EL CUARTO MANDAMIENTO: HONRARÁS
A TU PADRE Y A TU MADRE (PARTE I)
Los tres primeros mandamientos de la Ley de Dios miran directamente al fin,
que es Dios. Con el mandato de santificar las fiestas termina la
primera parte del Decálogo.
Los siete
mandamientos restantes tienen como materia propia el bien del prójimo, y el
bien personal, que debe ser amado por amor de Dios, que es su Creador.
Como los tres primeros, también los preceptos de la segunda tabla del
Decálogo (CEC nº 2197) deben ser observados porque el Señor lo ha dispuesto y
confirmado por medio de la Revelación, y porque forman parte de la ley natural
impresa en la criatura humana por el Creador. Son una exigencia moral que
deriva de la naturaleza social del hombre, y se refleja en los vínculos y
compromisos que todo individuo tiene y contrae con sus semejantes.
Constituyen un
conjunto de derechos y deberes que han sido asumidos también en el orden
sobrenatural, pues todos los hombres han sido creados a imagen y semejanza de
Dios, que hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la faz de la tierra,
y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo.
En el Nuevo
Testamento, el precepto supremo de amar a Dios y el segundo, semejante al
primero, de amar al prójimo por Dios, compendian y perfeccionan todos los
mandamientos del Decálogo, y los elevan al orden sobrenatural de la Caridad de
Cristo (Cfr. Mt 22: 36-40)
1.- EL CUARTO
MANDAMIENTO
Dios quiso que, después de Él, honrásemos a nuestros padres. De la misma
manera que honrar el nombre de Dios y santificar las fiestas, son una
aplicación del primero de los mandamientos, también los preceptos que
prescriben el amor al prójimo establecen y publican el amor a Dios, “porque
el que no ama a su hermano, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien no
ve?” (1 Jn 4:20).
Este argumento avala con especial fuerza, el cariño y respeto debido
a los padres, porque nadie puede negar que: “entre las obligaciones con
los prójimos, urgen más que ninguno los deberes con los progenitores. De ahí
que, inmediatamente después de los preceptos que nos ordenan a Dios, se ponga
el mandamiento que nos ordena a los padres, que son la causa propia de nuestro
ser, como Dios es su principio universal”.
Es lógico, pues, que la segunda parte del Decálogo se abra con esta
amonestación: “honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en
la tierra que Yahvé, tu Dios, te da” (Ex 20: 12). Jesucristo
nos recuerda que se trata de un mandato divino, que ninguna tradición humana
puede anular (Cfr. Mt 15: 3-6). Y los Apóstoles, fieles al Evangelio
recibido del Maestro, urgirán como San Pablo: “hijos, obedeced a
vuestros padres en todo, porque es cosa agradable al Señor” (Col
3:10).
2.- SIGNIFICADO
Y EXTENSIÓN DEL CUARTO MANDAMIENTO: QUÉ MANDA Y QUÉ PROHÍBE
A.- HONRA A TU PADRE Y A TU MADRE
“Honra a tu padre y a tu madre para que vivas largos años en la tierra que
Yahvé, tu Dios, te da” (Ex 20:12). Honrar significa
juzgar muy bien acerca de una persona, estimar en mucho todo lo que sea suyo y
agradecerle cuanto se le debe, mostrándole amor, respeto, obediencia y
veneración.
El amor a Dios no sólo es el principio y raíz del amor al prójimo, sino
también —y por expresa indicación del Señor— su medida: “un nuevo
mandato os doy, que os améis unos a otros, como yo os he amado a vosotros” (Jn
13:34).
Por eso el cristiano ha de alimentar en su corazón los mismos
sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo. Es una exigencia moral
que abre unos horizontes ilimitados y absolutamente nuevos a la caridad, al
mismo tiempo que traza un orden en el que el amor a Dios tiene una prioridad
absoluta y efectiva sobre todos los demás amores, como el mismo Jesús recordó
en aquella respuesta a su madre, llena de delicadeza y claridad (Cfr. Lc 2:49).
El cuarto
mandamiento, al recordarnos la obligación de honrar a los que nos han dado la
vida, nos empuja a vivir un amor ordenado a todas las personas, comenzando por
aquellas con las que estamos unidos por vínculos tan estrechos como la
filiación y, en menor grado, la fraternidad.
“Debemos amar a todos por igual, porque para todos hemos de desear el bien
de la salvación eterna. Pero por lo que respecta al otro punto de vista, no es
lógico que amemos a todos con igual intensidad: porque la fuerza de un acto
depende de su causa, y la causa del amor es la unión y la semejanza, por lo que
debemos amar más intensamente a los que están más unidos a nosotros y nos son
más semejantes”.
Es indudable
que, quien no guarde el orden de la caridad, tampoco amará con el amor de Dios.
El suyo será un amor interesado, egoísta, o fruto de cualquier otra pasión
menos recta; especialmente cuando el hipotético amor a quienes están más
alejados, le sirve de excusa para maltratar a aquellos con los que le unen
lazos de hermandad, humana y sobrenatural.
“Mientras tenemos tiempo, hagamos bien a todos, y mayormente a aquellos que
son, mediante la fe, de la misma familia que nosotros” (Gal 6:10).
B.- LA EXTENSIÓN DE ESTE MANDAMIENTO
Este
mandamiento no se limita a señalar el amor que se debe tener a los padres, sino
que se extiende también al respeto y obediencia debidos a quienes, bajo algún
aspecto, están constituidos en autoridad: la patria, las autoridades
eclesiásticas y civiles, quienesquiera que nos gobiernen, eduquen, presidan,
dirijan, etc.
“El cuarto
mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus
padres, porque esta relación es la más universal. Se refiere también a las
relaciones de parentesco con los miembros del grupo familiar. Exige que se dé
honor, afecto y reconocimiento a los abuelos y antepasados. Finalmente se
extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, de los empleados
respecto a los patronos, de los subordinados respecto a sus jefes, de los
ciudadanos respecto a su patria, a los que la administran o la gobiernan” (CEC nº
2199).
El amor a Dios
depende del mismo Dios, porque Él debe ser amado ante todo por sí mismo,
y no por ningún otro motivo. El amor al prójimo, en cambio, nace del amor a
Dios, y debe por tanto dirigirse a él. Y así, si amamos a los padres,
obedecemos a los superiores, y respetamos a los mayores, todo esto debe hacerse
porque Dios, que es su Creador, quiso que presidiesen a los demás, y se vale de
ellos para gobernar y proteger a los otros hombres.
Siendo, pues, Dios quien nos manda que reverenciemos a esas personas, lo
debemos hacer porque el mismo Dios las hizo dignas de tal honor. De ahí se
concluye que la honra que damos a los padres, más bien la ofrecemos a Dios que
a los hombres. Y así, tratando del respeto debido a los enviados de Dios,
cumplimos con su voluntad: “el que a vosotros recibe, a Mí me recibe” (Mt
10:4).
El amor a Dios debe crecer siempre, no conoce límite alguno, porque jamás
llegaremos a amarle como merece ser amado. El amor a los demás —y, en primer
lugar, el amor a los padres— tiene su origen y medida en el amor a Dios. Por
eso, “si en alguna ocasión se contradijeran los mandatos de los padres con los
de Dios, no hay duda de que deben los hijos anteponer la voluntad de Dios a la
voluntad de sus padres, acordándose de aquella norma divina: ‘es
necesario obedecer a Dios antes que a los hombres‘”.
Los mutuos
derechos y deberes que existen entre las personas entre las que hay una
relación de autoridad, están también incluidos en el cuarto precepto. Sin
embargo, el amor a los padres, en sus diversas manifestaciones, es el modelo
que preside las expresiones de cariño dentro de la familia y con las demás
personas que, de una u otra manera, participan de la misión de padres, como los
maestros, autoridades, ancianos.
C.- DURACIÓN DEL CUARTO MANDAMIENTO
“Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes tristeza.
Aunque haya perdido la cabeza, se indulgente, no lo desprecies…” (Eclo 3: 14-15)
Cuando los
hijos se hacen mayores, deben seguir respetando a sus padres, deben tratar de darles
gusto en sus deseos, aceptar sus consejos cuando los corrijan con razón. La
obediencia a los padres termina cuando el hijo mayor se casa o se independiza,
pero el respeto, y el estar abierto a sus consejos, permanece siempre.
Los hijos deben
obedecer a sus padres en todo lo que no sea una ofensa a Dios. Si alguna vez un
padre o madre mandara a su hijo hacer algo que el hijo sabe que es una cosa
mala, no tiene obligación de obedecerlo.
Por lo que se
refiere a los padres, el cuarto mandamiento dura toda la vida: los hijos —aun
cuando ya no dependan de sus padres— deben seguir honrándoles, manifestándoles
su cariño y gratitud, ayudarles en sus necesidades, etc.
Para quien
edifica su vida cristiana sobre el fundamento de la filiación divina, le es muy
grato y amable cumplir sus deberes de filiación natural. Por el contrario,
cuando se pierde o se olvida el sentido de la paternidad de Dios, el cuarto
mandamiento puede transformarse fácilmente en una carga o deber enojoso.
No es extraño que entre padres e hijos haya, a veces, divergencias; pero no
es cristiano que esas discrepancias neutralicen —y aún deshagan— el tesoro de
amor y de nobles tradiciones familiares. Como tampoco es cristiano permitir que
se ridiculice o menosprecie la función de los padres.
La mentalidad
de rebeldía y protesta contra todo lo que suene a tradición, la falta de
respeto y veneración a los mayores, el desacato a cualquier autoridad, y
principalmente a los padres, aunque puede explicarse atendiendo a diversas
causas próximas, no hay que olvidar que procede, en último término, de la
rebeldía del hombre contra Dios; al cancelar el primero de los mandamientos, el
cuarto sufre inmediatamente las consecuencias.
El Señor nos ha dejado una doctrina y un ejemplo palmario. Si, por un lado,
reafirmó que el amor de Dios tiene unos derechos absolutos, y a él deben
subordinarse todos los amores humanos (Cfr. Lc 9:60); por otro, El mismo vivió
sujeto a la autoridad de sus padres (Cfr Lc 2:31) , aprendió
de San José un oficio (Cfr. Mc 4:3) , ayudándole a sostener el hogar; realizó
el primero de sus milagros a ruegos de su Madre (Cfr. Jn 2: 1-11) ; escogió
entre sus parientes a tres de sus discípulos (Cfr. Mc 3: 17-18; 6:3) ; y, antes
de entregar su vida en reparación de nuestros pecados, confió a Juan el cuidado
de su Madre Santísima (Cfr. Jn 19: 26-27) ; sin contar con los milagros que
realizó conmovido por las lágrimas o palabras de una madre (Cfr. Lc 7: 11-17) o
un padre (Cfr. Mt 19: 18-26) . Y es que los padres son, por un título especial,
representantes de Dios; lo dice San Pablo: del Padre de Nuestro Señor
Jesucristo recibe su nombre toda paternidad en el cielo y sobre la
tierra (Cfr. Ef 3:15).
Los hijos tenemos una deuda inmensa de gratitud con los progenitores. Les
debemos, pues, afecto, honor, obediencia, veneración; y todo, no de un modo
formal y despegado, como quien cumple un simple deber de justicia, sino
revestido y penetrado de amor y de cariño, porque si éste faltara, lo demás
perdería su sentido. Cuando queremos bien a una persona, “lo primero
que le damos es el amor, por el que queremos el bien para ella. Por lo tanto,
no cabe duda que el amor tiene razón de primer don, por el que se regalan todos
los demás dones”.
D.- QUÉ PROHÍBE EL CUARTO
MANDAMIENTO
Como consecuencia de todo lo que antecede, este mandamiento nos prohíbe
ofender a nuestros padres o superiores, de palabra, de obra o de otro modo
cualquiera. Y así, quien quebranta las obligaciones de este precepto peca
contra la piedad de modo específicamente diverso, según que
falte al amor, o al respecto o a la obediencia.
De este modo,
el hijo peca gravemente:
-Contra el
amor debido, tratando a sus padres con aspereza,
manifestándoles odio, dejando de socorrerlos en sus necesidades graves
espirituales o corporales, deseándoles mal grave, desatendiendo sus legados,
etc.
-Contra la
reverencia, golpeándolos con injuria, contristándolos gravemente,
levantando la mano con amenaza deliberada, insultándolos, despreciándolos en su
pobreza o negándose a reconocerlos como padres, etc.
-Contra la obediencia, dentro de sus
atribuciones; sólo hay obligación grave de obedecer si los
padres mandan formalmente y en materia grave.
Dios, que
promete recompensa y premio a los que se muestran agradecidos con sus padres,
reserva castigos muy tremendos a los hijos ingratos y perversos. Pues está
escrito:
“El que maldijere a su padre o a su madre sea sin remisión reo de muerte” (Ex 21:17). “Es infame y desventurado el que da pesadumbre
a su padre y echa de sí a su madre” (Prov 19:26). “Aquel que
maldice a su padre o a su madre, se apagará la luz de su vida en medio de las
tinieblas” (Prov 20:20).
3.- ALGUNAS
OBLIGACIONES CONCRETAS
A.- DEBERES DE LOS HIJOS CON
LOS PADRES
“Guarda hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu
madre… en tus pasos ellos serán tu guía” (Prov 6:
20-21).
Son muchas las
manifestaciones de honra debidas a los padres. Una particular obligación con
ellos se tiene en los casos en que no son cristianos, o están alejados de la fe
o del trato con Dios. Porque el apostolado ha de comenzar por aquellos a
quienes debemos tantos beneficios. Será un apostolado lleno de cariño y
respeto, que consistirá sobre todo en oración y mortificación, y en el ejemplo
de una conducta filial cariñosa y alegre, junto con el esfuerzo de buscar las
ocasiones para acercarlos a quienes les puedan hablar de Dios con más
autoridad, porque los hijos no pueden constituirse por iniciativa propia en
maestros de sus padres.
Los hijos son deudores de la vida, del cuidado y de la educación que han
recibido de sus padres. Por eso les deben agradecimiento, amor, respeto y
obediencia. Han de darles muchas alegrías, rezar por ellos y corresponder
lealmente a su sacrificio. “Hijos, obedeced en todo a vuestros padres,
porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3:29; Cfr. Ef 6:1)
Si los padres mandasen algo opuesto a los divinos mandamientos, los hijos
estarían obligados, como ya se ha dicho, a anteponer la voluntad de Dios a los
deseos de sus padres, teniendo presente que es necesario obedecer a
Dios antes que a los hombres (Hech 5:2). Se puede decir que la razón
de esto estriba en que Dios es más Padre aún que nuestros padres: de Él procede
toda paternidad (Cfr. Ef 3:15).
Tres cosas exige la piedad filial a los hijos para con sus padres, ya
aludidas: amor, reverencia y obediencia. La
primera como a autores de su vida, la segunda como a superiores y la tercera,
mientras vivan bajo su potestad, en todas las cosas que se refieran a su
cuidado, pues ellos los gobiernan. El que quebranta estas obligaciones peca
contra la piedad, según que falte al amor, al respeto o a la obediencia.
La obediencia
consiste en hacer lo que se manda, porque en la persona del superior (padre,
jefe, sacerdote, obispo, Papa, maestro…) se ve la autoridad de Dios. El hijo
tiene que ver esa autoridad de Dios en sus padres, el alumno en sus profesores,
el ciudadano en el poder estatal, el dirigido en su director espiritual…
Mediante el
amor, el respeto, la obediencia y la ayuda en sus necesidades, el hijo, cumple
el cuarto mandamiento de la Ley de Dios. Esto te implica:
-Alegrarles con su conducta, con sus buenas notas, con sus detalles de
cariño;
-apreciarles siempre, felicitarles;
-sentirse contento al poderles ayudar cuando están enfermos;
-enseñarles con bondad cuando sean menos instruidos;
-dedicarles tiempo cuando sean ancianos;
-valorar sus cualidades y callar sus defectos;
-ayudarles económicamente;
-proporcionarles los últimos sacramentos, buscando un sacerdote cuando
están muy enfermos o son ancianos y así puedan recibir la Santa Unción, y la
Comunión como Viático;
-si han muerto, rezar por ellos, ofreciendo misas en sufragio de sus almas.
Si viviéramos a
fondo este cuarto mandamiento, veríamos a nuestros padres ancianos más alegres,
felices; habría más concordia y armonía en los hogares; habría menos niños
abandonados, delincuentes, drogadictos, encarcelados…; habría familias más
unidas, felices y rebosantes de gozo.
Sé agradecido
con tus padres. Una buena manera de demostrar agradecimiento a tus padres es
aprovechando verdaderamente los esfuerzos que ellos hacen por ti. Nada más
frustrante para un padre de familia que ver que sus sacrificios por dar a sus
hijos una buena educación, una buena alimentación, el vestido necesario… ¡de
nada sirvieron! ¿Por qué? Porque su hijo no quiere estudiar, no le gusta la
comida que hay en casa, se enfurece porque la camisa nueva no es de la marca de
moda… ¡qué frustración!
Si quisiéramos
agradecer a nuestros padres todos los días que pasan en el trabajo, todos los
cuidados y solicitud que les hemos costado; si quisiéramos corresponder a
nuestra madre por todas las congojas, afanes, noches de insomnio…,
necesitaríamos una eternidad para pagárselo.
No concibo cómo
a un hijo que adquirió fortuna puede sentarle bien una comida opípara, si sabe
que su madre, anciana y viuda, pasa sus días con una miserable pensión. No
puedo imaginarme cómo puede una hija ponerse un rico abrigo de pieles y sus
alhajas e irse tranquilamente de turismo, si en el quinto piso de una casa de
alquiler, en la estrecha buhardilla que sólo tiene un cuarto y la cocina, van
pasando los días sus ancianos padres. Ten corazón con tus padres, ya ancianos y
enfermos. Ayúdalos, por amor de Dios.
(Debido a la
extensión del capítulo, me veo obligado a dividirlo en dos artículos. Así pues,
en el próximo estudiaremos: los deberes de los padres con sus hijos; los
deberes con los que gobiernan y edifican la Iglesia; los deberes de los que
gobiernan con respecto a la familia, los deberes con la patria; los deberes en
el trabajo profesional, y la Sagrada Familia como modelo de familia cristiana).
(Continúa)
(Continúa)
Padre Lucas Prados
Visto en Adelante la Fe
No hay comentarios:
Publicar un comentario