“Y se levantarán muchos falsos
profetas,
y a muchos engañarán”. (Mateo 24:11)
ENSEÑANZAS
TRADICIONALES DE LA IGLESIA ACERCA DE LAS APARICIONES
El
mundo está hoy asediado, como nunca antes, por pretendidas apariciones
celestiales…
A
lo largo y ancho del mundo, hay literalmente cientos de supuestas visitas
celestiales y hechos milagrosos. ¡Y los videntes no se contentan con mensajes
de una o dos líneas…! La suma total de los volúmenes de los mensajes
celestiales que han sido publicados en los últimos treinta años, podría
competir fácilmente con la suma de las palabras de todas las encíclicas
pontificias publicadas por la Iglesia Católica. Si el contenido de estos
mensajes puede compararse con la sustancia de las enseñanzas pontificias, eso
es otra cuestión…
Además,
la gente que sigue estas apariciones ha desarrollado una tal devoción, una tal
avidez por estos y los futuros mensajes, que dicha devoción y avidez aparecen
como la característica principal de su vida espiritual; la más leve duda
expresada en su presencia acerca de la verdad o santidad de estas supuestas
manifestaciones celestiales, provoca de inmediato un furor emocional difícil de
ser apaciguado.
En
una época en que la ciencia-ficción, el misticismo oriental, el uso de drogas
alucinógenas, la parapsicología y el ocultismo corren desenfrenados en nuestras
sociedades, realmente no debería sorprender que los católicos modernistas, —ansiosos
de ser notados— quieran también tener la posibilidad de disfrutar de fenómenos
sobrenaturales “católicos”… Pero cuando católicos que pretenden mantener las
enseñanzas tradicionales de la Iglesia en un mundo que se ha vuelto loco,
cuando son estos los que de buen grado y sin cuestionarse aceptan la validez de
estas supuestas visitas, uno puede preguntarse si es que alguna vez han
entendido verdaderamente la responsabilidad inherente a su condición de
católicos, la responsabilidad de mantener las enseñanzas tradicionales de la
Iglesia acerca de las revelaciones, visiones y locuciones privadas. Se halla
uno en la necesidad de cuestionar, no solo la autenticidad de las apariciones
mismas, sino también la actitud de estos católicos respecto a las apariciones.
¿Por qué se ignoran las enseñanzas tradicionales de la Iglesia?
Todos
los teólogos católicos concuerdan en que las revelaciones, visiones y
locuciones privadas deben ser estudiadas con gran cuidado, teniendo siempre en
mente la posibilidad de ilusiones humanas, auto-engaño, influencias diabólicas
o, incluso, ¡simple fraude! El R. P. Tanquerey, en su tratado sobre Teología
Ascética y Mística, resume la actitud propia del católico respecto a las
revelaciones privadas:
“Nada
mejor podemos hacer que imitar la juiciosa reserva de la Iglesia y de los
Santos. La Iglesia no acepta las revelaciones sino de largas y cuidadosas
investigaciones. Por lo tanto, no debemos asegurar la existencia de una
revelación privada sino hasta tener las pruebas convincentes que el papa
Benedicto XIV enumera en su obra sobre las canonizaciones… Cuando un penitente
manifiesta a su director espiritual sus supuestas revelaciones, este último
debe abstenerse cuidadosamente de demostrar admiración, puesto que esto
induciría al vidente a considerar estas visiones como verdaderas y quizás a
enorgullecerse de ellas. El director espiritual debe, por el contrario,
explicar que tales cosas son de mucho menor importancia que la práctica de la
virtud, que uno puede engañarse fácilmente en estas cuestiones, y que uno debe,
por consiguiente, sospechar de tales visiones más que tomarlas en
consideración. Esta es la regla establecida por los Santos”.
No
necesitamos más que citar unos pocos pasajes de San Juan de la Cruz para
ilustrar acerca de los peligros del auto-engaño y de las ilusiones diabólicas.
Ésta es la sólida doctrina de uno de los más grandes Doctores de la Iglesia
acerca de las cuestiones místicas. ¿Por qué los católicos de hoy no se han
preguntado acerca de estos peligros, antes de correr precipitadamente a la
aceptación, aprobación y promoción de estas supuestas locuciones?
En
la subida al Monte Carmelo, San Juan de la Cruz dice:
“Estoy
aterrado por lo que sucede en estos días, es decir, que cuando un alma con la
más mínima experiencia de la meditación, si se da cuenta de ciertas
locuciones de este tipo cuando se recoge para meditar, de inmediato las
atribuye como viniendo todas de Dios, diciendo: “Dios me dijo…”, “Dios me ha
contestado…”, cuando en realidad no son así, sino que son ellos que se lo dicen
a sí mismos”.
Y
en el libro II, capítulo 11 de la misma obra, nos advierte del peligro de la
ilusión diabólica, especialmente cuando el alma es crédula y ni siquiera
considera la posibilidad de tal ilusión:
“Siempre
se debe temer que estas locuciones procedan del demonio más que de Dios, pues
el demonio tiene más influencia en lo que es exterior y corpóreo… Como estas
locuciones son tan palpables y tan materiales, excitan grandemente los sentidos
y el alma es llevada a considerarlas más importantes cuando más las siente.
Corre el alma detrás de ellas y abandona la segura guía de la Fe, creyendo que
la luz que le dan es la guía y el medio para alcanzar lo que ella desea, la
unión con Dios. Y así el alma cuanto más se ocupa de estas cosas, mas se le
aleja del recto camino y de los medios perfectos, es decir, la Fe. Además,
cuando el alma se percibe sujeta a estas extraordinarias visitaciones,
frecuentemente se introduce la autoestima, y se piensa ser algo en los ojos de
Dios, lo que es contrario a la humildad. El demonio sabe también muy bien cómo
insinuar en el alma una secreta —o a veces abierta— auto-satisfacción. Con este
fin, el demonio presenta a los ojos las formas de los Santos y las más hermosas
luces; causa voces adecuadas para halagar nuestros oídos, y con deliciosos
aromas nuestro olfato; produce dulzuras en los labios, y espasmos de placer en
el sentido del tacto; y todo esto para hacernos desear tales cosas y así poder
desviarnos hacia mucho mal. Por esta razón es que debemos siempre rechazar y
tener en poco estas representaciones y sensaciones”.
En
el libro II capítulo 16, resume sus advertencias: Es interesante notar que el
rechazo de tales apariciones es la actitud propia que debe ser observada en el
caso en que estas provengan verdaderamente de Dios, pues, tal como el Santo lo
explica, este es el modo de probar que son verdaderamente de origen divino:
“Por
lo tanto diré, con respecto a estas impresiones y visiones imaginarias, de
cualquier modo que sean, ora sean falsas, provenientes del demonio, ora sean
conocidas como verdaderas, viniendo de Dios, que el entendimiento no debe
aturdirse respecto de ellas, ni alimentarse de ellas; el alma no debe
aceptarlas voluntariamente, ni descansar sobre ellas, para poder permanecer despegada,
pura y sinceramente simple, lo cual es la condición para la divina unión”.
A
pesar de las abundantes advertencias que se hallan en las obras de San Juan de
la Cruz y Santa Teresa de Ávila, sin embargo aún existen miles de devotos de
los videntes contemporáneos que jamás se han planteado ni la más mínima duda
acerca de la autenticidad de estas supuestas apariciones. Santa Teresa, quien
ascendió por todas las moradas de la vida contemplativa, a menudo ejerció esta
cautela y duda acerca de la autenticidad de las visiones y voces que ella misma
experimentaba… ¡Pero eso no es para los adeptos de nuestros días! Ellos están
seguros de que sus “voces” son divinas y no necesitan seguir las enseñanzas
tradicionales de la Iglesia…
Otro
escándalo a este respecto es la diligencia con que muchos católicos distribuyen
la literatura y los mensajes provenientes de los distintos lugares de
“apariciones”. Las imprentas se ponen en marcha tan pronto como un “vidente”
aduce haber escuchado o visto algo nuevo. Y a sus devotos les falta el tiempo
para diseminar las últimas noticias del “Cielo”.
La
regla dada por Santa Teresa es que un vidente no debe hablar a nadie acerca de
sus supuestas locuciones, excepto a su director espiritual, quien tendrá sumo
cuidado en que solo las autoridades eclesiásticas examinen y den su juicio
sobre el caso. No es esto lo que sucede con los videntes de nuestros días: Los
mensajes y profecías son publicados sin permisos y sin reservas. Cuando se los
confronta con la legislación tradicional de la Iglesia, opuesta a la
publicación de las revelaciones privadas, algunos católicos responden: “¡Ah!
¿Pero no sabe usted que Pablo VI ha revocado tal legislación? ¡Ahora está permitido
publicar los mensajes!”.
Por
más de 350 años, desde el decreto de Urbano VIII en 1625, la Iglesia prohibió
severamente la publicación de visiones y revelaciones privadas sin una especial
aprobación eclesiástica. Las razones son las citadas por San Juan de la Cruz y
Benedicto XV. El decreto de Urbano VIII llegaba hasta imponer la mayor reserva,
incluso en las conversaciones privadas, acerca de los hechos sobrenaturales de
cuya autenticidad no hay prueba. Así el pueblo cristiano era protegido de los
peligros inherentes a la actual “aparicionitis”, peligros de adhesión,
curiosidad, engaño… Pero sobre todo, estas leyes encarnaban a la doctrina
tradicional de la Iglesia Católica, acerca de ejercer la más juiciosa reserva
con respecto a todas las supuestas revelaciones privadas.
Algunos
católicos ignoran todo esto con una simple frase: “Es sólo un decreto
disciplinario. Los papas pueden cambiar este tipo de leyes”. ¡Pero no! Cuando
un cambio en una ley disciplinaria implica un peligro para la fe y las
costumbres, los católicos deben ver en esto un abuso de autoridad, y, por
consiguiente, retener sólo las antiguas prácticas, aferrándose a la tradición.
Aquellos católicos que verdaderamente comprenden lo que significa mantener la
Tradición Católica en todos los aspectos de la vida diaria, jamás leerán,
publicarán, o distribuirán los relatos o mensajes de éstas supuestas visiones o
apariciones sobrenaturales. Prefieren seguir a los buenos papas de los últimos
350 años, más que seguir a algún liberal reciente que haya pasado leyes
contrarias a la Tradición.
Finalmente,
debe insistirse sobre el gran daño que causa a la vida espiritual tal
curiosidad y entusiasmo por las “apariciones”. En su obra “Las tres edades de
la vida interior” del R.P. Garrigou-Lagrange, o.p. cita a San Juan de la Cruz,
al decir que el deseo por tener revelaciones es al menos un pecado venial, aun
cuando el alma tiene en vista un buen fin:
“San
Juan de la Cruz reprueba fuertemente el deseo de tener revelaciones. En este
punto, está completamente de acuerdo con San Vicente Ferrer, y demuestra que el
alma que desea revelaciones es vana, que por su curiosidad da al demonio la
oportunidad de desviarla del recto camino, que esta inclinación quita la pureza
de la fe, es un obstáculo para el espíritu, revela una falta de humildad y
expone a innumerables errores. Esta curiosidad es una deformidad del espíritu
que arroja al alma en la ilusión y la confusión y la desvía de la humildad
mediante la vana complacencia en las vías extraordinarias”.
Es
triste reconocer que, en nuestros días, no sólo los videntes sino también un
gran número de fieles quebrantan estas prudentes reglas tradicionales por su
curiosidad y avidez de escuchar lo último que “nuestra Señora ha dicho”. En
verdad, algunos de estos sitios de “apariciones” se están convirtiendo en
oráculos hacia los que se vuelven más fieles, considerándolos como la más
segura fuente para conocer la voluntad de Dios. Práctica pagana, tal como se ha
visto en la historia del cristianismo. Nuestro Señor Jesucristo estableció una
Iglesia visible y dijo a Sus Apóstoles, y a través de ellos, a sus sucesores,
los Obispos: “El que os escucha, a Mí me escucha”. Si los católicos reemplazan
el Magisterio de la Iglesia por estos oráculos, estarán invitando al demonio a
dirigir sus vidas. San Juan de la Cruz concluye sus palabras sobre esta
cuestión del modo siguiente:
“El
demonio se regocija grandemente cuando un alma busca las revelaciones y está
dispuesta a aceptarlas, pues tal conducta le da muchas oportunidades para
insinuar engaños y alejarla tanto como pueda de la fe, porque el alma se hace
áspera y ruda, y cae frecuentemente en muchas tentaciones y malos hábitos”.
P.
W. Welsh
Visto en Catolicidad
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