“Tomando José el cuerpo, lo envolvió en un lienzo
limpio de lino,
y lo puso en su sepulcro nuevo que él había excavado en la roca,
y después de rodar una piedra grande a la entrada del sepulcro, se fue".
(Mateo 27: 59-60)
Revelaciones
de Jesucristo a la beata Ana Catalina Emmerich.
En
proceso de canonización.
Habría unos veinte hombres
juntos en el Cenáculo; tenían vestiduras largas, blancas, con cinturones, y
celebraban el sábado. Se separaron para acostarse, y muchos se fueron a sus
casas. El sábado por la mañana se juntaron otra vez. Rezando y leyendo alternativamente;
de cuando en cuando introducían a los que llegaban.
En la parte de la casa
donde estaba la Virgen Santísima había una gran sala con celdas separadas para
los que querían pasar la noche. Cuando las piadosas mujeres volvieron del
sepulcro, una de ellas encendió una lámpara colgada en medio de la sala, y se
sentaron debajo de ella alrededor de la Virgen; oraron con mucha tristeza y
mucho recogimiento. Pronto llegaron Marta, Maroni, Dina y Mará, que habían
venido de Betania con Lázaro; este se había ido con los discípulos al Cenáculo.
Les contaron con mucho llanto la muerte y la sepultura del salvador; después,
como era tarde, algunos hombres, y entre ellos José de Arimatea, vinieron por
las mujeres que querían volver a la ciudad.
Entonces fue cuando tomaron
preso a José. Las mujeres que se quedaron en el Cenáculo entraron en las celdas
dispuestas alrededor de la sala para tomar algún descanso. A media noche se
levantaron y se reunieron debajo de la lámpara, alrededor de la Virgen, para
orar. Cuando la Madre de Jesús y sus compañeras acabaron ese rezo nocturno, que
veo continuar en todos los tiempos por los fieles hijos de Dios y las almas
santas que una gracia particular excita, o que se conforman con las reglas
dadas por Dios y su Iglesia, Juan llamó a la puerta de la sala con algunos
discípulos, y en seguida recogieron sus capas y lo siguieron al templo.
A las tres de la mañana,
cuando fue sellado el sepulcro, vi a la Virgen ir al templo, acompañada de las
otras santas mujeres, de Juan y de otros muchos discípulos. Muchos judíos
tenían costumbre de ir al templo antes de amanecer después de haber comido el
cordero pascual; el templo se abría a media noche porque los sacrificios
comenzaban temprano. Pero como la fiesta se había interrumpido, todo se quedó
abandonado, y me pareció que la Virgen Santísima venía sola a despedirse del
templo donde se había educado. Estaba abierto, según la costumbre de ese día, y
el espacio alrededor del Tabernáculo, reservado a los sacerdotes, estaba franco
al pueblo, según se acostumbraba ese día; mas el templo estaba solo, y no había
más que algunos guardias y algunos criados; todo estaba en desorden por los
acontecimientos de la víspera; había sido profanado con las apariciones de los
muertos, y yo me preguntaba a mí misma: “¿Cómo podrá purificarse de nuevo?”.
Los hijos de Simeón y los
sobrinos de José de Arimatea, llenos de tristeza por la prisión de su tío,
condujeron por todas partes a la Virgen y a sus compañeros, pues estaban de
guardia en el templo: todos contemplaron con terror las señales de la ira de
Dios, y los que acompañaban a la Virgen le contaron los acontecimientos de la
víspera. Todavía no habían reparado los estragos causados por el temblor de
tierra. La pared que separaba el santuario se había abierto tanto que se podía
pasar por la raja; la cortina del santuario, rasgada, colgaba de los dos lados;
por todas partes se veían paredes abiertas, piedras hundidas, columnas
inclinadas. La Virgen fue a todos los sitios que Jesús había consagrado para
Ella; se prosternó para besarlos, y los regó con sus lágrimas: sus compañeras
la imitaron.
Los judíos tenían una gran
veneración a todos los lugares santificados con alguna manifestación del poder
divino; los besaban prosternando el rostro contra el suelo. Yo no lo extrañaba,
pues sabiendo y creyendo que el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob era un
Dios vivo, que habitaba con su pueblo en el templo, era natural que lo hicieran
así. El templo y los lugares consagrados eran para ellos lo que es el Santísimo
Sacramento para los cristianos. La Virgen Santísima, penetrada de ese respeto,
condujo a sus compañeras a muchos sitios del templo; les mostró el sitio de su
presentación cuando era niña, el lugar donde había sido educada, donde se había
desposado con San José, donde había presentado a Jesús, donde Simeón había
profetizado; ese recuerdo la hizo llorar amargamente, pues ya se había cumplido
la profecía, y la espada había traspasado su alma. Se paró también en el sitio
donde había hallado a Jesús niño enseñando en el templo, y besó respetuosamente
el pulpito. Habiendo honrado con sus recuerdos, con sus lágrimas y con sus
oraciones los sitios santificados por Jesús, se volvieron a Sión.
La Virgen se separó del
templo llorando: la desolación y la soledad en que estaba, en un día tan santo,
atestiguaban los crímenes de su pueblo; María se acordó que Jesús había llorado
sobre el templo, y que había dicho: “Destruid este templo, y Yo lo reedificaré
en tres días”. María pensó que los enemigos de Jesús habían destruido el templo
de su cuerpo, y deseó con ardor ver relucir el tercer día en que la palabra
eterna debía cumplirse.
María y sus compañeras
habían llegado antes de amanecer al Cenáculo, y se retiraron a la parte del
edificio situado a la derecha. Juan y los discípulos entraron en el Cenáculo,
donde los hombres, cuyo número se elevaba a veinte, rezaban alternativamente
debajo de la lámpara. Los recién venidos de cuando en cuando se instruían
tímidamente y conversaban llorando; todos mostraban a Juan un respeto mezclado
de confusión, porque había asistido a la muerte del Señor. Juan era afectuoso
para con todos, tenía la simplicidad de un niño en sus relaciones con ellos.
Los vi comer una vez: la mayor tranquilidad reinaba en la casa, y las puertas
estaban cerradas.
Vi a las santas mujeres
juntas hasta la noche en la sala oscura, alumbrada por la luz de una lámpara,
pues las puertas estaban cerradas y las ventanas tapiadas. Unas veces rezaban
alrededor de la Virgen debajo de la lámpara; otras se retiraban aparte, se
cubrían la cabeza con un velo de luto, y se sentaban sobre ceniza en señal de
dolor, o rezaban con la cara vuelta a la pared. Las más débiles tomaron algún
alimento; las otras ayunaron.
Mis ojos se volvieron muchas veces hacia ellas, y siempre las vi rezando o mostrando su dolor del modo que he dicho. Cuando mi pensamiento se unía al de la Virgen, que estaba siempre ocupada en su Hijo, yo veía el sepulcro y los guardias sentados a la entrada; Casio estaba arrimado a la puerta, sumergido en meditación. Las puertas del sepulcro estaban cerradas, y la piedra por delante. Sin embargo, vi el cuerpo del Señor rodeado de esplendor y de luz, y dos ángeles en adoración. Pero en mi meditación, habiéndose dirigido sobre el alma del Redentor, vi una pintura tan grande y tan complicada del descendimiento a los infiernos, que sólo he podido acordarme de una pequeña parte: voy a contarla como mejor pueda.
Mis ojos se volvieron muchas veces hacia ellas, y siempre las vi rezando o mostrando su dolor del modo que he dicho. Cuando mi pensamiento se unía al de la Virgen, que estaba siempre ocupada en su Hijo, yo veía el sepulcro y los guardias sentados a la entrada; Casio estaba arrimado a la puerta, sumergido en meditación. Las puertas del sepulcro estaban cerradas, y la piedra por delante. Sin embargo, vi el cuerpo del Señor rodeado de esplendor y de luz, y dos ángeles en adoración. Pero en mi meditación, habiéndose dirigido sobre el alma del Redentor, vi una pintura tan grande y tan complicada del descendimiento a los infiernos, que sólo he podido acordarme de una pequeña parte: voy a contarla como mejor pueda.
XLIII. Jesús baja a los infiernos
Cuando Jesús, dando un
grito, exhaló su alma santísima, yo la vi, como una forma luminosa, entrar en
la tierra al pie de la cruz; muchos ángeles, entre los cuales estaba Gabriel,
la acompañaban. Vi su divinidad estar unida con su alma y también con su cuerpo
suspendido en la cruz: no puedo expresar cómo eso se efectuaba. El sitio donde
entró el alma de Jesús estaba dividido en tres partes: eran como tres mundos.
Parecióme observar que eran de forma redonda, y que cada uno de ellos tenía su
esfera separada.
Delante del limbo había un
lugar más claro y más sereno; en él veo entrar las almas libres del purgatorio
antes de ser conducidas al cielo. El limbo, donde estaban los que esperaban la
redención, hallábase rodeado de una esfera parda y nebulosa, y dividido en
muchos círculos. El Salvador, radiante de luz era conducido en triunfo por los
ángeles entre los dos círculos; en el de la izquierda estaban los Patriarcas
anteriores a Abrahan, en el de la derecha hallábanse las almas de los que
habían vívido desde Abrahán hasta San Juan Bautista. Cuando Jesús pasó así, no
lo conocieron; mas todo se llenó de gozo y de deseo v hubo como una dilatación
en esos lugares estrechos donde estaban apretados. Jesús pasó entre ellos como
el aire, como la luz, como el rocío de la redención, mas con la rapidez de un
viento impetuoso. Penetró entre esos dos círculos hasta un sitio cubierto de
niebla, donde estaban Adán y Eva; les hablo, y ellos le adoraron con gozo
indecible. El Señor, acompañado de los dos primeros seres humanos, entró a la
izquierda en el círculo de los Patriarcas anteriores a Abrahán; era una especie
de purgatorio. Entre ellos había malos espíritus, que atormentaban e
inquietaban el alma de algunos. Los ángeles llamaron y mandaron abrir, pues
había una especie de puerta que estaba cerrada; me pareció que los ángeles
decían: “Abrid las puertas”. Y Jesús entró en triunfo. Los malos espíritus se
alejaron, gritando: “¿Qué hay entre Tú y nosotros? ¿Qué vienes a hacer aquí?
¿Quieres crucificarnos?”. Los ángeles los encadenaron y los echaron delante.
Las almas que estaban en ese lugar no tenían más que un leve presentimiento y
un conocimiento oscuro de Jesús. El Salvador se presentó a ellas, y cantaron
sus alabanzas. El alma del Señor, hacia el limbo propiamente encontró el alma
del buen ladrón conducida por los ángeles al seno de Abrahán, y a del mal
ladrón que los demonios llevaban a los infiernos.
El alma de Jesús,
acompañada de los ángeles, de las almas libertadas y de los malos espíritus
cautivos, entro en el seno de Abrahán. Ese lugar me pareció más elevado; como
cuando se sube de una iglesia subterránea a la iglesia superior. Los demonios
encadenados resistían, y no querían entrar; más los ángeles le obligaron a
ello. Allí se hallaban todos los santos israelitas, a la izquierda los
Patriarcas, Moisés, los Jueces y los Reyes; a la derecha los Profetas, los
antecesores de Jesús y sus parientes como Joaquín, Ana, José, Zacarías, Isabel
y Juan. No había malos espíritus en ese lugar; la sola pena que en el se
padecía era el deseo ardiente del cumplimiento de la promesa, el cual estaba
satisfecho. Una alegría y felicidad indecibles entraron en esas almas, que
saludaron y adoraron al Redentor. Algunos de ellos fueron enviados sobre la
tierra para tomar momentáneamente sus cuerpos y dar testimonio de Jesús.
Entonces fue cuando tantos muertos se aparecieron en Jerusalén. Se me aparecían
como cadáveres errantes, y depusieron otra vez sus cuerpos en la tierra, como
un enviado de la justicia deja su capa de oficio cuando ha cumplido con la
orden se sus superiores.
Después vi a Jesús, con su
acompañamiento triunfal entrar en una esfera más profunda, donde se hallaban
los paganos piadosos que habían tenido un presentimiento de la verdad y la
desearon. Había entre ellos malos espíritus, pues tenían ídolos. Vi a los
demonios obligados a confesar su fraude y esas almas adoraron al Señor con
grande alegría. Los demonios fueron encadenados y llevados cautivos. Vi también
a Jesús atravesar como Libertador muchos lugares donde había almas encerradas;
pero mi triste estado no me permite contarlo todo.
En fin, vi a Jesús
acercarse con rostro severo al centro del abismo. El infierno se me apareció
bajo la forma de un edificio inmenso, tenebroso, alumbrado con una luz
metálica; a su entrada había enormes puertas negras con cerraduras y cerrojos.
Un aullido de horror se elevaba sin cesar; las puertas se hundieron, y apareció
un mundo horrible de tinieblas.
La celestial Jerusalén se
me parece ordinariamente como una ciudad donde las moradas de los
bienaventurados se presentan bajo la forma de palacios y jardines llenos de
flores y de frutos maravillosos, según su condición de beatitud; lo mismo aquí,
creí ver un mundo entero, una reunión de edificios y de habitaciones muy
complicadas. Pero en las moradas de los bienaventurados todo está formado bajo
una ley de paz infinita, de armonía eterna: todo tiene por principio la
beatitud, en lugar de que en el infierno todo tiene por principio la ira
eterna, la discordia y la desesperación. En el cielo son edificios de gozo y de
adoración, jardines llenos de frutos maravillosos que comunican la vida. En el infierno
son prisiones y cavernas, desiertos y lagos llenos de todo lo que puede excitar
el disgusto y el horror; la eterna y terrible discordia de los condenados; en
el cielo todo es unión y beatitud de los Santos. Todas las raíces de la
corrupción y del error producen en el infierno el dolor y el suplicio en número
infinito de manifestaciones y de operaciones. Cada condenado tiene siempre
presente este pensamiento: que los tormentos a que están entregados son el
fruto natural y necesario de su crimen; pues todo lo que se ve y se siente de
horrible en este lugar, no es más que la esencia, la forma interior del pecado
descubierto, de esa serpiente que devora a los que la han mantenido en su seno.
Todo esto se puede comprender cuando se ve; mas es casi imposible expresarlo
con palabras.
Cuando los ángeles echaron
las puertas abajo, fue como un mar de imprecaciones, de injurias, de aullidos y
lamentos. Algunos ángeles arrojaron a ejércitos enteros de demonios. Todos
tuvieron que reconocer y adorar a Jesús, y éste fue el mayor de sus suplicios.
Muchos fueron encadenados en un círculo que rodeaba otros círculos
concéntricos. En el medio del infierno había un abismo de tinieblas: Lucifer
fue precipitado en él encadenado, y negros vapores se extendían sobre él. Todo
esto se hizo según ciertos arcanos divinos. He sabido que Lucifer debe ser
desencadenado por algún tiempo, cincuenta o sesenta años antes del año 2000 de
Cristo, si no me equivoco. Otros muchos nombres de que no me acuerdo, fueron
designados. Algunos demonios deben quedar sueltos antes para castigar y tentar
al mundo. Algunos han sido desencadenados en nuestros días, otros lo serán
pronto. Me es imposible contar todo lo que me ha sido mostrado; es demasiado
para que yo pueda coordinarlo.
Además, estoy muy mala; y
cuando hablo de esos objetos, se representan delante de mis ojos, y su vista
podría hacerme morir. Vi multitud innumerable de almas rescatadas elevarse del
purgatorio y del limbo detrás del alma de Jesús, hasta un lugar de delicias
debajo de la Jerusalén celestial. Ahí he visto, hace poco tiempo, a uno de mis
amigos que ha muerto. El alma del buen ladrón vino, y vio al Señor en el
Paraíso, según su promesa. No puedo decir cuánto duró todo eso, y en qué
tiempo; hay muchas cosas que yo no comprendo, hay otras que serían mal
entendidas si las contara. He visto al Señor en diferentes puntos, sobre todo
en el mar: parecía que santificaba y libertaba toda la creación: por todas
partes los malos espíritus huían delante de Él y se precipitaban en el abismo. Vi
también su alma en diferentes sitios de la tierra. La vi aparecer en el
interior del sepulcro de Adán, debajo del Gólgota: las almas de Adán y de Eva
vinieron con Él, y les habló. Lo vi visitar con ellas los sepulcros de muchos
Profetas, cuyas almas vinieron a juntarse con él sobre sus huesos. Después, con
esas almas, entre las cuales estaba David, lo vi aparecerse en muchos sitios
señalados con alguna circunstancia de su vida, explicándoles con amor inefable
las figuras de la Ley antigua y su cumplimiento.
Esto es lo poco que puedo
recordar de mis visiones sobre la bajada de Jesús a los infiernos y la libertad
de las almas de los justos. Pero además de este acontecimiento cumplido en el
tiempo, vi una figura eterna de la misericordia que ejerce hoy con las pobres
almas. Cada aniversario de este día echa una mirada libertadora en el
purgatorio: hoy mismo, en el momento en que he tenido esta visión, ha sacado
del purgatorio las almas de algunas personas que habían pecado cuando su
crucifixión. Hoy he visto la libertad de muchas almas conocidas y no conocidas,
mas no las nombraré.
El descendimiento de Jesús
a los infiernos es la plantación de un árbol de gracia destinado a comunicar
sus méritos a las almas que padecen. La redención continua de esas almas es el
fruto que da este árbol en el jardín espiritual de la Iglesia. La Iglesia
militante debe cuidar ese árbol y recoger sus frutos para comunicarlos a la
Iglesia paciente, que no puede hacer nada por sí misma. Lo mismo sucede con
todos los méritos de Cristo; para participar de ellos hay que trabajar para Él.
Debemos comer nuestro pan con el sudor de nuestra frente. Todo lo que Jesús ha
hecho por nosotros en el tiempo, da frutos eternos: pero hay que cultivarlos y
recogerlos en el tiempo; si no, no podríamos gozar de ellos en la eternidad. La
Iglesia es un padre de familia; su año es el jardín completo de todos los
frutos eternos en el tiempo. Hay en un año bastante de todo para todos.
¡Desgraciados los jardineros perezosos e infieles si dejan perder una gracia
que hubiera podido curar a un enfermo, fortificar a un débil, satisfacer a un
hambriento! Darán cuenta de la más insignificante hierbecita el día del juicio.
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