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viernes, 7 de octubre de 2022

Nuestra Señora del Rosario de Pompeya


Bartolo Longo, devoto ferviente de María, una noche vio en sueños a un amigo muerto años atrás que le dijo: “Salva a esta gente, Bartolo. Propaga el Rosario. Haz que lo recen. María prometió la salvación para quienes lo hagan”. Así comienza a difundir su culto, bajo el nombre de Virgen del Rosario de Pompeya.


BREVE HISTORIA

En el año 79 ocurrió la famosa erupción del Volcán Vesubio que sepultó a la pagana ciudad de Pompeya. Pompeya fue una ciudad de la Antigua Roma ubicada junto con Herculano y otros lugares más pequeños en la región de Campania cerca de la moderna ciudad de Nápoles, alrededor de la bahía del mismo nombre en la Provincia de Nápoles (sur de Italia).

Las ciudades fueron totalmente destruidas y enterradas por la violenta erupción del Vesubio el 24 de agosto del año 79 después de Cristo.

A la una de la tarde del día 24 de agosto se produjo una explosión cien veces más potente que la de la bomba atómica lanzada en 1945 sobre Hiroshima, Japón. La parte más alta del Vesubio voló por los aires, comenzando la emisión de gases, polvo y cenizas a la atmósfera. Se calcula que la nube alcanzó entonces más de treinta kilómetros de altura.

En Pompeya la aristocracia Romana gustaba pasar tiempo de recreo y fue sorprendida por la súbita destrucción. Sobre sus ruinas se edificó más tarde una nueva ciudad.

A comienzos del siglo XIX, descubiertas las ruinas de la ciudad, se instalaron en el valle cercano varias familias de campesinos que levantaron humildes viviendas y una pobre capilla.


SALVA A ESTA GENTE BARTOLO, PROPAGA EL SANTO ROSARIO

En 1872 llegó el abogado Bartolo Longo, quien trabajaba para la Condesa Fusco, dueña de ésas tierras. Longo se enteró al dialogar con los campesinos que las cosas no iban mal, aunque fue alertado por la presencia de individuos de malas costumbres, los que hacían que las cosas no fueran del todo agradables. Le comentaron que no había policías y que mientras hubo un cura, éste ejercía cierta autoridad, pero tras su muerte, eran pocos los que seguían firmes en la fe, por lo cual la capilla había quedado abandonada al no oficiarse misas. Allí la gente rezaba en sus casas.

Una noche Longo vio en sueños a un amigo muerto años atrás que le dijo “Salva a esta gente, Bartolo. Propaga el Rosario. Haz que lo recen. María prometió la salvación para quienes lo hagan”. A la mañana siguiente se levantó con la firme decisión de hacer lo que su amigo le había pedido.

Longo trajo de Nápoles muchos Rosarios para repartir. A partir de entonces, recorrió las casas de los campesinos recomendando el rezo del Rosario y repartiendo imágenes religiosas. Al mismo tiempo, ayudado por algunos vecinos, se dio a la tarea de reparar la Capilla y en 1873 organizó la primera fiesta en la pequeña iglesia, aunque sin mucho éxito.

Sus intentos por interesar a sus habitantes no eran exitosos. Tuvo entonces la idea de llevar hasta dicha área una imagen de Nuestra Señora del Rosario. En 1878, Longo obtuvo de un convento de Nápoles un cuadro de Nuestra Señora entregando el Santo Rosario a Santo Domingo y Santa Rosa de Lima que estaba por ser arrojado al fuego.

La imagen que pudo conseguir era muy mala y no le ayudó mucho que la única forma que tuvo de hacérsela enviar fuera en un vagón de estiércol. La condesa Mariana de Fusco, amiga (y posteriormente esposa) del Beato Bartolo, creyó que el cuadro era tan horrible que dijo: “Debe haber sido pintado a propósito para destruir la devoción a Nuestra Señora”. Sin embargo, una vez restaurado, se convirtió en el foco de numerosas peregrinaciones y el centro de un importante santuario de Nuestra Señora del Rosario.

La restauración la realizó un pintor que cambió la figura de santa Rosa —no se sabe por qué— por la de santa Catalina de Siena. Puesta sobre el altar del templo, aún inconclusa, la Sagrada imagen comenzó a obrar milagros. Curaciones y conversiones espirituales se produjeron debido a la devoción de este nuevo santuario.

Bartolo Longo, devoto ferviente de María, comienza a difundir su culto, bajo el nombre de Virgen del Rosario de Pompeya. En la medida que Bartolo continuó su trabajo de propagar el Rosario, la membresía de la capilla creció enormemente. Así surge el templo hoy existente en dicho lugar.

El primer domingo de octubre de 1883 en la nueva iglesia en construcción se rezó por primera vez en público la súplica “a la poderosa Reina del Rosario de Pompeya” que luego habría de repetirse en todo el mundo el día 8 de mayo y el primer domingo de octubre. Similar propagación tuvo la devoción de los quince sábados, por la constante iniciativa de Bartolo Longo, quien falleció en 1926 y fue declarado beato el 26 de octubre de 1981.

El 8 de mayo de 1887, el Cardenal Mónaco de la Valleta colocó a la venerada imagen una diadema de brillantes bendecida por el Papa León XIII y el 8 de mayo de 1891, se llevó a cabo la Solemne Consagración del nuevo Santuario de Pompeya, que existe actualmente.

Esta advocación se extendió luego a varios países incluyendo América Latina.


EL BEATO BARTOLO LONGO
Festividad, 6 de octubre

Graduado en leyes. Edificó el Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya en 1876. Fue Beatificado por Juan Pablo II el 26 de octubre de 1980. El Papa Juan Pablo II lo cita muchas veces en su Encíclica sobre el Rosario: Rosarium Virginis Mariae.

Bartolo Longo nació en Latiano, en las cercanías de Brindisi, ubicada en el tacón de Italia, el 10 de febrero de 1841. Sus padres fueron Bartolomé (médico) y Antonia Luparelli (hija de un magistrado). Desde niño se manifiesta muy ingenioso, vivo y de carácter ardiente. A los seis años fue llevado a un internado de los Padres Escolapios, en Francavilla Fontana. Allí hizo toda su primaria y secundaria (once años). El resto de sus estudios lo realizó en Lecce y Nápoles. Aquí termina sus estudios de derecho en 1864, a los 23 años. Era de temperamento apasionado, su estructura o lo conducía al cielo o al infierno; jamás a un lugar intermedio. Era elegante, buen mozo e inteligente.

En la Universidad se enreda en la moda anticristiana de la época y se dedica a la política, a las supersticiones y al espiritismo. Paganismo y satanismo de todo tipo abundaban. Bartolo no era inmune a estas influencias y acabó convirtiéndose en un sacerdote satánico, para gran disgusto de su familia que intentó con todas sus fuerzas conseguir que se convirtiera. Fue su tiempo de alienación juvenil, de búsqueda desenfrenada. El estudio, las diversiones, la música (tocaba piano) y los amigos llenaban sus días. No sobraba tiempo para la oración. Y Dios fue desapareciendo de día en día. Por otro lado, la filosofía de Hegel y el racionalismo de Renán lo tenían totalmente atrapado. Empezó a odiar a la Iglesia, organizando conferencias contra ella y alabando a los que criticaban al clero.

Esta experiencia paradójicamente le sirvió de peldaño para redescubrir la fe definitivamente. En este proceso, fueron instrumentos de Dios especialmente dos personas: un profesor amigo (Vincenzo Pepe) y un sacerdote dominico (el Padre Alberto Radente).

Como el satanismo comenzó a atormentar su mente, su familia le convenció para hacer una buena confesión. Alberto Radente, un sacerdote dominico santo, le ayudó a llevarlo de nuevo a la fe católica y animó su devoción por el Santo Rosario. Bartolo tuvo una conversión milagrosa, y en 1870, se convirtió a la tercera orden de los dominicos. Y optó por vivir una vida de penitencia por todos los terribles pecados que había cometido en contra de la iglesia.


Su conversión, acaecida el día del Sagrado Corazón de Jesús de 1865, en la Iglesia del Rosario de Nápoles, le llevó a tomar decisiones radicales: abandonó la vida forense y se dedicó a obras de caridad y al estudio de la religión. Incluso renunció a propuestas muy ventajosas para la vida matrimonial.

Dios quiso elegir a este hombre pecador como instrumento para propagar su gloria con la construcción de un santuario dedicado a la Santísima Virgen María, que más tarde se llamaría Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Pompeya. Allí, otros pecadores irían a encontrar perdón y paz.

En 1872 se radica en Pompeya por motivos profesionales: la condesa De Fusco le confió la administración de sus propiedades. Le impactó profundamente la miseria humana y religiosa de los pobres campesinos. A raíz de una inspiración especial decide dedicarse al catecismo y a la difusión del Santo Rosario.

En 1876, bajo sugerencia del Obispo de Nola, inicia la “campaña de un ‘sueldo mensual’” para construir un templo en Pompeya. Como resultado de la cooperación humana y la intercesión prodigiosa de María surge un hermoso Santuario. Y en torno a esta construcción nace una ciudad mariana, enriquecida con numerosos institutos de caridad.

El “milagro de Pompeya” es producto de cincuenta años de trabajo incansable, ardiente e inteligente. Miles de niños abandonados recibieron ayuda, un hogar. Miles de personas se dieron a la oración, gracias a los escritos del beato Bartolo Longo. Millones de peregrinos visitaron a la Virgen en su nuevo Santuario.

En 1885, siguiendo los consejos de amigos y superiores, Bartolo Longo contrae matrimonio con la condesa De Fusco, que así se convierte en su colaboradora fiel y generosa. El 9 de febrero de 1924 muere Mariana De Fusco a los 88 años de edad, siguiéndola su esposo dos años después, el 5 octubre de 1926.

En 1934 se inicia el proceso canónico para la beatificación; en 1947 Roma emite el decreto de introducción de la causa del Siervo de Dios; y el 26 de octubre de 1980 Juan Pablo II lo proclama Beato. “Sobre todo puede decirse de él sin exagerar —afirma el Santo Padre en esa oportunidad— que toda su vida fue un servicio permanente a la Iglesia, en nombre de María y por amor a Ella. El Rosario en sus manos, nos dice también a nosotros cristianos del S. XX: “¡Ojalá vuelva a despertarse tu confianza en la Santísima Virgen del Rosario! ¡Santa, venerada Madre, te traigo todas mis preocupaciones, en ti deposito toda mi confianza, toda mi esperanza!”.


SÚPLICA A NUESTRA SEÑORA DE POMPEYA

En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.

I
¡Oh augusta Reina de las Victorias, oh Virgen soberana del Paraíso!, cuyo nombre poderoso alegra los cielos y hace temblar de terror a los abismos. ¡Oh gloriosa Reina del Santísimo Rosario!, nosotros, los venturosos hijos vuestros, postrados a vuestras plantas -en este día sumamente solemne de la fiesta de vuestros triunfos sobre la tierra de los ídolos y de los demonios-, derramamos entre lágrimas los afectos de nuestro corazón, y con la confianza de hijos os manifestamos nuestras necesidades.

Desde ese trono de clemencia donde os sentáis como Reina, volved, ¡oh María!, vuestros ojos misericordiosos a nosotros; a nuestras familias, a nuestra nación, a la Iglesia Católica, al mundo todo, y apiadaos de las penas y amarguras que nos afligen. Mirad, ¡oh Madre!, cuántos peligros para el alma y cuerpo nos rodean; cuántas calamidades y aflicciones nos agobian. Detened el brazo de la justicia de vuestro Hijo ofendido, y con vuestra bondad subyugad el corazón de los pecadores, pues ellos son nuestros hermanos e hijos vuestros, que al dulce Jesús costaron sangre divina y a vuestro sensibilísimo Corazón indecibles dolores. Mostraos hoy para con todos Reina verdadera de paz y de perdón.

Dios te salve, Reina y Madre…

II
En verdad, en verdad, Señora, nosotros, aunque hijos vuestros, con las culpas cometidas hemos vuelto a crucificar en nuestro pecho a Jesús y traspasar vuestro tiernísimo Corazón. Si, lo confesamos, somos merecedores de los más grandes castigos; pero tened presente, oh Madre, que en la cumbre del Calvario recibisteis las últimas gotas de aquella sangre divina y el postrer testamento del Redentor moribundo; y que aquel testamento de un Dios, sellado con su propia sangre, os constituía en Madre nuestra, Madre de los pecadores. Vos, pues, como Madre nuestra, sois nuestra Abogada y nuestra Esperanza. Y por eso nosotros, llenos de confianza, entre gemidos, levantamos hacia Vos nuestras manos suplicantes y clamamos a grandes voces: ¡Misericordia, oh María, misericordia!

Tened, pues, piedad, ¡oh Madre bondadosa!, de nosotros, de nuestras familias, de nuestros parientes; de nuestros amigos, de nuestros difuntos, y, sobre todo, de nuestros enemigos y de tantos que se llaman cristianos y, sin embargo, desgarran el amable Corazón de vuestro Hijo. Piedad también, Señora, piedad, imploramos para las naciones extraviadas, para nuestra querida patria y para el mundo entero, a fin de que se convierta y vuelva arrepentido a vuestro maternal regazo. ¡Misericordia para todos, oh Madre de las misericordias!

Dios te salve, Reina y Madre…

III
¿Qué os cuesta, oh María, escucharnos, qué os cuesta salvarnos? ¿Acaso vuestro Hijo divino no puso en vuestras manos los tesoros todos de sus gracias y misericordias? Vos estáis sentada a su lado con corona de Reina, rodeada de gloria inmortal sobre todos los coros de los Angeles. Vuestro dominio es inmenso en los cielos, y la tierra con todas las criaturas os está sometida. Vuestro poder, ¡oh María!, llega hasta los abismos, puesto que Vos, ciertamente, podéis librarnos de las asechanzas del enemigo infernal. Vos, pues, que sois todopoderosa por gracia, podéis salvarnos; y si Vos no queréis socorrernos por ser hijos ingratos e indignos de vuestra protección, decidnos, a lo menos, a quién debemos acudir para vernos libres de tantos males. ¡Ah!, no: vuestro Corazón de Madre no permitirá que se pierdan vuestros hijos. Ese divino Niño, que descansa sobre vuestras rodillas, y el místico Rosario que lleváis en la mano nos infunden la confianza de ser escuchados, y con tal confianza nos postramos a vuestros pies, nos arrojamos como hijos débiles en los brazos de la más tierna de las madres, y ahora mismo, sí, ahora mismo, esperamos recibir las gracias que pedimos.

Dios te salve, Reina y Madre…


PIDAMOS A MARIA SU SANTA BENDICIÓN

Otra gracia más os pedimos, ¡oh poderosa Reina!, que no podéis negarnos en este día de tanta solemnidad. Concedednos a todos, además de un amor constante hacia Vos, vuestra maternal bendición. No, no nos retiraremos de vuestras plantas hasta que nos hayáis bendecido. Bendecid, ¡oh María!, en este instante al Sumo Pontífice. A los antiguos laureles e Innumerables triunfos alcanzados con vuestro Rosario, y que os han merecido el título de Reina de las Victorias, agregad este otro: el triunfo de la Religión y la paz de la trabajada humanidad. Bendecid también a nuestro Prelado, a los Sacerdotes y a todos los que celan el honor de vuestro Santuario. Bendecid a los asociados al Rosario Perpetuo y a todos los que practican y promueven la devoción de vuestro Santo Rosario.



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