“No tratéis de agradar
a todos.
No tratéis de agradar
a algunos.
¡Tratad de agradar a
Dios!”.
(San Juan María
Vianney)
Santo Cura de Ars: Pide a Dios que nos envíe siempre buenos párrocos como tú.
SAN
JUAN MARÍA VIANNEY
Fiesta:
4 de agosto
(1786-1859)
Uno de los
santos más populares en los últimos tiempos ha sido San Juan María Vianney,
llamado el santo Cura de Ars. En él se ha cumplido lo que dijo San Pablo:
"Dios ha escogido lo que no vale a los ojos del mundo, para confundir a
los grandes".
Era un campesino de mente rústica,
nacido en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. Durante su infancia estalló
la Revolución Francesa que persiguió ferozmente a la religión católica. Con el
pretexto de implantar la "Libertad, igualdad y fraternidad" desató
una masiva persecución que llevó a la guillotina a muchos hombres y mujeres,
incluyendo a muchos sacerdotes y religiosas.
Los
sacerdotes tenían que disfrazarse, cambiando constantemente de domicilio, para
poder ministrar al pueblo de Dios, que permanecía fiel. Entre estos sacerdotes
se encuentran dos que serán muy importantes en la vocación de San Juan: el
Padre Balley y el Padre Groboz, quienes trabajaban ambos en Ecculy. Uno hacía
de panadero y el otro de cocinero.
Así
que él y su familia, para poder asistir a misa tenían que hacerlo en
celebraciones hechas a escondidas, donde los agentes del gobierno no se dieran
cuenta, porque había pena de muerte para los que se atrevieran a practicar en
público su religión.
La primera comunión la hizo Juan María a los trece
años, en Ecculy, en una celebración nocturna, a escondidas, en un pajar, a
donde los campesinos llegaban con bultos de pasto, simulando que iban a
alimentar sus ganados, pero el objeto de su viaje era asistir a la Santa Misa
que celebraba un sacerdote, con grave peligro de muerte, si los sorprendían las
autoridades. Pero para nuestro protagonista fue un día memorable. Aún siendo ya
mayorcito las lágrimas corrieron por sus mejillas al recibir al Señor y durante
toda su vida habló de este día, y atesoró el Rosario que le regaló su madre con
motivo de esta celebración.
Juan María
deseaba ser sacerdote, se decía: “Si soy sacerdote podría ganar muchas almas
para Dios”, y este pensamiento lo compartía con su madre, en quien encontraba
apoyo, pero a su padre no le interesaba perder este buen obrero que le cuidaba
sus ovejas y le trabajaba en el campo. Además no era fácil encontrar seminarios
en esos tiempos tan difíciles. Y como estaban en guerra, Napoléon mandó
reclutar a todos los muchachos mayores de diecisiete años y llevarlos al
ejército. Y uno de los reclutados fue Juan María. Se lo llevaron para el
cuartel, pero por el camino, por entrar a una iglesia a rezar, se perdió del grupo.
Volvió a presentarse, pero en el viaje se enfermó y lo llevaron una noche al
hospital y cuando al día siguiente se repuso ya los demás se habían ido. Las
autoridades le ordenaron que se fuera por su cuenta a alcanzar a los otros,
pero se encontró con un hombre que le dijo: "Sígame, que yo lo llevaré a
donde debe ir". Lo siguió y después de mucho caminar se dio cuenta de que
el otro era un desertor que huía del ejército, y que se encontraban totalmente
lejos del batallón.
Al llegar
a un pueblo, Juan María buscó al alcalde para contarle su caso. La ley ordenaba
pena de muerte a quien desertara del ejército. Pero el alcalde que era muy
bondadoso escondió al joven en su casa, siendo su dormitorio un pajar. Así
estuvo trabajando y escondido por bastante tiempo. Se cambió de nombre, y se
escondía profundamente entre el pasto seco de aquel pajar, cada vez que pasaban
por allí grupos del ejército. Al fin en 1810, cuando Juan llevaba catorce meses
de desertor el emperador Napoleón proclamó un decreto Ley perdonando la culpa a
todos los que se habían fugado del ejército, y Vianney, por fin, pudo volver a su hogar.
Una vez libre, trató de
estudiar en el seminario pero su intelecto era romo y duro, y no lograba
aprender nada. Los profesores exclamaban: "Es muy buena persona, pero no
sirve para estudiante. No se le queda nada". Y lo echaron.
Entonces decidió hacer una
peregrinación hasta la tumba de San Francisco Regis, para implorarle su ayuda
para poder estudiar. El largo camino lo hizo a base de pedir limosna. Con la peregrinación
no logró volverse más inteligente, pero adquirió valor para no dejarse
desanimar por las dificultades.
El Padre
Balley había fundado por su cuenta un pequeño seminario y allí recibió a Vianney.
Al principio el sacerdote se desanimaba al ver que a este pobre muchacho no se
le quedaba nada de lo que él le enseñaba, pero su conducta era tan excelente, y
su criterio y su buena voluntad tan admirables que el buen Padre Balley dispuso
hacer lo posible y lo imposible por hacerlo llegar al sacerdocio.
Después de
prepararlo por tres años, dándole clases todos los días, el Padre Balley lo
presentó a exámenes en el seminario. Fracaso total. No fue capaz de responder a
las preguntas que esos profesores tan sabios le iban haciendo. Resultado:
negativa total a que fuera ordenado de sacerdote.
Su gran
benefactor, el Padre Balley, lo siguió instruyendo y lo llevó a visitar a un
grupo de sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba
preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen
criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus
apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Sr.
Obispo. El prelado al oír todas estas cosas les preguntó: ¿El joven Vianney es
de buena conducta? Ellos le respondieron: "Es excelente persona. Es un
modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más
santo". "Pues si así es —añadió el prelado— que sea ordenado
sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios
suplirá lo demás".
Y así
el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote este joven que parecía tener
menos inteligencia de la necesaria para este oficio, y que luego llegó a ser el
más famoso párroco de su siglo (cuatro días después de su ordenación, nació San
Juan Bosco). Los primeros tres años los pasó como vicepárroco del Padre Balley,
su gran amigo y admirador.
Unos
curitas muy sabios se habían burlado diciendo: "El Sr. Obispo lo ordenó de
sacerdote, pero ahora se va a encantar con él, porque ¿a dónde lo va a enviar,
que haga un buen papel?".
Y el 9 de
febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más pobre e infeliz. Se llamaba Ars.
Tenía 370 habitantes. A la misa el domingo apenas asistía nadie: un hombre y
algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: "Las gentes de esta parroquia
en lo único en que se diferencian de los ancianos, es en que... están
bautizadas". El pueblucho estaba lleno de cantinas y de bailes. Allí
estará Juan Vianney como párroco durante cuarenta y un años, hasta su muerte, y
lo transformará todo.
El nuevo Párroco
de Ars se propuso un método triple para convertir a la gente de su parroquia. Rezar
mucho. Sacrificarse todo lo posible, y hablar con la contundencia de la verdad.
¿Qué en Ars casi nadie iba a la Misa? Pues él reemplazaba esa falta de
asistencia, dedicando horas y más horas a la oración ante el Santísimo
Sacramento en el altar. ¿Qué el pueblo estaba lleno de cantinas y bailes? Pues él
estaba dispuesto a hacer las más impresionantes penitencias para convertirlos.
Durante años solamente se alimentará a diario con unas pocas patatas. Los lunes
cocina una docena y media de patatas, que le duran hasta el jueves. Y en ese
día hará otro cocinado igual con el cual se alimentará hasta el domingo. Es
verdad que por las noches las cantinas y los bailes están repletos de gente de
su parroquia, pero también es verdad que él pasa muchas horas de cada noche
rezando por ellos. ¿Y sus sermones? Ah, ahí sí que enfoca toda la artillería de
sus palabras contra los vicios de sus feligreses, y va demoliendo sin compasión
todas las trampas con las que el diablo quiere perderlos.
Cuando el
Padre Vianey empieza a volverse famoso mucha gente se dedican a criticarlo. El
Sr. Obispo envía un visitador para que oiga sus sermones, y le diga qué
cualidades y defectos tiene este predicador. El enviado vuelve trayendo
noticias malas y buenas.
El prelado
le pregunta:
—¿Tienen algún defecto los sermones del Padre
Vianey?
—Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son
muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los
mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el
cielo".
—¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones? —pregunta Monseñor.
—Sí, tienen una cualidad, y es que los oyentes se
conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes.
El Obispo
satisfecho y sonriente exclamó:
—Por esa última cualidad se le pueden perdonar al
Párroco de Ars los otros tres defectos.
Los primeros
años de su sacerdocio, dedicaba tres o más horas a la lectura y al estudio,
para preparar su sermón del domingo, antes de escribirlo. Después, durante
largas horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al
ganado, para tratar de aprenderlo. Y lo más importante, se arrodillaba por
horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendándo al Señor lo que
iba a decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le
olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba
impresionantes conversiones.
Pocos
santos han tenido que entablar luchas tan tremendas contra el demonio como San
Juan María Vianney. El diablo no podía ocultar su rabia al ver cuántas almas le
quitaba este cura tan sencillo, y, lo atacaba sin compasión, lo derribaba de la
cama, lo despertaba con ruidos espantosos y hasta trató de prenderle fuego a su
habitación. Una mañana el domino incendió su cama. El santo se disponía a revestirse
para la Santa Misa cuando se oyó el grito de: “Fuego, fuego”. Él solo le dio
las llaves del cuarto a aquellos que iban a apagar el fuego. Sabía que el
demonio quería parar la santa Misa y no se lo permitió. Lo único que dijo fue: “El
villano, al no poder atrapar al pájaro le prende fuego a su jaula. Hasta el día
de hoy los peregrinos pueden ver, sobre la cabecera de la cama, un cuadro con
su cristal con las marcas de las llamas. El demonio por espacio de horas hacía ruidos
como de cristal, o silbidos, o ruidos de caballo y hasta gritaba debajo de la
ventana del santo: “Vianney, Vianney, come patatas”. En otra ocasión le gritó:
"Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, que si no
ya me lo habría llevado al abismo".
Un día en
una misión en un pueblo, varios sacerdotes jóvenes dijeron que eso de las
apariciones del demonio eran puros cuentos del Padre Vianney. El párroco los
invitó a que fueran a dormir en el dormitorio donde iba a pasar la noche el
famoso padrecito. Y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos
diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron
a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él
lo tomaba con toda calma y con humor y decía: "Con el patas hemos tenido
ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches". Pero no dejaba
de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.
Cuando
concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: "Que
sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para
ese oficio". Pues bien: ese fue su oficio durante toda la vida, y lo hizo
mejor que los que sí tenían mucha ciencia e inteligencia. Porque en esto lo que
vale son las iluminaciones del Espíritu Santo, y no nuestra vana ciencia que
nos infla y nos llena de tonto orgullo.
Tenía que
pasar doce horas diarias en el confesionario durante el invierno y dieciséis durante
el verano. Para confesarse con él había que coger turno con tres días de
anticipación. Y en el confesionario conseguía conversiones impresionantes.
Desde 1830
hasta 1845 llegaron trescientas personas cada día a Ars, de distintas regiones
de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianney. El último año de su
vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron cien mil. Junto a la casa parroquial
había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.
A las
doce de la noche se levantaba el santo sacerdote, hacía sonar la campana de la
torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes
sobrepasaba de largo una manzana. Confesaba a los hombres hasta las seis de la
mañana, poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario
y a prepararse para la Santa Misa. A las siete celebraba el Santo Oficio. En
los últimos años el Obispo logró que a las ocho de la mañana se tomara una taza
de leche. De ocho a once confesaba a las mujeres. A las once
daba una clase de catecismo para todas las personas que estaban en el templo.
Eran palabras muy sencillas que les hacían inmenso bien a los oyentes.
A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se
bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él
costeaba con las limosnas de los fieles. Por la calle la gente lo rodeaba con
gran veneración y le hacían consultas.
De una y
media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy
breves, pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los
pecados que se les habían olvidado o no habían confesado. Era recio en combatir
la borrachera y otros vicios.
En el
confesionario sufría mareos y a ratos le parecía que se iba a congelar de frío
en el invierno y en verano sudaba copiosamente, pero seguía confesando como si
nada estuviera sufriendo. Decía: "El confesionario es el ataúd donde me
han sepultado estando todavía vivo". Pero ahí era donde conseguía sus
grandes triunfos en favor de las almas.
Por la
noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las
doce de la noche y seguir confesando.
Cuando
llegó a Ars solamente iba un hombre y unas pocas mujeres a Misa. Cuando murió
solamente había un hombre en Ars que no iba a Misa. Se cerraron muchas cantinas
y bailes.
En Ars
todos se sentían santamente orgullosos de tener un párroco modélico. Cuando él
llegó a esa parroquia la gente trabajaba en domingo y cosechaba poco. Logró
poco a poco que nadie trabajara en los campos los domingos y las cosechas se
volvieron mucho mejores.
Siempre se
creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos obtenidos. A un
hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiéndole
perdón por todo, como si él hubiera sido quién hubiera ofendido al otro. El
obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner.
El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar.
Decía con humor: "Es el colmo: el gobierno condecorando a un cobarde que
desertó del ejército". Y Dios premió su humildad con admirables milagros.
Pasaron
cuarenta y un años desde el primer día en el que el cura llegó a Ars, fueron
años de actividad indescriptible. Después de 1858 decía con frecuencia:
"Ya nos vamos; debemos morir; y muy pronto". No cabe duda de que él
sabía que su fin estaba cerca. En julio de 1859, una señora muy devota de San
Etienne vino para confesarse. Cuando se despedía de él le dijo: "Nos
veremos de nuevo en tres semanas", ambos murieron en ese tiempo, y se
encontraron en un mundo mucho más feliz.
El
mes de Julio de 1859 fue extremadamente caluroso, los peregrinos se desmayaban
en grandes cantidades, pero el santo permanecía en el confesionario. El viernes
29 de julio, fue el último en el que apareció en la iglesia. Esa mañana entró
en el confesionario como a la una, pero después de haberse desmayado en varias
ocasiones, le pidieron que descansara. A la once dio catecismo por última vez.
Esa noche con mucha dificultad pudo arrastrarse hasta su cuarto. Uno de los
Hermanos le ayudó a subirse a su cama, pero el santo le pidió que le dejase
solo.
Una
hora después de medianoche, aproximadamente, pidió ayuda: "Es mi pobre
fin, llamen a mi confesor". La enfermedad progresó rápidamente. En la
tarde del 2 de Agosto recibió los últimos sacramentos: "Qué bueno es Dios;
cuando ya nosotros no podemos ir más hacia Él, Él viene a nosotros".
Veinte
sacerdotes con velas encendidas escoltaron al Santísimo Sacramento, pero el
calor era tan sofocante que tuvieron que apagarlas. Con lágrimas en los ojos
dijo: "Oh, qué triste es recibir la Comunión por última vez".
En
la noche del 3 de Agosto llegó su obispo. El santo lo reconoció pero no pudo
decir palabra alguna. Hacia la medianoche el fin era inminente. A las dos de la
madrugada del sábado 4 de Agosto de 1859, cuando una tormenta azotaba el pueblo
de Ars, el Obispo M.Monnin leía estas palabras: "Que los santos ángeles de
Dios vengan a su encuentro y lo conduzcan a la Jerusalén celestial", el
Cura de Ars encomendó su alma a Dios.
Su
cuerpo permanece incorrupto en la iglesia de Ars.
El
8 de enero de 1905, el Papa Pío X, Beatificó al Cura de Ars; y en la fiesta de
Pentecostés el 31 de mayo de 1925, en presencia de una gran multitud, el Papa
Pío XI pronunció la solemne sentencia: "Nosotros declaramos a Juan María
Bautista Vianney que sea santo y sea inscrito en el catálogo de los
santos".
ORACIÓN
“TE
AMO, OH MI DIOS"
Autor: San Juan María Vianney
Te amo, Oh mi Dios.
Mi único deseo es amarte
Hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,
Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno
Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,
Oh mi Dios,
si mi lengua no puede decir
cada instante que te amo,
por lo menos quiero
que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,
Y de amarte mientras que sufro,
y el día que me muera
No solo amarte pero sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora
Final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.
Amén.
Autor: San Juan María Vianney
Te amo, Oh mi Dios.
Mi único deseo es amarte
Hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,
Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno
Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,
Oh mi Dios,
si mi lengua no puede decir
cada instante que te amo,
por lo menos quiero
que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,
Y de amarte mientras que sufro,
y el día que me muera
No solo amarte pero sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora
Final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.
Amén.
LA
ORACIÓN, SEGÚN
EL SANTO CURA DE ARS
Hermosa
obligación del hombre: orar y amar.
Consideradlo,
hijos míos: el tesoro del hombre cristiano no está en la tierra, sino en el
cielo. Por esto, nuestro pensamiento debe estar siempre orientado hacia allí
donde está nuestro tesoro.
El
hombre tiene un hermoso deber y obligación: orar y amar. Si oráis y amáis,
habréis hallado la felicidad en este mundo.
La
oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón
puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo
embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable.
En esta íntima unión, Dios y el alma son como dos trozos de cera fundidos en uno solo, que ya nadie puede separar. Es algo muy hermoso esta unión de Dios con su pobre criatura; es una felicidad que supera nuestra comprensión.
Nosotros
nos habíamos hecho indignos de orar, pero Dios, por su bondad, nos ha permitido
hablar con él. Nuestra oración es el incienso que más le agrada.
Hijos
míos, vuestro corazón es pequeño, pero la oración lo dilata y lo hace capaz de
amar a Dios. La oración es una degustación anticipada del cielo, hace que una
parte del paraíso baje hasta nosotros. Nunca nos deja sin dulzura; es como una
miel que se derrama sobre el alma y lo endulza todo.
En
la oración hecha debidamente, se funden las penas como la nieve ante el sol.
Otro
beneficio de la oración es que hace que el tiempo transcurra tan aprisa y con
tanto deleite, que ni se percibe su duración. Mirad: cuando era párroco en
Bresse, en cierta ocasión, en que casi todos mis colegas habían caído enfermos,
tuve que hacer largas caminatas, durante las cuales oraba al buen Dios, y
creedme, que el tiempo se me hacía corto.
Hay
personas que se sumergen totalmente en la oración como los peces en el agua, porque
están totalmente entregadas al buen Dios. Su corazón no está dividido. ¡Cuánto
amo a estas almas generosas! San Francisco de Asís y santa Coleta veían a
nuestro Señor y hablaban con Él del mismo modo que hablamos entre nosotros.
Nosotros,
por el contrario, ¡cuántas veces venimos a la Iglesia sin saber lo que hemos de
hacer o pedir! Y, sin embargo, cuando vamos a casa de cualquier persona, sabemos muy bien para qué vamos. Hay
algunos que incluso parece como si le dijeran al buen Dios: "Sólo dos
palabras, para deshacerme de ti...".
Muchas veces pienso que cuando venimos
a adorar al Señor, obtendríamos todo lo que le pedimos si se lo pidiéramos con
una fe muy viva y un corazón muy puro.
Juan
Maria Vianney
(Cura
de Ars)
Fuentes: EWTN y Corazones.org
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