“Porque el que
come y bebe de manera indigna, y sin discernir el cuerpo del Señor, come y bebe
para su propio castigo”.
(1 Corintios 11:29)
Sí todo pecado mortal, hijos míos, le da muerte a nuestra
alma, la separa de Dios para siempre, la precipita a todo tipo de desgracias,
¿a cuál estado debe pues reducirse el más horrible de todos los crímenes, que
es el sacrilegio? Oh mi Dios, ¿quién es el que jamás podrá formarse una idea
del estado espantoso de un alma cubierta de sacrilegios? Sí, nos dice
Jesucristo, cuando ustedes vean la abominación de la desolación en el lugar
santo, predicha por el profeta Daniel, compréndanlo bien; no, no, hijos míos,
no eran las profanaciones que se habían cometido, y que todavía debían
cometerse en el templo de Jerusalén, las que hicieron derramar las lágrimas de
Jesucristo. ¡Ay! Hijos míos, habiéndose escogido el corazón del hombre para
hacerlo su morada y su templo, Jesucristo preveía sin duda las profanaciones y
las abominaciones desastrosas que el demonio haría por el pecado; ¡qué
pensamiento triste y desconsolador para un Dios! Pero el más grande y más
terrible de todos los dolores es prever que se profanaría su cuerpo adorable y
su sangre preciosa.
¡Oh mi Dios! ¡Oh desgracia
incomprensible! Los cristianos pueden ser bien culpables de tal crimen,
¡que el infierno jamás pudo inventar algo semejante! ¡Ay! San Pablo ya lo
lamentaba en su tiempo. No pudiendo un día hacerles sentir toda la negrura de
este crimen espantoso, les decía llorando amargamente: que suplicio no
recibiría el portador de una mano parricida en el cuerpo de un Dios hecho
hombre, que le golpeó el corazón… ¡Ah! ¡Este tierno corazón qué nos ama hasta
en la cruz, y que le arrancaría la sangre de sus venas!… ¡Ah! Esta sangre
adorable derramada por nosotros, que nos santificó en el santo bautismo, que
nos purificó en el sacramento de la penitencia; parecería imposible encontrar
castigos bastante rigurosos y cristianos capaces de tal crimen. ¡Ay! Se
exclama, aquí esta uno todavía infinitamente más espantoso, es el recibir
indignamente el cuerpo adorable y la sangre preciosa de Jesucristo, es
profanarlo, mancharlo, envilecerlo; ¿este crimen es posible? ¡Ah! ¿Por lo
menos, lo es para los cristianos? Sí, ¡hay estos monstruos de ingratitud qué
llevan su furor hasta tal exceso!
Sí, hijos míos, si el buen Dios, en
este momento, mostrara las comuniones de todos los que están aquí, al
descubierto, ¡Ay! ¡cuántos aparecerían con su sentencia de reprobación escrita
en su conciencia criminal con la sangre de un Dios hecho hombre! Este
pensamiento hace estremecerse, y sin embargo nada tan común como estas
comuniones indignas; ¡cuántos tienen la temeridad de acercarse a la Mesa santa
con pecados escondidos y disfrazados de confesión! Cuántos no tienen este dolor
que el buen Dios les pide a ellos; ¡cuántos no hacen todos sus esfuerzos para
corregirse! ¡cuántos conservan una voluntad secreta de recaer sobre el pecado!
Cuántos no evitan las ocasiones del pecado, pudiendo hacerlo; ¡cuántos
conservan hasta la Mesa santa las enemistades en su corazón! Sondeen sus
conciencias, hijos míos, y vean si ustedes nunca estuvieron en una de estas
disposiciones acercándose a la comunión santa; si han tenido esta desgracia,
hijos míos, ¿de cuáles términos podría pues servirme para hacerles sentir todo
su horror? ¡Ah! Si me fuera permitido, iría al infierno para arrancarle a un
infame y traidor Judas todavía la humeante sangre adorable de
Jesucristo que profanó tan horriblemente. ¡Ah! si ustedes pudieran oír los
gritos y los aullidos que lanza; ¡ah! si pudieran comprender los tormentos que
aguanta a causa de su sacrilegio, morirían de espanto. ¡Ay! ¡qué será de
aquellos que, posiblemente toda su vida, hicieron sólo sacrilegios! ¿los
cristianos que me escuchan y que son culpables, todavía pueden vivir bien? Sí,
hijos míos, el sacrilegio es el más grande de todos los crímenes, ya que ataca
a un Dios y le da muerte, y nos trae a todos, las más grandes desgracias.
1–
Si les hablara a idólatras o hasta a herejes, comenzaría a probarles la
realidad de Jesucristo en el sacramento adorable de la Eucaristía; pero no,
nadie tiene la menor duda sobre eso. ¡Ay! haría falta que para los que se
acercan en malas disposiciones, Jesucristo no esté allí; pero no, está allí
también para los que se atreven a presentarse con pecado en el corazón, como
para los que están en estado de gracia. Quiero solamente, comenzando, citarles
un ejemplo que fortificará su fe, y les dará una idea de las disposiciones que
ustedes deben tener, para no profanar este gran Sacramento de amor. Se refiere,
en la historia, que un sacerdote que decía la Misa santa, después de haber
pronunciado las palabras de la consagración, duda si Jesucristo está realmente
presente en cuerpo y en alma en la Hostia santa; en el mismo instante la Hostia
santa fue totalmente teñida de sangre. Jesucristo parecía querer por tan grande
milagro criticarle a su ministro su poca fe y fortalecer a los cristianos en
esta verdad de fe, que está realmente presente en la santa Eucaristía. La santa
Hostia vertió sangre con tanta abundancia que el corporal, los manteles del
altar, y el mismo altar fueron enrojecidos. El Santo Padre, siendo informado,
hizo traer a una iglesia el corporal, que se llevaba cada año el día del Corpus
Christi, en gran veneración. No, hijos míos, todo esto no es necesario para
ustedes, porque nadie duda de eso; pero mi intención es mostrarles mientras me sea
posible el tamaño y horribilidad del sacrilegio. No, este conocimiento jamás se
dará al hombre mortal; tendría que ser Dios mismo, con el fin de poder
comprenderlo; sin embargo, para dáres una idea débil, les diré que el que tiene
esta gran desgracia, hace un pecado que ultraja más al buen Dios que todos
pecados mortales que se cometieron desde el comienzo del mundo y que los que
podrán cometerse hasta el final de los siglos; si usted me pregunta la razón,
es porque el sacrilegio ataca a la persona de Jesucristo mismo, mientras que
otros pecados desprecian sólo sus mandamientos. Pues es completamente imposible
mostrarles en toda su negrura; ¡Ay! Sin embargo, son tan comunes estos
sacrilegios.
Si quisiera, hijos míos, hablarles de
la muerte corporal de Jesucristo, yo solo tendría que hacerles la pintura de
los tormentos que aguantó durante su vida; yo solo tendría que mostrarles este
pobre cuerpo todo en colgajos, tal como estaba después de su flagelación, tal
como está ahora sobre el madero de la cruz; no haría falta más para tocarles el
corazón y hacerles derramar sus lágrimas. En efecto, ¿cuál es el pecador más
endurecido que podría resistir y que no mezclaría sus lágrimas con esta
sangre adorable? Cualquier joven, si fuera a echarme a sus pies con un Dios que
llora sus pecados, rogándole en gracia que no lo mate, su corazón más duro que
una roca, al que seguidamente sus lágrimas fluirían y pisoteando sus placeres,
se despediría de ellos para siempre. ¿Cuál es el avaro, al que le presentaría a
un Dios despojado de todas las cosas, desnudo sobre una cruz, a quien todavía
podrían gustarle los bienes de este mundo? ¿Cuál es el impúdico que iría a
esperar a que pase, que corre como un desesperado hacia el objeto de su pasión,
si le presentara a su Dios totalmente cubierto de heridas, de sangre,
pidiéndole por favor de no quitarle la vida, no caería a sus pies gritando
misericordia?
¡Ay! hijos míos, la muerte que le
damos a Jesucristo por la comunión sacrílega es todavía infinitamente más
horrible y más dolorosa. Cuando estaba sobre la tierra, sufrió sólo un cierto
tiempo, y murió sólo una vez; todavía, es su amor que lo hace sufrir y morir;
pero, aquí, no es más la misma cosa. Él muere a pesar de sí mismo, y su
muerte, muy lejos de ser ventajosa para nosotros como la primera vez, gira
a nuestra desgracia atrayéndonos todo tipo de castigos y en este mundo y en el
otro. ¡Oh mi Dios! ¡qué somos crueles hacia un Dios tan bueno! Sí, hijos míos,
cuando reflexionamos sobre la conducta de este apóstol pérfido que traicionó y
que vendió a su divino Maestro, que desde hace varios años, le había admitido
en nombre de sus favoritos más queridos, que le había colmado de tantos
beneficios, que le había dado un cargo preferentemente a otros, que había sido
testigo de tantos milagros; cuando nosotros recordamos, digo, las crueldades y
la barbarie de los judíos que hicieron a este divino Salvador todo lo que su
rabia pudo inventar de mayor crueldad, a este divino Salvador que había venido
a este mundo sólo para arrancarles de la tiranía del demonio, elevarles a la
gloriosa calidad de hijos de Dios, de coherederos de su reino, podemos
considerarlos sólo como monstruos de ingratitud, dignos de la execración del
cielo y de la tierra y de los castigos más rigurosos que el buen Dios pueda
hacer sentir a los réprobos en toda su potencia y su cólera justa.
Digo primero, hijos míos, que el que
tiene la gran desgracia de comulgar indignamente, su crimen es todavía
infinitamente más horrible que el de Judas que traicionó y vendió a su divino
Maestro, y que el de los judíos que le crucificaron; porque Judas y los judíos
todavía parecían tener alguna excusa de dudar si verdaderamente era el
Salvador. Pero este cristiano, pero este desafortunado profanador, ¿puede
ponerlo en duda? ¿Las pruebas de su divinidad no son bastante evidentes? ¿No
saben que a su muerte todas las criaturas parecieron ablandarse, que la
naturaleza entera pareció aniquilarse viendo expirar a su Creador? ¿Su
resurrección no fue manifestada por una infinidad de los prodigios más
sorprendentes, que no podían dejar alguna duda de su divinidad? ¿Su ascensión
no se hizo en presencia de más de 500 personas, que casi todas, derramaron su
sangre para sostener estas verdades? Pero el desafortunado profanador no ignora
nada de todo eso, y con todos sus conocimientos traiciona y vende a
su Dios y a su Salvador al demonio y le crucifica en su corazón por el pecado.
Judas se sirvió de un beso de paz para entregarlo a sus enemigos; pero el
indigno comulgando lleva todavía más lejos su crueldad: ¡después de haber
mentido al Espíritu Santo en el tribunal de la penitencia escondiendo o
disfrazando algún pecado, se atreve, este desgraciado, ir a colocarse entre los
fieles destinados a comer este pan, con un respeto hipócrita sobre la frente!
¡Ah! no, no, nada detiene a este monstruo de ingratitud; se adelanta y va a
consumir su reprobación. En vano, este tierno Salvador, viéndole venir, grita
del fondo de su tabernáculo como al pérfido Judas: “mi amigo, ¿qué estás
haciendo aquí? ¿Qué, mi amigo, vas a traicionar a tu Dios y tu Salvador por un
signo de paz (Lc 22, 48)? Paren, paren, mis hijos; ¡ah! por favor,
evítame. “Pero, no, no, ni los remordimientos de su conciencia, ni los
reproches tiernos que hace su Dios pueden parar sus pasos criminales. ¡Ah! ¡se
adelanta, va a apuñalar a su Dios y su Salvador! ¡Oh cielo! ¡qué horror!
¿pueden sostenerse bien sin temblar de este infeliz asesino de su Creador? ¡Ah!
no está allí la cumbre del crimen y de la abominación en el lugar santo? ¡Ah!
No, no, jamás el infierno en todo su furor pudo inventar algo semejante; no,
no, las naciones idólatras jamás pudieron inventar nada semejante en odio del
verdadero Dios, si lo comparamos con los ultrajes que un cristiano que comulga
indignamente hace a Jesucristo.
Sin embargo, leemos en la historia
unos ejemplos que hacen estremecerse. Vemos que un emperador pagano, en odio a
Jesucristo, colocó a ídolos infames sobre el Calvario y sobre el Santo
sepulcro, y creyó en esto que él no pudo llevar más lejos su furor hacia
Jesucristo. ¡Eh! ¡gran Dios! ¡hay algo comparable con el comulgante indigno!
¡Ah! no, no, no es más entre ídolos mudos e insensibles que él coloca a su
Dios, pero, ¡Ay! ¡en medio de sus pasiones infames y vivas, qué son tantos
verdugos qué crucifican a su Salvador! ¡Ay! ¿qué digo? Este desgraciado une
al Santo de los santos a asesinos prostituidos y le vende a la iniquidad. Sí,
este desgraciado sumerge a su Dios en un infierno intenso. ¿Podemos concebir
bien algo más espantoso? Sí, hijos míos, somos sobrecogidos de horror viendo en
la historia las profanaciones que se han hecho a las santas Hostias. ¿Pero qué
éstos, si se los comparamos a los que comulgan indignamente? ¡Oh! no, no, esto
todavía no es nada.
Voy a citarles algo que les
horrorizará. Se ha informado que una mujer cristiana, que era pobre, había
pedido prestado de un judío una pequeña cantidad de dinero, y le había dado en
prenda uno de sus vestidos. Al estar próxima la fiesta de Pascua, rogó que el judío
le devolviera para ese día las cosas que se le habían dado. El judío le dice
que le daría todo y las tendría si, después de haber comulgado, le aportaba la
Hostia santa. Esta desgraciada, para no ser obligada a devolverle la suma, le
dice que sí. Al día siguiente, fue a la iglesia, y después de haber recibido la
Hostia santa en su boca, seguidamente la retira, se la pone en su pañuelo y la
lleva al infeliz judío que se la había pedido sólo para ejercer su furor contra
Jesucristo. Teniéndola una vez entre las manos, la trató con la máxima crueldad.
Vemos que Jesucristo le mostró constantemente cuánto era sensible a los
ultrajes que este desgraciado le hacía. El judío puso la Hostia santa sobre una
mesa, y le dio cantidad de golpes de navaja; salió de ella una cantidad muy
grande de sangre que cubrió totalmente la mesa. La tomó y la colgó de un clavo,
le dio latigazos hasta que quedó satisfecho; la perforó con una lanza, salió de
ella sangre como en el momento en el que fue crucificado; luego, la echó
en el fuego, donde se la veía voltear aquí y allá entre las llamas sin recibir
ningún daño; su rabia lo llevó a echarla en una caldera de aceite hirviendo: el
líquido pareció ser convertido en sangre. La santa Hostia, en este momento,
tomó la forma de Jesucristo en cruz. Este desgraciado, lleno de espanto, corre
para esconderse en un reducto de su casa. Sin embargo, uno de los niños del judío
que ve a cristianos que iban a la iglesia, les dice: “ustedes no deben ir mas
por su Dios, mi padre lo mató.” Una mujer que escuchaba a este niño, entró en
la casa, todavía viva la Hostia santa que estaba en forma de cruz; esta mujer
corre para tomar un pequeño vaso; en el momento que presentó su vaso, la Hostia
santa retomó su antigua forma y se colocó en el vaso que había traído. Este
infeliz judío fue tan endurecido que prefirió dejarse quemar vivo que hacerse
bautizar.
No podemos pensar en estos horrores
sin estremecerse. ¡Ay! hijos míos, si supiéramos lo que es el sacrilegio, es
decir el ultraje que hace a Jesucristo el que comulga indignamente, el solo
pensamiento nos mataría de espanto. Este judío, después de haber saciado todo
su furor contra Jesucristo tratando tan indignamente esta Hostia santa, luce
más o menos como un pecado venial tiene semejanza con un pecado mortal, si lo
comparamos con un sacrilegio que hace un mal cristiano que tiene la desgracia
de acercarse a la Mesa santa sin estar en estado de gracia. ¡Ah! No, no, el
infierno jamás pudo inventar nada más horrible que el sacrilegio para hacer
sufrir a Jesucristo.
2 ° Yo digo que a la perfidia de Judas
al indigno comulgante se añade la ingratitud, el furor y la malicia de los judíos.
Escuchemos el tierno reproche que Jesucristo les hacía a los judíos (Jn 10, 32):
”¿por qué me persiguen? ¿Esto es porque alumbré a los ciegos, enderecé a los cojos,
devolví la salud a los enfermos, resucité a los muertos? ¿Es pues un crimen
haberles querido tanto?”. Tal es el lenguaje que Jesucristo les envía a los
profanadores de su cuerpo adorable y de su sangre preciosa. Todavía, nos dice
por la boca de uno de sus profetas (Sal 54, 13-14), si este ultraje y esta
afrenta me hubieran sido hechos por enemigos o por idólatras que jamás tuvieron
la felicidad de conocerme, o hasta por herejes nacidos en el error, esto me
habría sido menos sensible; pero ustedes, nos dice, a los que coloqué en el
seno de mi Iglesia, ustedes a los que enriquecí de mis dones más preciosos;
¡ustedes por el Bautismo, se habían hecho mis hijos, los herederos de mi
reino!… ¡Que! mis hijos, ciertamente ustedes se atreven a ultrajarme con el
sacrilegio más horrible; ¡qué! mis hijos, ustedes todavía pueden golpear el
corazón del mejor de todos los padres, que les quiso hasta la muerte. ¡Eh qué!
¡Ingratos, ustedes todavía no están satisfechos con todas las crueldades que se
ejercieron sobre mi cuerpo inocente durante mi pasión dolorosa! ¿Olvidaron el
estado lamentable al que fui reducido después de mi flagelación dolorosa y
sangrienta, donde mi cuerpo fue semejante a un pedazo de carne cortada? ¡Eh
qué! Ingratos, ustedes olvidaron los sufrimientos que sentí llevando mi cruz;
¿tantos pasos, tantas caídas, y tanta vez levantado a patadas? ¿Olvidaron que
era para arrancarles del infierno y abrirles el cielo que morí sobre el madero
infame de la cruz? ¡Ah! mis hijos, ¿todavía no están conmovidos? ¿Podía llevar más
lejos mi amor por ti? Paren, mis hijos. ¡Ah! por favor, perdona la vida a tu
Dios que te quiso tanto; ¿por qué quieres darme una segunda vez la muerte,
recibiéndome con pecado en tu corazón?
Dígame, ¿quién de nosotros tendría
el coraje, después de reproches tan tiernos y enamorado de su Dios, que todavía
podría tener la rabia de ir a presentarse a la Mesa santa con una conciencia
manchada por pecados? ¡Mi Dios, que puede entender la ceguera de esos
desgraciados! ¡Ah! Si todavía, antes de levantarse para ir a matar a su Dios,
pensaran en estas palabras terribles de san Pablo, que van a incorporar su
juicio y su condena (1 Cor 11, 29), ¿se atreverían a llevar bien su audacia
hasta tal exceso? ¿Este Dios de amor habría podido pensar, no digo de los que
no tienen la felicidad de conocerlo, sino que cristianos todavía no están
satisfechos por lo que los judíos le hicieron aguantar durante su pasión
dolorosa? ¿En el Calvario, habría pensado que el mayor número de los cristianos
se haría su verdugo, atentaría hasta sus días, y lo crucificaría en su corazón
recibiéndole en su conciencia manchada por pecados? Escuche lo que nos dice por
la boca de un profeta: ¿Curará un alma que le gustan sus heridas, es decir sus
pasiones? ¿Inflamará del ardor de su amor un corazón que arde del amor profano
del mundo? No, no, dice, con todo lo Dios que sea, jamás lo hará.
Sí, hijos míos, Jesucristo, en un
corazón criminal, está sin acción y sin movimiento, de modo que el que es
bastante desgraciado de comulgar indignamente, la muerte espiritual que le da a
su Dios es todavía más sorprendente que la que aguantó sobre la Cruz. En
efecto, hijos míos, si los judíos lo persiguieron de manera tan indigna, fue
por lo menos sólo durante su vida mortal, pero el indigno comulgando lo ultraja
en la estancia de su gloria. Si la muerte de Jesucristo sobre el Calvario
pareció tan violenta y tan dolorosa, por lo menos la naturaleza entera parecía
expresar su dolor, y las criaturas más insensibles aparecieron ablandarse y
parecían en esto querer compartir sus sufrimientos. Pero aquí, nada de todo eso
aparece, es insultado, es ultrajado, magullado; ¡oh! ¿Qué digo? Es degollado
por una nada vil; todo está en el silencio y todo parece insensible a sus
sufrimientos. El sol no se eclipsa en absoluto, la tierra no tiembla, el altar
no se vuelca; ¿este Dios de bondad tan indignamente ultrajado no puede quejarse
a título más justo que sobre el madero de la Cruz en el que está abandonado? no
debería exclamar: “¡Ah! Mi Padre, ¿por qué me abandonó al furor de mis
enemigos, hace falta que muera a cada instante?” Pero, mi Dios, ¿cómo un
cristiano puede tener el coraje de ir a la Mesa santa con pecado en el corazón
para darle muerte a su Dios?… ¡Mi Dios, qué desgracia! No, no, el infierno en
su furor jamás pudo inventarle nada más ultrajante a Jesucristo que el
sacrilegio cometido por los cristianos.
Pero, me dirán, ¿quiénes son pues los
que tienen esta gran desgracia? –¡Ay!, hijos míos, ¡que el número de ellos es
grande!– Pero, me dirán, ¿quién podría pues ser capaz de eso? – ¿quién podría
ser capaz de eso? Es usted, mi amigo, usted confesó sus pecados con tan poco
dolor como una historia indiferente. ¿Quién es culpable? Mi amigo usted sabe
que después de sus confesiones vuelve a caer con la misma facilidad; que no se
percibe ningún cambio en su manera de vivir; ¿tiene siempre los mismos pecados
que hay que decir en todas sus confesiones? ¿Quién es el culpable? Es usted,
miserable, usted cerró la boca antes de haber confesado sus pecados. ¿Quién es
el culpable? Es usted, pobre ciego, usted ha comprendido bien que no decía sus
pecados como los conoce. Dígame, ¿por qué en este estado se atreve a ir a la
Mesa santa? –Es, díganlo, porque quiero hacer mi Pascua, quiero comulgar–.
Usted quiere comulgar: pero, infeliz, ¿dónde quiere poner a su Dios? ¿Es en sus
ojos, que usted manchó con tantas miradas impuras y adúlteras? Usted quiere
comulgar: pero ¿dónde pondrá pues a su Dios? ¿Es en sus manos, que usted manchó
con tantos toques infames? Usted quiere comulgar: pero ¿dónde va a poner a su
Dios? ¿Es en su boca y sobre su lengua? ¡Eh! Gran Dios, ¡una boca y una lengua
que usted profanó tantas veces con besos impuros! Usted quiere comulgar: pero ¿dónde
espera pues colocar a su Dios? ¿Es en su corazón? ¡Oh horror! ¡Oh abominación!
Un corazón que es oscurecido y ennegrecido por el crimen, semejante a un tizón,
que desde hace quince días o tres semanas rueda en el fuego. Usted quiere
comulgar, mi amigo; ¿quiere hacer su Pascua? Vamos, levántate, avanza, infeliz;
cuando Judas, el infame Judas, hubo vendido a su divino Maestro, fue como un
desesperado, tanto que no aceptó la entrega a los verdugos para hacerlo
condenar a muerte. Adelante, infeliz, levántate, acabas de vendérselo al
demonio, al tribunal de la penitencia, escondiendo y disfrazando tus pecados,
marcha, desgraciado, entregarle al demonio. ¡Ah! gran Dios, ¿tus nervios podrán
sostener bien este cuerpo que va a cometer el más grande de todos los crímenes?
Levántese, infeliz, avance, ya que el Calvario está en su corazón, y la víctima
esta delante de usted, marche siempre, deje gritar su conciencia, trate
solamente de sofocar los remordimientos tanto como usted pueda. Vaya,
desgraciado, siéntese a la Mesa santa, va a comer el pan de los ángeles; pero,
antes de abrir tu boca manchada por tantos crímenes, escucha lo que va a
decirte el gran santo Cipriano, y verás la recompensa de tus sacrilegios. Una
mujer, nos dice, que se atrevió a presentarse a la Mesa santa con una
conciencia manchada por pecados, en el momento cuando le daba la comunión
santa, un golpe de rayo del cielo le cayó encima y le fulminó a mis pies.
¡Ay! mi Dios, ¿cómo puede una persona que es culpable ir a la comunión santa
para cometer el más grande todos los sacrilegios? Sí, hijos míos, san Pablo nos
dice que, si los judíos hubieran conocido a Jesucristo por el Salvador, jamás
le habrían hecho sufrir, ni morir (1 Cor 2, 8); pero usted, mi amigo, ¿puede
ignorar al que va a recibir? Si usted no pensaba en eso, escuche al sacerdote
que le grita en voz alta: “he aquí el Cordero de Dios, he aquí Aquel quien
borra los pecados del mundo.” Es santo, es puro. Si usted es culpable, infeliz,
no avance: sino, tiemble que los rayos del cielo vienen para precipitarse en su
cabeza criminal para castigarle y echar su alma en el infierno.
1–No,
no, hijos míos, no hablo aquí de los dolores temporales que los sacrilegios
atraen en el mundo; voy a pasar en silencio los castigos espantosos que los judíos
probaron después de haber matado a Jesucristo. La sola historia hace estremecerse:
se degollaban unos a otros; las calles fueron cubiertas de cadáveres, la sangre
fluía por las calles como el agua de un río; el hambre fue tan grande que las
madres llegaron hasta comer a sus niños.
San Juan Damasceno nos dice que el
sacrilegio es un crimen tan espantoso, que un solo sacrilegio es capaz de
atraer todo tipo de desgracias en el mundo; nos dice que es principalmente
sobre los profanadores que Jesucristo verterá durante toda la eternidad la hiel
de su furor. Aquí está un ejemplo que va a mostrarles el estado de un
profanador a la hora de la muerte. Se dice que un pobre desgraciado que había
hecho comuniones sacrílegas durante su vida, vio a un demonio que se le acercó
diciéndole: porque comulgaste indignamente durante tu vida, recibirás hoy la
comunión de mi mano; este pobre desgraciado exclamó: ¡Ay! la venganza de Dios
está sobre mí, y murió en la desesperación pronunciando estas palabras. Sí,
hijos míos, si pudiéramos formarnos una idea de la magnitud del sacrilegio,
moriríamos más bien mil veces que cometerlo. En efecto, un cristiano que es tan
desgraciado de comulgar indignamente, es culpable del más detestable de todos
los sacrilegios, de la más negra de todas las ingratitudes; digamos mejor,
envenena su corazón, mata su alma, le abre la puerta de su corazón al demonio,
y voluntariamente se hace su esclavo. Sí, hijos míos, el horror de su
sacrilegio viene de lo que profana, no un lugar o un vaso santo, sino un cuerpo
que es la fuente de toda santidad, que es el de Jesucristo. La enormidad de su
ingratitud resulta en que ultraja a su bienhechor por el más señalado de sus
beneficios; y mucho más, se sirve de mismo para ultrajarlo. La comunión
sacrílega es semejante a una espada muy aguda que hunde en sus entrañas, lo
envenena como Judas fue envenenado por la suya, le da al demonio pleno poder de
apresarlo después de haber recibido la comunión, por consiguiente, no debería,
hijos míos, atreverse a hacerlo así. Le sería preferible nunca comulgar
indignamente ya que no aporta provecho, ni placer, ni honor; pero causa el daño
más grande, de muy crueles remordimientos de conciencia y una infamia eterna.
San Cipriano dice que una mujer, saliendo de comulgar indignamente, fue
apresada por el demonio que le atormentó tan horriblemente, que ella misma fue
su verdugo; después de haberse cortado la lengua, murió…
Oh mi Dios, un cristiano puede tener
bien el coraje de ir a la Mesa santa teniendo pecados ocultos, o unos pecados
de los cuales no quiere corregirse, o si usted quiere, ¿los que a pesar de
tantas comuniones pasadas no cambia de vida? Mi Dios, ¡que el hombre es
ciego! ¡Ay! Esto será sólo en el día del juicio que veremos todas estas
abominaciones. Escuchen a san Pablo, hablando a los Corintios (1 Cor 2, 8): “ustedes
se presentan, les decía, a la mesa del Señor, con tan poco respeto y religión
como si ustedes se presentaran a una mesa profana; ustedes van a comer el pan
de los ángeles con tan poca decencia como si ustedes comieran pan material;
¿pueden asombrarse si ustedes son agobiados por tantos dolores?”. ¡Ay! Hijos
míos, reconozcamos llorando sinceramente, que, si somos agobiados por tantas
desgracias y tantos castigos, son sólo los sacrilegios que son la fuente
verdadera. ¡Qué de guerras, qué de hambrunas, qué de enfermedades y de muertes
súbitas! Insensatos, quienes atribuyen todo esto al azar, abran los ojos, y
ustedes reconocerán que son sólo sus sacrilegios. Sí, hijos míos, si pudiera
describirles todas las consecuencias de un sacrilegio, ni uno de ustedes se
atrevería a comulgar. Es narrado por san Godofredo, que era obispo de Amiens,
que les había prohibido a todos los sacerdotes dar la absolución durante las
fiestas de Pascua a todos los que habían comido carne durante la cuaresma. Un
libertino, que era culpable de este delito, es decir que había comido carne,
tomó el vestido de una mujer con el fin de engañar a su confesor. Este
artificio le resulta, pero para su desgracia: porque él no hubiera recibido el
cuerpo de Jesucristo, una fuerza invisible lo derribó, comenzó a espumar como
una persona rabiosa, revolviéndose por tierra y murió en su furor. No, no,
hijos míos, cualesquiera que sean los espantos que las comuniones indignas
puedan poner en el corazón del hombre por los castigos espantosos que nos
atraen, todavía no es nada si se los comparamos a aquellos a los que Jesucristo
ejerce sobre las almas; y estos castigos son ordinariamente el endurecimiento
durante la vida y la desesperación a la hora de la muerte. El buen Dios, en
castigo de sus abominaciones, abandona a este desgraciado a su ceguera; el
demonio que le engañó durante su vida, le deja percibir sólo en el momento
cuando prevé que el buen Dios lo abandona; va de crimen en crimen, de
sacrilegio en sacrilegio, acaba por no pensar más en eso, se traga la iniquidad
como el agua; por fin, a pesar de todo el tiempo y los socorros, muere en el
sacrilegio como vivió. Aquí está un ejemplo muy sorprendente, narrado por un
judío que se enteró de un sacerdote al que esto había ocurrido. El Padre Lejeune,
cuando estaba en una misión cerca de Bruselas, narra un relato que nos dice
tener de la boca del que fue testigo. Nos dice que había cerca de una ciudad de
Bruselas, una pobre mujer devota que, con los ojos del mundo, cumplía
perfectamente bien sus deberes de religión. La gente la consideraba como una
santa; pero la pobre desgraciada escondía siempre un pecado vergonzoso que
había cometido en su juventud. Después de agravarse por la enfermedad de la que
murió, estaba como desvanecida por un momento, y habiendo recobrado el conocimiento,
llama a su hermana que la servía, diciéndole: “Mi hermana, soy condenada. “Esta
pobre chica se acercó a su cama y le dice: “mi hermana, usted sueña,
despiértese y encomiéndese al buen Dios.” – “Yo no sueño en absoluto, le dice,
sé bien lo que digo; acabo de ver el sitio que me es preparado en el infierno.
“Su hermana corre prontamente para buscar al señor cura. Él no estaba allí, su
hermano, que era su vicario, vino rápidamente a su casa para ver a la pobre
enferma; y es a partir de él, nos dice el Padre Lejeune, que me enteré sobre
los detalles, haciendo una misión. Acompañándonos, nos mostró la casa donde
estaba esta pobre mujer; a todos nos hizo llorar contándonos los detalles. Nos
dice que, habiendo entrado en la casa, se acercó a la enferma: “¡pues bien! mi
estimada, ¿pues qué vió que le pareció tan horroroso?”. –“Señor, le respondió,
estoy condenada; acabo de ver el sitio que me es preparado en el infierno,
porque en otro tiempo, había cometido tal pecado.” Ella lo reconoció delante de
todos los que estaban en la habitación. “¡Eh! mi estimada, dígamelo en
confesión, y le absolveré de eso.” – “Señor, le dice, estoy
condenada.” – “Pero, le dice el sacerdote, usted todavía vive y está en el
camino de la salvación; si usted quiere, le daré una carta firmada con mi
sangre por la cual me obligaré, alma por alma, a ser condenado por usted en
caso de que usted lo fuera, si usted le quiere pedir perdón a Dios y
confesarse.” – El sacerdote estuvo tres días y tres noches en llanto cerca
de esta enferma, sin poder convencerle de hacer solamente un acto de contrición
ni confesarle; al contrario, un momento antes de morir, renegó del buen Dios,
renunció a su bautismo y se le consagró al demonio. Oh mi Dios, ¡qué desgracia!
Esto les asombra, sin duda, que muera así, pudiendo reparar tan bien el dolor
que había hecho; pero mí, esto no me asombra, porque el sacrilegio es el
más grande de los crímenes, bien se merece estar abandonado por el buen Dios y
de no saber aprovechar ni el tiempo, ni las gracias.
Sí, hijos míos, el sacrilegio parece
tan horrible que parece imposible que los cristianos puedan ser culpables de
tal crimen; y sin embargo, nada tan común. Echemos una ojeada sobre las
comuniones, ¡cuánto no nos encontramos de confesiones y de comuniones hechas
por respeto humano! ¡Cuánto por hipocresía, por costumbre! ¡cuánto que, si la
Pascua ocurriera sólo cada treinta años, así comulgarían, ¡ay! Jamás… Cuántos
otros, los que no ven venir este tiempo tan precioso con penalidades, y los que
se acercan a eso sólo porque otros lo hacen, y no para agradar a Dios y
alimentar su pobre alma. Prueba muy evidente, hijos míos, que estas confesiones
y comuniones no valen nada, ya que no se ve en absoluto cambio en su manera de
vivir. ¿Los vemos después de la confesión más dulces, más pacientes en sus
penas y las contradicciones de la vida, más caritativos, más transportados a
esconder y a excusar las faltas de sus hermanos? No, no, hijos míos, no es más
cuestión de cambio en su conducta; ellos han pecado hasta ahora, continúan. ¡Oh!
Desgracia espantosa, ¡pero bien poco conocida por la mayoría de los cristianos!
¡Oh mi Dios!, ¿habrías pensado que tus hijos llevaran tal exceso de furor
contra ti? No, no, hijos míos, esto no es sin razón, que se coloca un crucifijo
sobre la mesa de la comunión, ¡ay! ¡Qué de veces es crucificado en la Mesa
santa! Míralo bien, mi alma, tú que te atreves a plantar el puñal en este
corazón que nos ama más que a sí mismo; míralo bien, es tu Juez, El que debe
fijar tu morada para la eternidad. Sondee bien su conciencia; si usted está en
mal estado, desgraciado, no avance. Sí, Jesucristo es resucitado de la muerte
natural, y no morirá más; pero esta muerte que usted le da con sus comuniones
indignas, ¡ah! ¿Cuándo acabará? ¡Oh qué larga agonía! estando sobre la tierra,
había sólo un calvario para crucificarlo; pero aquí, ¡tantos corazones, tantas
cruces donde es atado! ¡Oh paciencia de mi Dios, que eres grande, de sufrir
tantas crueldades sin decir una sola palabra, hasta para quejarte, siendo
tratado tan indignamente por una criatura vil, por la cual sufrió ya tanto!
¿Quieren, hijos míos, saber qué hace el que comulga indignamente? escúchenlo
bien, con el fin de que ustedes puedan comprender la grandeza de su atrocidad
hacia Jesucristo. Que dirían, hijos míos, de un hombre cuyo padre fue conducido
a un lugar para ser ejecutado a muerte, si no se encuentra allí palo de horca
para amarrarlo, se dirija a los verdugos, diciéndoles: Ustedes no tienen palo
de horca, he aquí mis brazos, ¿les sirve para colgar de ahí a mi padre? Ustedes
no podrían ver tal acción de barbarie sin estremecerse de horror, habría sin
duda mucho con qué. ¡Pues bien! hijos míos, si me atreviera, les diría que esto
todavía no es nada, si lo comparamos con el crimen espantoso que comete el que
comulga indignamente. En efecto, ¿cuáles son los beneficios que un padre hace a
su hijo, si los comparamos con lo que Jesucristo hizo por nosotros? Díganme,
hijos míos, si ustedes hacen estas reflexiones antes de presentarse a la Mesa santa,
tendrían el coraje de ir allá sin examinar bien lo que van a hacer. ¿Se
atreverían a ir bien allá con pecados ocultos y disfrazados, confesados sin
contrición y sin deseo de dejarlos? Aquí esta lo que ustedes dicen al demonio,
cuando ustedes son tan ciegos y tan temerarios: no hay cruz, ni calvario como
en otro tiempo; pero encontré algo que puede suplirlo. –¿Qué? les dice el
demonio, totalmente asombrado de tal propuesta. –Es, díganle, mi corazón. Estén
preparados, voy a aferrarme de él; Él les precipitó a los infiernos, vénganse a
su gusto, degüéllenlo sobre esta cruz. –Oh mi Dios, ¿podemos pensar en esto sin
estremecerse de horror? Sin embargo, es lo que hace el que comulga
indignamente. ¡Ah! no, no, el infierno en todo su furor jamás pudo inventar
nada semejante. No, no, si hubiera mil infiernos para un solo profanador, esto
no sería nada, si lo comparamos con la grandeza de su crimen.” ¿Que hace, nos
dice san Pablo, el que comulga indignamente? ¡Ay! este desgraciado, bebe y come
a su juez y su juicio.” Estaba bien visto, según las leyes, leerles bien a los
criminales su condena, pero ¿alguien alguna vez ha visto hacerles comer su
sentencia de condena, y de esta manera, de su condenación y de ellos mismos
hacer sólo la misma cosa? ¡Oh desgracia espantosa! no está escrito en el papel
el juicio de condena de los profanadores, sino en su propio corazón. A la hora
de la muerte, Jesucristo descenderá, con una antorcha en la mano, en estos
corazones sacrílegos, encontrará allí su sangre adorable tantas veces
profanada, que exigirá venganza. Oh divino Salvador, ¿la ira y el poder de su
Padre será lo bastante poderosa para fulminar a estos infelices Judas en lo más
hondo de los abismos? ¡Pues bien! Hijos míos, ¿entendieron lo que es una
comunión indigna, esa que confiesan con tan poca preparación, dan allí menos
cuidados que los que darían para el asunto más común y más indiferente?
Díganme, hijos míos, para estar tranquilos como ustedes lo parecen, ¿están muy
seguros que todas sus confesiones y sus comuniones han sido acompañadas por
todas las disposiciones necesarias para ser buenas y hacer segura su salvación?
¿Detestaron bien sus pecados? ¿Los lloraron bien? ¿Hicieron penitencia bien?
¿Tomaron bien todos los medios que el buen Dios les inspiró para no recaer más?
Vuelva, mi amigo, sobre sus años pasados, examine todas las confesiones y las
comuniones que no han sido acompañadas por ninguna enmienda, punto de cambio en
su vida. Tome la antorcha en la mano, usted mismo, para ver el estado de su
alma, antes de que Jesucristo mismo se lo muestre para juzgarle y condenarle
para siempre. Estremézcanse, hijos míos, sobre esta gran incertidumbre de la
validez de tantas confesiones y comuniones; una sola cosa debe impedirle caer
en la desesperación, es que usted vive y que el buen Dios le ofrece su gracia
para salir de este abismo cuya profundidad es infinita, y que para esto no hace
falta nada menos que el poder de Dios. ¡Ay! hijos míos, ¡qué de cristianos que
ahora arden en los infiernos, que oyeron las mismas cosas que ustedes hoy entienden,
pero que no quisieron sacar provecho de eso, aunque su conciencia gritaba!
¡Pero, ¡Ay! quisieron salir de eso cuando no pudieron, y cayeron en los
infiernos. ¡Ay! ¡cuántos entre aquellos que me escuchan que están en este
número, que tendrán la misma suerte! Mi Dios, es muy posible conocer su estado
y no querer salir de eso. – Pero, me dirán, ¿quién se atreverá pues a acercarse
a la Mesa santa, y que se atreva a esperar haber hecho una buena comunión en su
vida? ¿Podremos levantarnos bien para ir a la Mesa santa, no va a parecer que
una mano invisible va a rechazarme y a golpearme de muerte? Mi amigo, para esto
no le digo nada; sondee su conciencia, y vea en cual estado está; vea si
saliendo de la Mesa santa usted aparecería con confianza delante del tribunal
de Jesucristo. Pero, me dirán, vale más dejar todo que de exponerse a un tal crimen.
Mi amigo, consagrándosele una idea del tamaño del sacrilegio, esto no fue mi
intención de alejarle de la comunión santa, sino solamente de hacer abrir los
ojos a los que están en este número, para reparar el dolor que hicieron, mientras es
tiempo, y para llevar a los que tienen la esperanza de estar exentos de
este crimen espantoso, a aportar todavía disposiciones más perfectas.
¿Qué debemos concluir, hijos míos, de
todo esto? Aquí está: es hacer nuestras confesiones y nuestras comuniones como
nos gustaría hacerlas a la hora de la muerte, cuando apareceremos delante del
tribunal de Jesucristo, con el fin de que, haciéndolo bien siempre, tengamos el
cielo como recompensa. Esto es lo que les deseo.
Santo
Cura de Ars
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