EL CAMINO: "YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA, NADIE VA AL PADRE SINO POR MÍ". (JUAN 14:6)

"BUSCAD PRIMERAMENTE EL REINO DE DIOS Y SU JUSTICIA, Y TODO LO DEMÁS SE OS DARÁ POR AÑADIDURA". (MATEO 6:33)

"Y EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN, PORQUE NO HAY OTRO NOMBRE BAJO EL CIELO DADO A LOS HOMBRES, EN EL CUAL PODAMOS SER SALVOS". (HECHOS 4:12)

martes, 4 de agosto de 2020

San Juan María Vianney

“No tratéis de agradar a todos.
No tratéis de agradar a algunos.
¡Tratad de agradar a Dios!”.
(San Juan María Vianney)

Santo Cura de Ars: Pide a Dios que nos envíe siempre buenos párrocos como tú.

SAN JUAN MARÍA VIANNEY
Fiesta: 4 de agosto
(1786-1859)

Uno de los santos más populares en los últimos tiempos ha sido San Juan María Vianney, llamado el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que dijo San Pablo: "Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir a los grandes".

Era un campesino de mente rústica, nacido en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló la Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Con el pretexto de implantar la "Libertad, igualdad y fraternidad" desató una masiva persecución que llevó a la guillotina a muchos hombres y mujeres, incluyendo a muchos sacerdotes y religiosas.

Los sacerdotes tenían que disfrazarse, cambiando constantemente de domicilio, para poder ministrar al pueblo de Dios, que permanecía fiel. Entre estos sacerdotes se encuentran dos que serán muy importantes en la vocación de San Juan: el Padre Balley y el Padre Groboz, quienes trabajaban ambos en Ecculy. Uno hacía de panadero y el otro de cocinero.

Así que él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en público su religión.

La primera comunión la hizo Juan María a los trece años, en Ecculy, en una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a donde los campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a alimentar sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa que celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían las autoridades. Pero para nuestro protagonista fue un día memorable. Aún siendo ya mayorcito las lágrimas corrieron por sus mejillas al recibir al Señor y durante toda su vida habló de este día, y atesoró el Rosario que le regaló su madre con motivo de esta celebración.

Juan María deseaba ser sacerdote, se decía: “Si soy sacerdote podría ganar muchas almas para Dios”, y este pensamiento lo compartía con su madre, en quien encontraba apoyo, pero a su padre no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además no era fácil encontrar seminarios en esos tiempos tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó reclutar a todos los muchachos mayores de diecisiete años y llevarlos al ejército. Y uno de los reclutados fue Juan María. Se lo llevaron para el cuartel, pero por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del grupo. Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros, pero se encontró con un hombre que le dijo: "Sígame, que yo lo llevaré a donde debe ir". Lo siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que el otro era un desertor que huía del ejército, y que se encontraban totalmente lejos del batallón.

Al llegar a un pueblo, Juan María buscó al alcalde para contarle su caso. La ley ordenaba pena de muerte a quien desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy bondadoso escondió al joven en su casa, siendo su dormitorio un pajar. Así estuvo trabajando y escondido por bastante tiempo. Se cambió de nombre, y se escondía profundamente entre el pasto seco de aquel pajar, cada vez que pasaban por allí grupos del ejército. Al fin en 1810, cuando Juan llevaba catorce meses de desertor el emperador Napoleón proclamó un decreto Ley perdonando la culpa a todos los que se habían fugado del ejército, y Vianney, por fin,  pudo volver a su hogar.

Una vez libre, trató de estudiar en el seminario pero su intelecto era romo y duro, y no lograba aprender nada. Los profesores exclamaban: "Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante. No se le queda nada". Y lo echaron.

Entonces decidió hacer una peregrinación hasta la tumba de San Francisco Regis, para implorarle su ayuda para poder estudiar. El largo camino lo hizo a base de pedir limosna. Con la peregrinación no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse desanimar por las dificultades.

El Padre Balley había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianney. Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se le quedaba nada de lo que él le enseñaba, pero su conducta era tan excelente, y su criterio y su buena voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso hacer lo posible y lo imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.

Después de prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el Padre Balley lo presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado: negativa total a que fuera ordenado de sacerdote.

Su gran benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a visitar a un grupo de sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr. Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: ¿El joven Vianney es de buena conducta? Ellos le respondieron: "Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo". "Pues si así es —añadió el prelado— que sea ordenado sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás".

Y así el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote este joven que parecía tener menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que luego llegó a ser el más famoso párroco de su siglo (cuatro días después de su ordenación, nació San Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó como vicepárroco del Padre Balley, su gran amigo y admirador.

Unos curitas muy sabios se habían burlado diciendo: "El Sr. Obispo lo ordenó de sacerdote, pero ahora se va a encantar con él, porque ¿a dónde lo va a enviar, que haga un buen papel?".

el 9 de febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars. Tenía 370 habitantes. A la misa el domingo apenas asistía nadie: un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: "Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferencian de los ancianos, es en que... están bautizadas". El pueblucho estaba lleno de cantinas y de bailes. Allí estará Juan Vianney como párroco durante cuarenta y un años, hasta su muerte, y lo transformará todo.

El nuevo Párroco de Ars se propuso un método triple para convertir a la gente de su parroquia. Rezar mucho. Sacrificarse todo lo posible, y hablar con la contundencia de la verdad. ¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de asistencia, dedicando horas y más horas a la oración ante el Santísimo Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de cantinas y bailes? Pues él estaba dispuesto a hacer las más impresionantes penitencias para convertirlos. Durante años solamente se alimentará a diario con unas pocas patatas. Los lunes cocina una docena y media de patatas, que le duran hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado igual con el cual se alimentará hasta el domingo. Es verdad que por las noches las cantinas y los bailes están repletos de gente de su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí sí que enfoca toda la artillería de sus palabras contra los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.

Cuando el Padre Vianey empieza a volverse famoso mucha gente se dedican a criticarlo. El Sr. Obispo envía un visitador para que oiga sus sermones, y le diga qué cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado vuelve trayendo noticias malas y buenas.

El prelado le pregunta:

—¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianey?
—Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo".
—¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? pregunta Monseñor.
—Sí, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes.

El Obispo satisfecho y sonriente exclamó:

—Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos.

Los primeros años de su sacerdocio, dedicaba tres o más horas a la lectura y al estudio, para preparar su sermón del domingo, antes de escribirlo. Después, durante largas horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Y lo más importante, se arrodillaba por horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo al Señor lo que iba a decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones.

Pocos santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como San Juan María Vianney. El diablo no podía ocultar su rabia al ver cuántas almas le quitaba este cura tan sencillo, y, lo atacaba sin compasión, lo derribaba de la cama, lo despertaba con ruidos espantosos y hasta trató de prenderle fuego a su habitación. Una mañana el domino incendió su cama. El santo se disponía a revestirse para la Santa Misa cuando se oyó el grito de: “Fuego, fuego”. Él solo le dio las llaves del cuarto a aquellos que iban a apagar el fuego. Sabía que el demonio quería parar la santa Misa y no se lo permitió. Lo único que dijo fue: “El villano, al no poder atrapar al pájaro le prende fuego a su jaula. Hasta el día de hoy los peregrinos pueden ver, sobre la cabecera de la cama, un cuadro con su cristal con las marcas de las llamas. El demonio por espacio de horas hacía ruidos como de cristal, o silbidos, o ruidos de caballo y hasta gritaba debajo de la ventana del santo: “Vianney, Vianney, come patatas”. En otra ocasión le gritó: "Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, que si no ya me lo habría llevado al abismo".

Un día en una misión en un pueblo, varios sacerdotes jóvenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre Vianney. El párroco los invitó a que fueran a dormir en el dormitorio donde iba a pasar la noche el famoso padrecito. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: "Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches". Pero no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.

Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: "Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio". Pues bien: ese fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo mejor que los que sí tenían mucha ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que vale son las iluminaciones del Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que nos infla y nos llena de tonto orgullo.

Tenía que pasar doce horas diarias en el confesionario durante el invierno y dieciséis durante el verano. Para confesarse con él había que coger turno con tres días de anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones impresionantes.

Desde 1830 hasta 1845 llegaron trescientas personas cada día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianney. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron cien mil. Junto a la casa parroquial había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.

A las doce de la noche se levantaba el santo sacerdote, hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes sobrepasaba de largo una manzana. Confesaba a los hombres hasta las seis de la mañana, poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse para la Santa Misa. A las siete celebraba el Santo Oficio. En los últimos años el Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza de leche. De ocho a once confesaba a las mujeres. A las once daba una clase de catecismo para todas las personas que estaban en el templo. Eran palabras muy sencillas que les hacían inmenso bien a los oyentes.

A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas de los fieles. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas.

De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves, pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían olvidado o no habían confesado. Era recio en combatir la borrachera y otros vicios.

En el confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío en el invierno y en verano sudaba copiosamente, pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: "El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo". Pero ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas.

Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando.

Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre y unas pocas mujeres a Misa. Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a Misa. Se cerraron muchas cantinas y bailes.

En Ars todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco modélico. Cuando él llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos y las cosechas se volvieron mucho mejores.

Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiéndole perdón por todo, como si él hubiera sido quién hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. Decía con humor: "Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que desertó del ejército". Y Dios premió su humildad con admirables milagros.

Pasaron cuarenta y un años desde el primer día en el que el cura llegó a Ars, fueron años de actividad indescriptible. Después de 1858 decía con frecuencia: "Ya nos vamos; debemos morir; y muy pronto". No cabe duda de que él sabía que su fin estaba cerca. En julio de 1859, una señora muy devota de San Etienne vino para confesarse. Cuando se despedía de él le dijo: "Nos veremos de nuevo en tres semanas", ambos murieron en ese tiempo, y se encontraron en un mundo mucho más feliz.

El mes de Julio de 1859 fue extremadamente caluroso, los peregrinos se desmayaban en grandes cantidades, pero el santo permanecía en el confesionario. El viernes 29 de julio, fue el último en el que apareció en la iglesia. Esa mañana entró en el confesionario como a la una, pero después de haberse desmayado en varias ocasiones, le pidieron que descansara. A la once dio catecismo por última vez. Esa noche con mucha dificultad pudo arrastrarse hasta su cuarto. Uno de los Hermanos le ayudó a subirse a su cama, pero el santo le pidió que le dejase solo.

Una hora después de medianoche, aproximadamente, pidió ayuda: "Es mi pobre fin, llamen a mi confesor". La enfermedad progresó rápidamente. En la tarde del 2 de Agosto recibió los últimos sacramentos: "Qué bueno es Dios; cuando ya nosotros no podemos ir más hacia Él, Él viene a nosotros".

Veinte sacerdotes con velas encendidas escoltaron al Santísimo Sacramento, pero el calor era tan sofocante que tuvieron que apagarlas. Con lágrimas en los ojos dijo: "Oh, qué triste es recibir la Comunión por última vez".

En la noche del 3 de Agosto llegó su obispo. El santo lo reconoció pero no pudo decir palabra alguna. Hacia la medianoche el fin era inminente. A las dos de la madrugada del sábado 4 de Agosto de 1859, cuando una tormenta azotaba el pueblo de Ars, el Obispo M.Monnin leía estas palabras: "Que los santos ángeles de Dios vengan a su encuentro y lo conduzcan a la Jerusalén celestial", el Cura de Ars encomendó su alma a Dios.

Su cuerpo permanece incorrupto en la iglesia de Ars.

El 8 de enero de 1905, el Papa Pío X, Beatificó al Cura de Ars; y en la fiesta de Pentecostés el 31 de mayo de 1925, en presencia de una gran multitud, el Papa Pío XI pronunció la solemne sentencia: "Nosotros declaramos a Juan María Bautista Vianney que sea santo y sea inscrito en el catálogo de los santos".




ORACIÓN
“TE AMO,  OH MI DIOS"
Autor: San Juan María Vianney

Te amo, Oh mi Dios.
Mi único deseo es amarte
Hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,
Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno
Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,
Oh mi Dios,
si mi lengua no puede decir
cada instante que te amo,
por lo menos quiero
que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,
Y de amarte mientras que sufro,
y el día que me muera
No solo amarte pero sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora
Final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.
Amén.


LA  ORACIÓN,  SEGÚN EL SANTO CURA DE ARS

Hermosa obligación del hombre: orar y amar.

Consideradlo, hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí donde está nuestro tesoro.

El hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis, habréis hallado la felicidad en este mundo.

La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.

En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión.

Nosotros nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.

Hijos míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo.

En la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.

Otro beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos, tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y creedme, que el tiempo se me hacía corto.

Hay personas que se sumergen totalmente en la oración como los peces en el agua, porque están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a nuestro Señor y hablaban con Él del mismo modo que hablamos entre nosotros.

Nosotros, por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: "Sólo dos palabras, para deshacerme de ti...".

Muchas veces pienso que cuando venimos a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con una fe muy viva y un corazón muy puro.

Juan Maria Vianney
(Cura de Ars)

Fuentes: EWTN y Corazones.org



No hay comentarios:

Publicar un comentario