo pretendo.
A vosotros me presento con la esperanza
de no verme abandonado.
Vedme a vuestros pies.
Jesús mío, perdóname.
María, madre mía, socórreme.

Del libro “Las Glorias de María” de san Alfonso María de Ligorio, capítulo I, parte IV.



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