Meditaciones
para la Cuaresma. Tomado de "Meditaciones para
todos los días del año - Para uso del clero y de los fieles", P. André
Hamon, cura de San Sulpicio (Autor de las vidas de San Francisco de Sales y del
Cardenal Cheverus).
EVANGELIO SEGÚN SAN
MARCOS (16, 1-7)
Y,
pasada la fiesta del sábado, María Magdalena y María, Madre de Santiago, y
Salomé, compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y, partiendo muy de
madrugada el Domingo o primer día de la semana, llegaron al sepulcro, salido ya
el sol. Y se decían una a otra: “¿Quién nos quitará la piedra de la entrada del
sepulcro?” La cual, realmente, era muy grande. Mas, echando la vista, vieron
que la piedra estaba apartada. Y, entrando en el sepulcro, se hallaron con un
joven sentado al lado derecho, vestido de un blanco ropaje, y se quedaron
pasmadas. Pero él les dijo: “No tenéis que asustaros: Vosotras venís a buscar a
Jesús Nazareno, que fue crucificado; ya resucitó; no está aquí; mirad el lugar
donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que irá delante
de vosotros a Galilea, donde le veréis, según os tiene dicho”.
Consagraremos
nuestra meditación del gran día de hoy a considerar la resurrección de
Jesucristo como el triunfo: 1° De nuestra fe; 2° De nuestra esperanza.
—Tomaremos
en seguida la resolución: 1º De alabar, glorificar y bendecir con frecuentes
aspiraciones a Jesucristo resucitado; 2° De hacer a menudo actos de fe en la
divinidad de Jesucristo, de su Religión y de su Iglesia, e igualmente actos de
esperanza en la vida futura. Nuestro ramillete espiritual será esta expresión
de la Iglesia: “Alabanza, adoración y amor a Jesucristo resucitado”.
Dediquémonos hoy a sentimientos de alabanza, adoración y amor hacia Jesucristo resucitado. Regocijémonos y transportémonos de alegría. He aquí el día que el Señor ha hecho, día de victoria y de triunfo. ¡Unámonos a los ángeles para cantar gloria a Dios, Aleluya!
LA RESURRECCIÓN DE
JESUCRISTO
ES EL TRIUNFO DE
NUESTRA FE
JESUCRISTO RESUCITÓ VERDADERAMENTE. Los Apóstoles, que lo atestiguaron y sellaron con su sangre su testimonio, no pudieron engañarse, puesto que conversaron con Él durante cuarenta días; ni quisieron tampoco engañar, pues a ello se oponían sus más caros intereses en este mundo y en el otro; y, por otra parte, si Jesucristo no hubiera resucitado, no habría sido a los ojos de ellos más que un impostor que les habría engañado, predicando su Resurrección. Tampoco los Apóstoles hubieran podido engañarnos, aunque hubieran permitido sacar el sagrado Cuerpo. ES PUES CIERTO Y CERTÍSIMO, ¡OH JESÚS! QUE VERDADERAMENTE RESUCITASTEIS. Y CIERTO, POR CONSIGUIENTE, QUE SOIS DIOS TODOPODEROSO, puesto que un hombre muerto no puede por sí mismo resucitar: sólo Dios, dueño de la vida y de la muerte, es capaz de tal prodigio. ¡Oh santa fiesta de Pascua, cuan querida me eres! La Resurrección de mi Salvador es para mí la garantía de su divinidad, y, por lo mismo, la garantía de todas mis creencias; porque, si Jesucristo es Dios, su Religión es divina; el Evangelio, que es su Palabra, es divino; los Sacramentos que ha establecido, son divinos; la Iglesia que ha fundado, es divina; y creyéndole, estoy seguro de no engañarme. Siguiendo mi fe, marcho tras un guía infalible, y haciendo los sacrificios que me pide, sé que no pierdo mi trabajo y que Dios me recompensará. En vano el incrédulo impugna mi creencia; en vano las naciones braman de furor, y ‘los judíos le llaman escándalo, y los gentiles locura’. “Jesucristo ha resucitado”, respondo a todos, y no hay objeción que no venga a pulverizarse contra la roca de su sepulcro glorioso. ¡Qué consuelo, qué triunfo para la Fe, que no tiene necesidad sino de este solo hecho para ser altamente justificada! ¡Cuán justo es pues reanimar la fe en este hermoso día, creyendo las cosas de la Religión como si con los ojos corporales las viéramos, y mostrándonos hombres de fe en nuestra conducta, en nuestro lenguaje, en la oración, en el lugar santo, en todo y por todo!
LA RESURRECCIÓN DE
JESUCRISTO
ES EL TRIUNFO DE
NUESTRA ESPERANZA
El hombre, que no vive sino muy poco tiempo aquí en la tierra, lleno de muchas
miserias, tiene necesidad de esperar; por lo que se regocija hoy día, cantando
con la Iglesia: “Jesucristo, mi esperanza, ha resucitado”. La Resurrección del
Salvador es para nosotros la prenda y la seguridad de una resurrección
semejante, que nos librará de todas las penas de la vida. “Jesucristo es el
primogénito de entre los muertos”, dice el Apóstol; “por lo cual, después de
Él, resucitarán también de sus cenizas los otros muertos”. “Nosotros formaremos
con Él un todo perfecto, un cuerpo cuya cabeza es Él”, dice el mismo Apóstol;
“pues los miembros deben seguir la condición de su cabeza”. ¿Qué sería de un
cuerpo cuya cabeza anduviera por un lado y los miembros por otro? ¿Sería
conveniente que el Espíritu Santo designara, bajo la figura de la cabeza y de
los miembros, a Jesucristo y a los fieles, si debían vivir así separados? Si no
formamos más que un sólo cuerpo con Jesucristo, su resurrección contiene la
nuestra, como la nuestra supone la suya; la una contiene esencialmente a la
otra. “Si os anunciamos, dice San Pablo, que Jesucristo ha resucitado, ¿Cómo
podríamos decir que no había resurrección para nosotros?” Dogma consolador, que
hace triunfar nuestra esperanza entre los trabajos y padecimientos de la vida;
porque, si debemos resucitar como Jesucristo, nuestras lágrimas entonces se
convertirán en gozo, nuestras penas en delicias, nuestra pobreza en abundancia,
nuestra confusión en gloria, nuestra muerte en vida eterna. “YO SÉ, dice Job,
QUE MI REDENTOR VIVE QUE YO RESUCITARÉ DE LA TIERRA EL ÚLTIMO DÍA Y DE NUEVO
SERÉ REVESTIDO DE MI PIEL, Y QUE EN MI CARNE VERÉ A MI DIOS: EL QUE LE HA DE
VER SERÉ YO MISMO, Y CON MIS PROPIOS OJOS VERÉ A ÉL, Y TAL ESPERANZA ESTÁ
PUESTA EN MI PECHO”. “El Rey del universo, decía el segundo de los mártires
Macabeos, nos resucitará para la vida eterna”. “Poco me importa, decía el
tercero, perder aquí mis miembros, porque Dios me los devolverá algún día”.
“Mejor es para nosotros, agregaba el cuarto, morir a manos de los hombres
porque esperamos en Dios que nos ha de resucitar”. “¿Qué me importa, decía
Santa Mónica, morir lejos de la patria? Dios, al fin de los tiempos, sabrá
encontrarme para resucitarme”. En fin, todos los mártires y todos los justos
han muerto con esta esperanza de una nueva tierra y de un nuevo cielo, donde el
cuerpo de los santos será glorioso, impasible, inmortal, resplandeciente como
el sol, ágil como los espíritus; donde no habrá ni dolores ni lágrimas; donde
todo será gloria y felicidad. ¡Oh magnífica esperanza! ¡Cómo nos complacerá
entonces haber padecido con conciencia, habernos mortificado y privado de los
vanos goces del mundo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario