"Soy todo de cada uno. Todos pueden decir:” Padre Pío es mío”.
Amo tanto a mis hermanos del exilio. Amo a mis hijos espirituales como a mi
alma, y aún más. Los he redimido para Jesús en el dolor, y en el amor. Puedo
olvidarme de mi mismo, pero no puedo olvidarme de mis hijos espirituales; es
más, puedo asegurar que cuando el Señor me llame, le diré:” Señor, me quedo en
la puerta del Paraíso. Entraré después de haber visto entrar al último de mis
hijos”.
“Sufro mucho por no poder ganar para Dios, a todos mis hermanos. A veces me siento morir con un nudo en el corazón, por ver tantas almas sufrientes sin poder confortarlas elevándolas y tantos hermanos aliados con el demonio".
San Pío de Pietrelcina
Unido al Hijo por medio de la
Madre.
El
padre Pío murió estrechando entre sus manos la corona del rosario; no podía ser
de otra manera, porque la imagen del padre Pío era inseparable de la corona del
rosario: esta formaba parte, por así decirlo, de su misma estructura física.
El
rezo del rosario a la Virgen era como el tejido que unía los espacios que había
vacíos entre confesar, decir misa, la vida de comunidad y las visitas. Podía
parecer como algo mecánico para un observador extraño, pero era solo el signo
visible de una realidad mucho más profunda y maravillosa.
Esta
realidad no era sino el amor filial, expresado en el epistolario y en el modo
de hablar, con una sinfonía de apelativos bellísimos: «querida madrecita»,
«bella madrecita», «bella Virgen María», «bendita madre», «tierna madre»,
«queridísima madre», «celestial madrecita», «pobre madrecita».
Es
en el fondo una ternura teológica ya que María es para el padre Pío el «camino
que lleva a la vida», la «vía para llegar a feliz término». Camino y vía que le
llevan a combatir por la salvación: «Protegido y conducido por tan tierna madre
lucharé hasta que Dios quiera, con la seguridad y confianza puestas en esta
madre».
Por eso, el rosario es un arma en sus manos. Camino y vía que llevan al misterio de la cruz: «La Virgen dolorosa nos alcance de su santísimo Hijo el adentrarnos cada vez más en el misterio de la cruz hasta embriagarnos con ella en los padecimientos de Jesús»; camino y vía que nos conducen al amor a la cruz: «La santísima Virgen nos alcance el amor a la cruz, a los sufrimientos, a los dolores: ella que fue la primera en poner en práctica el evangelio en toda su perfección, en toda su rigurosidad, incluso antes de que se publicara».
Es esta «querida madre» la que le da conciencia de su misión en el mundo: «Salgamos con ella junto a Jesús fuera de Jerusalén, símbolo y figura… del mundo que rechaza y reniega de Jesucristo»; es ella la que le acompaña en el sacrificio. «Pobre madrecita, qué bien me quiere. Lo he constatado hermosamente de nuevo al comenzar este bello mes. Con qué cuidado me ha acompañado en el altar esta mañana».
De este modo el padre Pío puede expresar así en síntesis su devoción mariana: «Me siento estrechamente ligado al hijo por medio de esta madre sin ver siquiera las cadenas que tan fuertemente me religan».
La
devoción de su infancia.
El
Padre Tiberio Munari nos explica la Espiritualidad mariana de Padre Pío, en su
libro, con las siguientes palabras:
Un
verdadero retrato de Padre Pío estaría incompleto si no se diera el debido
realce a su devoción mariana.
Cuando niño, Francisco entraba en la iglesia de Pietrelcina a saludar a la Virgen de la “Libera”. En 1901, cuando tenía 14 años, fue a visitar el santuario de nuestra Señora del Rosario de Pompeya, con otros siete compañeros de escuela, acompañados por el maestro Don Ángel. El 6 de mayo de 1913 escribe al P. Agustín, su director espiritual: «¡Esta Madre tan tierna, en su gran misericordia, sabiduría y bondad ha querido verter en mi corazón tantas y tales gracias que, cuando me hallo en su presencia y en la de Jesús, me siento estrechamente unido y ligado al Hijo por medio de esta Madre!».
El
Mes de mayo dedicado a María.
El
Padre Pío llamaba al mes de mayo: «El mes de la hermosa mamita». El 1 de mayo
de 1912, él escribía a su padre espiritual: «¡Oh el hermoso mes de mayo! El más
bonito del año. Si, padre mío, ¡este mes nos recuerda muy bien las dulzuras y
la belleza de María! Pensando en los muchos beneficios que me ha hecho esta
querida Mamita, tengo vergüenza de mí mismo por no haberla amado y servido lo
bastante; en cambio, a sus cuidados afectuosos he respondido con ingratitudes».
«El
mes de mayo para mí es el mes de las gracias y este año espero recibir dos: que
me recoja consigo para no seguir viendo esas caras feas (demonios); y la otra,
usted la conoce. Quisiera tener una voz poderosa para invitar a todos los pecadores
del mundo a amar a la Virgen».
Para mostrar su devoción a la Virgen y obtener más fácilmente sus gracias, él le ofrece sus sacrificios. El 21 de julio de 1913, escribe a su padre espiritual: «Le pido el permiso de abstenerme de la fruta el miércoles en honor de la Virgen», y el 6 de enero de 1917 le pide el permiso de ayunar dos veces por mes, una vez en honor de la Virgen y la otra en honor de San Antonio.
«Su
amor a la Virgen era muy grande —cuenta un sacerdote. Recuerdo que una vez le
pedimos al Padre Pío, en la fiesta de la Asunción, un pensamiento sobre la
Virgen para ese día. Se le iluminó el rostro y sollozando nos dijo: ”Hijos míos,
amemos a la Virgen. Ella (y aquí se emocionó) es nuestra Madre”. También
nosotros nos pusimos a llorar, confundidos y humillados ante a tanto amor».
Un día Cleonice Morcaldi, su hija espiritual, le preguntó al Padre Pío:
—Padre, ¿la Virgen viene uno que otro día a su celda?
—Mejor di —le contestó Padre Pío— si algún día no viene.
—¿Se le aparece como en Lourdes? —siguió preguntando atrevida Cleonice.
—Eh, sí. Allá se apareció, pero aquí nada.
—¡Oh qué paraíso, Padre! Dígame un pensamiento sobre la grandeza de María para que me anime a amarla.
—¿No te basta saber que es Madre de Dios? ¿Que todos los ángeles y santos no llegan a alabarla dignamente? Dios es el Padre del Verbo, María es la Madre del Verbo, hecho carne. Nada nos concede el Señor si no pasa por las manos de la Reina del Cielo. Si Dios es la fuente de agua viva, María es el acueducto que la lleva a nosotros. Ámala en la tierra y la contemplarás en el cielo.
Su
arma preferida.
Su amor a la Virgen se expresaba en particular por el rezo del Santo rosario que llevaba siempre enrollado en la mano o en el brazo, como si fuera un arma siempre empuñada.
Una tarde el Padre Pío estaba en cama y lo asistía su sobrino Mario. El tío le dijo:
—Mario, tráeme el arma.
El sobrino buscó por aquí y por allá en la celda, sobre la mesa, en el cajón.
—Pero tío, no encuentro ningún arma.
—Mira en el bolsillo de mi hábito.
El sobrino hurgó en el amplio bolsillo, y nada.
—Tío está solo la corona del rosario.
—Tonto, ¿no es esa el arma?
«Toma esta arma», le había dicho una vez en sueño la Virgen.
Sus hermanos llamaban al Padre Pío “El rosario viviente”. «¿hay oración más bella —decía él— que aquella que nos enseñó Ella misma? ¡Recen siempre el rosario!».
Y con el rosario en la mano, pronunciando dulcemente los nombres de Jesús y María, entregó su hermosa alma a Dios.
Le gustaba al Padre Pío contar ese sueño:
«Una noche soñé que estaba asomado a la ventana del coro y veía la plaza llena de gente. Les grité:
—¿Qué quieren?
—La
muerte del Padre Pío —contestaron.
—¡Ah, entonces ustedes son comunistas! —les dije yo, y me metí al coro.
En aquel momento me viene al encuentro la Virgen y me dice:
—No le tengas miedo, aquí estoy yo. Toma esta arma, vuelve a la ventana y úsala.
Yo obedecí y todos se cayeron muertos.
En nombre de la Virgen te curarás.
Una joven enfermera de Bolonia fue hospitalizada en octubre de 1952 por un síndrome nefrítico muy grave, que necesitaba ser operado. Una noche le apareció en sueño el Padre Pío diciéndole: «En nombre de la Virgen María tus riñones desde este momento, no sangrarán más», y la avisó que volvería. A la mañana siguiente los médicos la encontraron clínicamente curada y le dieron de alta. Sin embargo, ella dijo que los médicos la habían curado.
Se le apareció nuevamente el Padre Pío, muy serio, reprochándole su mentira: «Ha sido la Virgen quien vino a curarte, acuérdate y repíteselo a todo el mundo, porque hay muchas jóvenes de tu edad que se están perdiendo, pero cuando sepan lo que te ocurrió, podrán rehabilitarse».
«¿Quién no recuerda —escribe Curci— la oración de la “Visita de María Santísima” que Padre Pío rezaba todas las tardes delante del Santísimo Sacramento? Su corazón latía por Ella, y su alma se enternecía hasta las lágrimas cuando llegaba a aquellas palabras “No me desampares mientras no me veas a salvo en el cielo, bendiciéndote y cantando tus misericordias por toda la eternidad”».
La
imagen de la Virgen Peregrina.
El 1959 llegó a Italia, procedente de Fátima, la estatua de la Virgen Peregrina que visitaba varias ciudades de la Península. El 5 de agosto llegó a San Giovanni Rotondo. Padre Pío estaba enfermo y ni siquiera podía celebrar. Él se detuvo por mucho tiempo delante de la sagrada imagen y le puso entre las manos su rosario, gesto que arrancó lágrimas a los presentes.
Cuando el helicóptero se levantó de la terraza del hospital, llevándose la Virgen Peregrina, el Padre Pío la llamó por su nombre y se quejó amorosamente:
—Madrecita linda, has llegado a Italia y me he enfermado; ahora te vas y me dejas enfermo.
En aquel instante sintió como un escalofrío que le corrió por todo el cuerpo y gritó:
—¡Estoy curado! ¡La Virgen me ha curado!
En efecto, se curó de su pleuresía y nunca se sintió tan sano ni tan fuerte en toda su vida. Él mismo afirmó:
—La Virgen vino hasta aquí porque quería curarme.
Amor concreto y profundo.
La Virgen introdujo al Padre Pío en el misterio de la cruz. Él escribió al Padre Agustín, su director espiritual: «La Virgen dolorosa nos obtenga de su santísimo Hijo que ahondemos cada vez más en el misterio de la cruz y nos embriaguemos con ella en los padecimientos de Jesús.
Que
nos consiga el amor a la cruz, a sus padecimientos y a sus dolores. Que María,
que fue la primera en practicar el Evangelio en toda su perfección, nos obtenga
también la ayuda de llegar junto a Ella. Asociémonos siempre a esta querida
Madre, salgamos con Ella junto a Jesús fuera de Jerusalén».
La Virgen lo introdujo también en el misterio eucarístico. Escribió: «¡Pobre Madrecita!, ¡cuánto me quiere! Lo he contemplado con renovado fervor al comienzo del más hermoso mes. Con qué cariño me ha acompañado hasta el altar esta mañana. Me ha parecido que Ella no tuviese ni siquiera en quien pensar sino solo en mí, al llenarme el corazón de santos afectos».
El Padre Pío no soportaba que se pusiera en duda los privilegios de María.
Un día oyendo hablar de ciertos errores que circulaban en algunas escuelas teológicas y revistas, referentes a la virginidad de María y a la interpretación de su Anunciación, él se fue de allí pidiendo al padre superior que le excusara: «Me marcho —dijo— porque me hace mucho mal oír ciertas cosas».
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