Revelaciones de Jesucristo a la beata Ana Catalina
Emmerich.
En proceso de canonización.
En proceso de canonización.
I
"No
creía Judas que su traición tendría el resultado que tuvo; el dinero sólo
preocupaba su espíritu, y desde mucho tiempo antes se había puesto en relación
con algunos fariseos y algunos saduceos astutos, que le excitaban a la traición
halagándole. Estaba cansado de la vida errante y penosa de los Apóstoles. En
los últimos meses no había cesado de robar las limosnas de que era depositario,
y su avaricia, excitada por la liberalidad de Magdalena cuando derramó los
perfumes sobre Jesús, lo llevó al último de sus crímenes. Había esperado
siempre en un reino temporal de Jesús, y en él un empleo brillante y lucrativo.
Se acercaba más y más cada día a sus agentes, que le acariciaban y le decían de
un modo positivo que en todo caso pronto acabarían con Jesús.
Se cebó
cada vez más en estos pensamientos criminales, y en los últimos días había
multiplicado sus viajes para decidir a los príncipes de los sacerdotes a obrar.
Estos no querían todavía comenzar, y lo trataron con desprecio. Decían que
faltaba poco tiempo antes de la fiesta, y que esto causaría desorden y tumulto.
El Sanhedrín sólo prestó alguna atención a las proposiciones de Judas.
Después
de la recepción sacrílega del Sacramento, Satanás se apoderó de él, y salió a
concluir su crimen. Buscó primero a los negociadores que le habían lisonjeado
hasta entonces, y que le acogieron con fingida amistad. Vinieron después otros,
entre los cuales estaban Caifás y Anás; este último le habló en tono altanero y
burlesco. Andaban irresolutos, y no estaban seguros del éxito, porque no se
fiaban de Judas. Cada uno presentaba una opinión diferente, y antes de todo
preguntaron a Judas: "¿Podremos tomarlo? ¿No tiene hombres armados con
Él?". Y el traidor respondió: "No; está solo con sus once discípulos:
Él está abatido, y los once son hombres cobardes". Les dijo que era
menester tomar a Jesús ahora o nunca, que otra vez no podría entregarlo, que no
volvería más a su lado, que hacía algunos días que los otros discípulos de
Jesús comenzaban a sospechar de él. Les dijo también que, si ahora no tomaban a
Jesús, se escaparía, y volvería con un ejército de sus partidarios para ser
proclamado rey.
Estas
amenazas de Judas produjeron su efecto. Fueron de su modo de pensar, y recibió
el precio de su traición: las treinta monedas. Judas, resentido del desprecio
que le mostraban, se dejó llevar por su orgullo hasta devolverles el dinero
hasta que lo ofrecieran en el templo, a fin de parecer a sus ojos como un
hombre justo y desinteresado. Pero no quisieron, porque era el precio de la sangre
que no podía ofrecerse en el templo. Judas vio cuánto le despreciaban, y
concibió un profundo resentimiento. No esperaba recoger los frutos amargos de
su traición antes de acabarla; pero se había entremetido tanto con esos
hombres, que estaba entregado a sus manos, y no podía librarse de ellos.
Observábanle de cerca, y no le dejaban salir hasta que explicó la marcha que
habían de seguir para tomar a Jesús.
Cuando
todo estuvo preparado, y reunido el suficiente número de soldados, Judas corrió
al Cenáculo, acompañado de un servidor de los fariseos para avisarles si estaba
allí todavía. Judas volvió diciendo que Jesús no estaba en el Cenáculo, pero
que debía estar ciertamente en el monte de los Olivos, en el sitio donde tenía
costumbre de orar.
Pidió que
enviaran con él una pequeña partida de soldados, por miedo de que los
discípulos, que estaban alertas, no se alarmasen y excitasen una sedición. El
traidor les dijo también tuviesen cuidado de no dejarlo escapar, porque con
medios misteriosos se había desaparecido muchas veces en el monte, volviéndose
invisible a los que le acompañaban. Les aconsejó que lo atasen con una cadena,
y que usaran ciertos medios mágicos para impedir que la rompiera. Los judíos
recibieron estos avisos con desprecio, y le dijeron: "Si lo llegamos a
tomar, no se escapará". Judas tomó sus medidas con los que lo debían
acompañar, y besar y saludar a Jesús como amigo y discípulo; entonces los
soldados se presentarían y tomarían a Jesús.
Deseaba
que creyeran que se hallaba allí por casualidad; y cuando ellos se presentaran,
él huiría como los otros discípulos, y no volverían a oír hablar de él. Pensaba
también que habría algún tumulto; que los Apóstoles se defenderían, y que Jesús
desaparecería, como hacía con frecuencia. Este pensamiento le venía cuando se
sentía mortificado por el desprecio de los enemigos de Jesús; pero no se
arrepentía, porque se había entregado enteramente a Satanás. Los soldados
tenían orden de vigilar a Judas y de no dejarlo hasta que tomaran a Jesús,
porque había recibido su recompensa y temían que escapase con el dinero. La
tropa escogida para acompañar a Judas se componía de veinte soldados de la
guardia del templo y de los que estaban a las órdenes de Anás y de Caifás.
Judas marchó con los veinte soldados; pero fue seguido a cierta distancia de
cuatro alguaciles de la última clase, que llevaban cordeles y cadenas; detrás
de éstos venían seis agentes con los cuales había tratado Judas desde el
principio. Eran un sacerdote, confidente de Anás, un afiliado de Caifás, dos
fariseos y dos saduceos, que eran también herodianos.
Estos
hombres eran aduladores de Anás y de Caifás; le servían de espías, y Jesús no
tenía mayores enemigos. Los soldados estuvieron acordes con Judas hasta llegar
al sitio donde el camino separa el jardín de los Olivos del de Getsemaní; al
llegar allí, no quisieron dejarlo ir solo delante, y lo trataron dura e
insolentemente.
II
Hallándose
Jesús con los tres Apóstoles en el camino, entre Getsemaní y el jardín de los
Olivos, Judas y su gente aparecieron a veinte pasos de allí, a la entrada del
camino: hubo una disputa entre ellos, porque Judas quería que los soldados se
separasen de él para acercarse a Jesús como amigo, a fin de no aparecer en
inteligencia con ellos; pero ellos, parándolo, le dijeron: "No, camarada;
no te acercarás hasta que tengamos al Galileo". Jesús se acercó a la
tropa, y dijo en voz alta e inteligible: "¿A quién buscáis?". Los
jefes de los soldados respondieron: "A Jesús Nazareno". - "Yo
soy", replicó Jesús. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando
cayeron en el suelo, como atacados por apoplejía. Judas, que estaba todavía al
lado de ellos, se sorprendió, y queriendo acercarse a Jesús, el Señor le tendió
la mano, y le dijo: "Amigo mío, ¿qué has venido a hacer aquí?". Y
Judas balbuceando, habló de un negocio que le habían encargado. Jesús le
respondió en pocas palabras, cuya sustancia es ésta: "¡Más te valdría no
haber nacido!". Mientras tanto, los soldados se levantaron y se acercaron
al Señor, esperando la señal del traidor: el beso que debía dar a Jesús. Pedro
y los otros discípulos rodearon a Judas y le llamaron ladrón y traidor. Quiso
persuadirlos con mentiras, pero no pudo, porque los soldados lo defendían
contra los Apóstoles, y por eso mismo atestiguaban contra él.
Jesús dijo por segunda vez: "¿A
quién buscáis?". Ellos respondieron también: "A Jesús Nazareno".
"Yo soy, ya os lo he dicho; soy yo a quien buscáis; dejad a éstos". A
estas palabras los soldados cayeron una segunda vez con contorsiones semejantes
a las de la epilepsia. Jesús dijo a los soldados: "Levantaos". Se
levantaron, en efecto, llenos de terror; pero como los soldados estrechaban a
Judas, los soldados le libraron de sus manos y le mandaron con amenazas que les
diera la señal convenida, pues tenían orden de tomar a aquél a quien besara.
Entonces Judas vino a Jesús, y le dio un beso con estas palabras:
"Maestro, yo os saludo". Jesús le dijo: "Judas, ¿tu vendes al
Hijo del hombre con un beso?". Entonces los soldados rodearon a Jesús, y
los alguaciles, que se habían acercado, le echaron mano.
Judas quiso huir, pero los Apóstoles lo
detuvieron: se echaron sobre los soldados, gritando: "Maestro, ¿debemos
herir con la espada?". Pedro, más ardiente que los otros, tomó la suya,
pegó a Malco, criado del Sumo Sacerdote, que quería rechazar a los Apóstoles, y
le hirió en la oreja: éste cayó en el suelo, y el tumulto llegó entonces a su
colmo. Los alguaciles habían tomado a Jesús para atarlo: los soldados le
rodeaban un poco más de lejos, y, entre ellos, Pedro que había herido a Malco.
Otros soldados estaban ocupados en rechazar a los discípulos que se acercaban;
o en perseguir a los que huían. Cuatro discípulos se veían a lo lejos: los
soldados no se habían aún serenado del terror de su caída, y no se atrevían a
alejarse por no disminuir la tropa que rodeaba a Jesús. Tal era el estado de
cosas cuando Pedro pegó a Malco, mas Jesús le dijo enseguida: "Pedro, mete
tu espada en la vaina, pues el que a cuchillo mata a cuchillo muere: ¿crees tú
que yo no puedo pedir a mi Padre que me envíe más de doce legiones de ángeles?
¿No debo yo apurar el cáliz que mi Padre me ha dado a beber? ¿Cómo se cumpliría
la Escritura si estas cosas no sucedieran?". Y añadió: "Dejadme curar
a este hombre". Se acercó a Malco, tocó su oreja, oró, y la curó.
Los soldados que estaban a su alrededor
con los alguaciles y los seis fariseos; éstos le insultaron, diciendo a la
tropa: "Es un enviado del diablo; la oreja parecía cortada por sus
encantos, y por sus mismos encantos la ha curado". Entonces Jesús les
dijo: "Habéis venido a tomarme como un asesino, con armas y palos; he
enseñado todos los días en el templo, y no me habéis prendido; pero vuestra
hora, la hora del poder de las tinieblas, ha llegado". Mandaron que lo
atasen, y lo insultaban diciéndole: "Tú no has podido vencernos con tus
encantos". Jesús les dio una respuesta, de la que no me acuerdo bien, y
los discípulos huyeron en todas direcciones. Los cuatro alguaciles y los seis
fariseos no cayeron cuando los soldados, y por consecuencia no se habían
levantado. Así me fue revelado, porque estaban del todo entregados a Satanás,
lo mismo que Judas, que tampoco se cayó, aunque estaba al lado de los soldados.
Todos los que se cayeron y se levantaron se convirtieron después, y fueron cristianos.
Estos soldados habían puesto las manos sobre Él. Malco se convirtió después de
su cura, y en las horas siguientes sirvió de mensajero a María y a los otros
amigos del Salvador.
Los
alguaciles ataron a Jesús con la brutalidad de un verdugo. Eran paganos, y de
baja extracción. Tenían el cuello, los brazos y las piernas desnudos; eran
pequeños, robustos y muy ágiles; el color de la cara era moreno rojizo, y
parecían esclavos egipcios. Ataron a Jesús las manos sobre el pecho con
cordeles nuevos y durísimos; le ataron el puño derecho bajo el codo izquierdo,
y el puño izquierdo bajo el codo derecho. Le pusieron alrededor del cuerpo una
especie de cinturón lleno de puntas de hierro, al cual le ataron las manos con
ramas de sauce; le pusieron al cuello una especie de collar lleno de puntas,
del cual salían dos correas que se cruzaban sobre el pecho como una estola, y
estaban atadas al cinturón. De éste salían cuatro cuerdas, con las cuales
tiraban al Señor de un lado y de otro, según su inhumano capricho. Se pusieron
en marcha, después de haber encendido muchas hachas. Diez hombres de la guardia
iban delante; después seguían los alguaciles, que tiraban a Jesús por las
cuerdas; detrás los fariseos que lo llenaban de injurias: los otros diez
soldados cerraban la marcha. Los alguaciles maltrataban a Jesús de la manera
más cruel, para adular bajamente a los fariseos, que estaban llenos de odio y
de rabia contra el Salvador.
Lo llevaban por caminos ásperos, por
encima de las piedras, por el lodo, y tiraban de las cuerdas con toda su
fuerza. Tenían en la mano otras cuerdas con nudos, y con ellas le pegaban.
Andaban deprisa y llegaron al puente sobre el torrente de Cedrón. Antes de
llegar a él vi a Jesús dos veces caer en el suelo por los violentos tirones que
le daban. Pero al llegar al medio del puente, su crueldad no tuvo límites:
empujaron brutalmente a Jesús atado, y lo echaron desde su altura en el
torrente, diciéndole que saciara su sed. Sin la asistencia divina, esto sólo
hubiera bastado para matarlo. Cayó sobre las rodillas y sobre la cara, que se
le hubiera despedazado contra los cantos, que estaban apenas cubiertos con un
poco de agua, si no le hubiera protegido con los brazos juntos atados; pues se
habían desatado de la cintura, sea por una asistencia divina, o sea porque los
alguaciles lo habían desatado. Sus rodillas, sus pies, sus codos y sus dedos,
se imprimieron milagrosamente en la piedra donde cayó, y esta marca fue después
un objeto de veneración. Las piedras eran más blandas y más creyentes que el
corazón de los hombres, y daban testimonio, en aquellos terribles momentos, de
la impresión que la verdad suprema hacía sobre ellas.
Yo no he visto a Jesús beber, a pesar de
la sed ardiente que siguió a su agonía en el jardín de los Olivos; le vi beber
agua del Cedrón cuando le echaron en él, y supe que se cumplió un pasaje
profético de los Salmos, que dice que beberá en el camino del agua del torrente
(Salmo 109). Los alguaciles tenían siempre a Jesús atado con las cuerdas. Pero
no pudiéndole hacer atravesar el torrente, a causa de una obra de albañilería
que había al lado opuesto, volvieron atrás, y lo arrastraron con las cuerdas
hasta el borde. Entonces aquéllos lo empujaron sobre el puente, llenándolo de
injurias, de maldiciones y de golpes. Su larga túnica de lana, toda empapada en
agua, se pegaba a sus miembros; apenas podía andar, y al otro lado del puente
cayó otra vez en el suelo. Lo levantaron con violencia, le pegaron con las
cuerdas, y ataron a su cintura los bordes de su vestido húmedo.
No era aún media noche cuando vi a Jesús
al otro lado del Cedrón, arrastrado inhumanamente por los cuatro alguaciles por
un sendero estrecho, entre las piedras, los cardos y las espinas. Los seis
perversos fariseos iban lo más cerca de Él que el camino les permitía, y con
palos de diversas formas le empujaban, le picaban o le pegaban. Cuando los pies
desnudos y ensangrentados de Jesús se rasgaban con las piedras o las espinas,
le insultaban con una cruel ironía, diciendo: "Su precursor Juan Bautista
no le ha preparado un buen camino"; o bien: "La palabra de Malaquías:
Envío delante de Ti mi ángel para prepararte el camino, no se aplica
aquí". Y cada burla de estos hombres era como un aguijón para los
alguaciles, que redoblaban los malos tratamientos con Jesús.
Sin embargo, advirtieron que algunas
personas se aparecían acá y allá a lo lejos; pues muchos discípulos se habían
juntado al oír la prisión del Señor, y querían saber qué iba a suceder a su
Maestro. Los enemigos de Jesús, temiendo algún ataque, dieron con sus gritos
señal para que les enviasen refuerzo. Distaban todavía algunos pasos de una
puerta situada al mediodía del templo, y que conduce, por un arrabal, llamado
Ofel, a la montaña de Sión, adonde vivían Anás y Caifás. Vi salir de esta
puerta unos cincuenta soldados. Llevaban muchas hachas, eran insolentes,
alborotadores y daban gritos para anunciar su llegada y felicitar a los que
venían de la victoria. Cuando se juntaron con la escolta de Jesús, vi a Malco y
a algunos otros aprovecharse del desorden, ocasionado por esta reunión, para
escaparse al monte de los Olivos.
Los cincuenta soldados eran un
destacamento de una tropa de trescientos hombres, que ocupaba las puertas y las
calles de Ofel; pues el traidor Judas había dicho a los príncipes de los sacerdotes
que los habitantes de Ofel, pobres obreros la mayor parte, eran partidarios de
Jesús, y que se podía temer que intentaran libertarlo. El traidor sabía que
Jesús había consolado, enseñado, socorrido y curado un gran número de aquellos
pobres obreros. En Ofel se había detenido el Señor en su viaje de Bethania a
Hebrón, después de la degollación de Juan Bautista, y había curado muchos
albañiles heridos en la caída de la torre de Siloé. La mayor parte de aquella
pobre gente, después de Pentecostés, se reunieron a la primera comunidad
cristiana. Cuando los cristianos se separaron de los judíos y establecieron
casas para la comunidad, se elevaron chozas y tiendas desde allí hasta el monte
de los Olivos, en medio del valle.
También vivía allí San Esteban. Los
buenos habitantes de Ofel fueron despertados por los gritos de los soldados.
Salieron de sus casas y corrieron a las calles y las puertas para saber lo que
sucedía. Mas los soldados los empujaban brutalmente hacia sus casas,
diciéndoles: "Jesús, el malhechor, vuestro falso profeta, va a ser
conducido preso. El Sumo Sacerdote no quiere dejarle continuar el oficio que
tiene. Será crucificado". Al saber esta noticia, no se oían más gemidos y
llantos. Aquella pobre gente, hombres y mujeres, corrían acá y allá, llorando,
o se ponían de rodillas con los brazos extendidos, y gritaban al Cielo
recordando los beneficios de Jesús. Pero los soldados los empujaban, les
pegaban, los hacían entrar por fuerza en sus casas, y no se hartaban de
injuriar a Jesús, diciendo: "Ved aquí la prueba de que es un agitador del
pueblo". Sin embargo, no querían ejercer grandes violencias contra los
habitantes de Ofel, por miedo de que opusieran una resistencia abierta, y se
contentaban con alejarlos del camino que debía seguir Jesús.
Mientras tanto, la tropa inhumana que
conducía al Salvador se acercaba a la puerta de Ofel. Jesús se había caído de
nuevo, y parecía no poder andar más. Entonces un soldado caritativo dijo a los
otros: "Ya veis que este infeliz hombre no puede andar. Si hemos de
conducirle vivo a los príncipes de los sacerdotes, aflojadle las manos ara que
pueda apoyarse cuando se caiga". La tropa se paró, y los alguaciles
desataron los cordeles; mientras tanto, un soldado compasivo le trajo un poco
de agua de una fuente que estaba cerca. Jesús le dio las gracias, y citó con
este motivo un pasaje de los Profetas, que habla de fuentes de agua viva, y
esto le valió mil injurias y mil burlas de parte de los fariseos. Vi a estos
dos hombres, el que le hizo desatar las manos y el que le dio de beber, ser
favorecidos de una luz interior de la gracia. Se convirtieron antes de la
muerte de Jesús, y se juntaron con sus discípulos. Se volvieron a poner en
marcha y en todo el camino no cesaron de maltratar al Señor."
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