EL CAMINO: "YO SOY EL CAMINO, LA VERDAD Y LA VIDA, NADIE VA AL PADRE SINO POR MÍ". (JUAN 14:6)

"BUSCAD PRIMERAMENTE EL REINO DE DIOS Y SU JUSTICIA, Y TODO LO DEMÁS SE OS DARÁ POR AÑADIDURA". (MATEO 6:33)

"Y EN NINGÚN OTRO HAY SALVACIÓN, PORQUE NO HAY OTRO NOMBRE BAJO EL CIELO DADO A LOS HOMBRES, EN EL CUAL PODAMOS SER SALVOS". (HECHOS 4:12)

viernes, 3 de agosto de 2018

El Quinto Mandamiento: No matarás (Parte I)



EL QUINTO MANDAMIENTO: NO MATARÁS (PARTE I)

El quinto mandamiento manda no matar, es decir, prohíbe dar muerte, golpear, herir o hacer cualquier daño al prójimo en el cuerpo, ya por sí, ya por otros: como también agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal.

Prohíbe igualmente darse a sí mismo la muerte: el suicidio. Y debe vivirse —como todos los mandamientos— por amor a Dios: sólo así se alcanza un verdadero respeto al alma y al cuerpo.

1.- NO MATAR

Este mandamiento del Decálogo, no matarás­, expresa el absoluto dominio de Dios sobre la creación: Yo doy la muerte y doy la vida (Deut 32:39), dice de sí mismo, y el salmista añade:

“Si escondes tu rostro, se conturban; si les quitas el espíritu, mueren y retornan al polvo; si envías tu espíritu, se recrían; y así renuevas la faz de la tierra” (Sal 104: 29-30).

Como toda criatura, el hombre existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó. Su vida es un regalo del Señor; más aún, es el primero de los dones que ha recibido del Cielo, porque para enriquecer con otras mercedes a sus criaturas, es preciso que Dios les dé previamente el ser.

Como nos dice el Catecismo de la Iglesia católica:

“La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin (…); nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (CEC, 2258).

El hombre es alguien singular: la única criatura de este mundo a la que Dios ama por sí misma. Está destinado a conocer y amar eternamente a Dios, y su vida es sagrada. Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1: 26-27), y éste es el fundamento último de la dignidad humana y del mandamiento no matarás.

El libro del Génesis presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia del pecado original. Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida: incluso de la de Caín, después de haber matado a su hermano Abel; imagen de todo homicidio. Nadie debe tomarse la justicia por su mano, y nadie puede abrogarse el derecho de disponer de la vida del prójimo (Gen 4: 13-15).

En la transmisión de la vida humana, además, los padres desempeñan el papel de cooperadores libres de la Providencia divina, contribuyendo a la concepción del cuerpo. Pero el alma espiritual e inmortal, que vivifica al hombre, es creada de la nada inmediatamente por Dios en el instante mismo de la concepción, que es su unión con el cuerpo. Por eso la vida humana ha de considerarse por todos como algo sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios.

1.1.- LAS COSAS SUJETAS AL DOMINIO DEL HOMBRE

Este mandamiento hace referencia a los seres humanos. Es legítimo servirse de los animales para obtener alimento, vestido, etc.: Dios los puso en la tierra para que estuviesen al servicio del hombre. La conveniencia de no matarlos o maltratarlos proviene del desorden que puede implicar en las pasiones humanas, o de un deber de justicia (si son propiedad de otro). Además, no hay que olvidar que el hombre no es “dueño” de la Creación, sino administrador y por tanto, tiene obligación de respetar y cuidar la naturaleza, de la que necesita para su propia existencia y desarrollo.

“Díjose entonces Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuántos animales se mueven sobre ella”(Gen 1:26).

En este dominio se funda la potestad del hombre de disponer de la vida de los animales para su propio sustento. Algunos dijeron que no es lícito matar a los animales. Se trata de una afirmación falsa, porque no es pecado utilizar las cosas que están sujetas al dominio del hombre.

1.2.- VALOR DE LA VIDA HUMANA

El solo hecho de nacer es ya un motivo grande de alabanza y agradecimiento al Creador. Pero el hombre debe estarle especialmente reconocido, porque ha sido creado a su imagen y semejanza (Gen 1:26)  adoptado como hijo y así ordenado, por la infinita bondad de Dios “a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los bienes divinos que superan totalmente la comprensión de la mente humana”.

Enseña nuestra fe que el hombre ha sido puesto en la tierra, para que trabajara y diera a Dios gloria (Gen 2:15), y de este modo alcanzase su destino eterno. La vida terrena no es más que un periodo transitorio, provisional, hacia la verdadera Vida (1 Cor 15:19). Somos los hombres caminantes, que agotan su travesía en muy pocas jornadas:

“el número de los días del hombre a más tirar, son cien años; como una gota de agua en el mar, como un grano de arena, así son sus pocos años a la luz de la eternidad” (Ecli 18:8).

Sin embargo, este espacio tan corto es, a la vez, de una importancia decisiva, porque en él se forja nuestro acceso a la Vida eterna. Es el único tiempo, tempus laborandi et merendi et augendae caritatis;  la sola ocasión de que disponemos para trabajar, merecer, y crecer en el amor de Dios; después, advierte Jesús, viene la noche cuando nadie ya puede trabajar (Jn 9:4). Por eso, cada instante de la vida tiene sentido de eternidad, y tiene el valor que le demos sirviendo a Dios.

Aunque fugaz y llena de limitaciones, la vida terrena es un tesoro lleno de posibilidades. Para un cristiano, no puede haber nunca vidas inútiles, despreciables o absurdas. Todos los hombres, —también los infradotados— poseen un alma inmortal, son hijos de Dios, tienen una misión que cumplir dentro de los planes de la Providencia divina y están llamados a la felicidad eterna.

1.3.- LA GUERRA

Aunque se debe evitar las guerras —incluso las justas— intentando todos los medios posibles, no pecan los que matan a sus enemigos en una guerra justa.
Con respecto a la guerra defensiva, enseña el Magisterio de la Iglesia que:

“el precepto de la paz es de derecho divino. Su fin es la protección de los bienes de la humanidad, en cuanto bien es del Creador. Ahora bien, entre estos bienes hay algunos de tanta importancia para la humana convivencia, que su defensa contra la injusta agresión es, sin duda, plenamente legítima”.

La verdadera voluntad cristiana de paz es fuerza, no debilidad o cansada resignación. Se identifica con la voluntad de paz del eterno y omnipotente Dios. Toda guerra de agresión contra aquellos bienes, que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar y garantizar incondicionalmente, y, por consiguiente, también a proteger y defender, es pecado, y delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y ordenador del mundo. Un pueblo amenazado o víctima de una injusta agresión, si quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia pasiva.

1.4.- LEGÍTIMA DEFENSA

La prohibición de causar la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño. La legítima defensa puede ser incluso un deber grave para quien es responsable de la vida de otro o del bien común (CEC, 2265). Puede ser lícito matar a un agresor en legítima defensa.

El respeto de la voluntad de Dios y el orden mismo de la caridad —que exige el cuidado de la propia vida para poder atender mejor a la ajena—, imponen no sólo el derecho sino también el deber de salvaguardar la propia existencia, y otros bienes que le están inseparablemente unidos, frente a los peligros y amenazas que pueden atentar contra ella.

La legítima defensa, tanto en el plano individual como en el social, es un derecho natural, sancionado por el Señor y por el Magisterio de la Iglesia, que puede extenderse incluso hasta la muerte del agresor injusto. Sin embargo, debe ejercitarse con las debidas cautelas y condiciones que señala la ley moral, puesto que, aun cuando pierda su derecho a la vida, la muerte de quien violenta e injustamente pretende causar daño grave a otro es siempre un mal, que debe evitarse con todos los medios posibles y justos.

La doctrina cristiana enseña también que, por motivos de caridad, un individuo puede renunciar al derecho de defender con la fuerza sus bienes (Mt 5: 39-41; 1 Cor 6:7).

Condiciones: Entre las condiciones que se requieren para el ejercicio lícito de la legítima defensa, las más importantes son:

Que la agresión injusta sea actual (no la justifica una sospecha ni aun la misma amenaza, como tampoco puede justificarse por un daño ya recibido, porque entonces sería simplemente una venganza).

Que haya una justa proporción entre el bien que se defiende y el daño que se cause al agresor.

Y que ese daño se limite a lo necesario para conjurar la agresión injusta.

Estas cautelas deben cuidarse con mayor atención cuando se trata de la guerra, por los incalculables males que trae consigo.

Aunque pueda ser lícita una guerra preventiva, para evitar una agresión segura en un futuro inmediato, hay que agotar todos los medios pacíficos para resolver los litigios internacionales.

“Una cosa es utilizar la fuerza militar para defenderse con justicia, y otra muy distinta es querer someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar o político de la misma. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por eso todo es lícito entre los beligerantes.

Los que, al servicio de la patria, se hallan en el ejército, considérense instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen realmente a estabilizar la paz”.

1.5.- LA PENA DE MUERTE

En esta misma línea, la doctrina católica reconoce a la legítima autoridad civil la potestad de privar de la vida a un delincuente, como un derecho que pertenece a su competencia ordinaria, siempre que se ejerza por motivos gravísimos, y con las debidas precauciones jurídicas. El Magisterio de la Iglesia, en efecto, enseña que la pena de muerte no es contraria a la ley natural;  pero tampoco surge necesariamente de esa ley: es una cuestión de prudencia que depende de las circunstancias. De ahí que pueda darse una discrepancia entre católicos a la hora de estimar la conveniencia de la pena de muerte o de su abolición dentro de un ordenamiento jurídico concreto, fundándose en circunstancias culturales y sociales, y en una diversa valoración de las mismas.

Fuera de estos casos —la legítima defensa y la pena de muerte— todos los demás homicidios están prohibidos, sea por lo que toca al homicida o al muerto, o a los modos con que se perpetra la muerte. Por lo que mira a los que cometen la muerte, ninguno está exceptuado: ni ricos, ni poderosos, ni gobernantes, ni padres; a todos está vedado matar sin diferencia ni distinción alguna.

“Si miramos a los que pueden ser muertos, a todos ampara esta ley divina. No hay hombre, por despreciado y abatido que sea, que no quede protegido y defendido por este mandamiento. Y a ninguno es lícito tampoco matarse a sí mismo, porque nadie es tan dueño de su vida que se la pueda quitar a su antojo. Por eso no se puso la ley en estos términos: no mates a otro; sino que absolutamente se ordena: no matarás.

Pero atendiendo a los muchos modos que hay de matar, tampoco se exceptúa ninguno; porque a nadie es lícito quitar la vida a otro no sólo por sus manos, o con cualquier arma, sino ni siquiera por consejo, ayuda o cooperación alguna”.

La vida humana es un don de Dios a cada hombre, y nadie puede atentar contra ella. Sin embargo, la legítima autoridad pública puede condenar a muerte al culpable de los delitos de gravedad proporcionada, cuando lo exija o haga claramente conveniente el bien común, pues obra en virtud de un poder del que Dios la ha investido.

La pena de muerte, no sólo no contraría el derecho divino natural, si no que en el Antiguo Testamento era explícitamente de Derecho divino positivo. Pertenece, por tanto, al derecho divino natural la posibilidad y, aun la conveniencia según las circunstancias, de instaurar por justas causas tal pena.

1.6.- LA MUERTE DEL ALMA

Por muerte se puede entender, además de la separación del cuerpo y el alma —que es su principio vital— ­ la separación del alma de la gracia, que es principio de la vida sobrenatural: es delito de suyo aún más grave causar la muerte del alma que la del cuerpo. Este pecado, llamado de escándalo, se estudia más adelante en este mismo capítulo.

2.- FORMA PARTE DEL QUINTO MANDAMIENTO EL PRECEPTO DE EVITAR DAÑOS A UNO MISMO

2.1.- LA DEFENSA DEL DON DE LA GRACIA

El mayor respeto que podemos manifestar hacia nosotros mismos es la defensa del don de la gracia que está infundida en nuestra alma, evitando cualquier pecado.

Estamos también obligados a procurar crecer en gracia, buscando a Dios por la contrición y la oración en nuestra vida.

2.2.- EL AMOR Y RESPETO AL PROPIO CUERPO

El amor y respeto al propio cuerpo es igualmente exigencia de la caridad hacia nosotros mismos, sabiendo que el cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6:19), y que somos responsables —en lo que de nosotros depende— de procurar un bienestar corporal adecuado, para poder servir a Dios y a los hombres santificando el trabajo.

Van contra esta exigencia del respeto y amor a nuestro propio cuerpo:

A.- EL SUICIDIO

Ya que el que se mata a sí mismo mata a un hombre; y, si actúa con dominio de sus fuerzas mentales, se condena al castigo eterno.

Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella. “El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mimo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo” (CEC, 2281). Sin embargo, “no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida” (CEC, 2283).

Preferir la propia muerte para salvar la vida de otro no es suicidio, antes bien, puede constituir un acto de extrema caridad.

B.- LA EUTANASIA

Nadie puede autorizar, ni para sí mismo ni para otros, pues sería suicidio u homicidio. Significa etimológicamente buena muerte, muerte apacible, sin sufrimiento. De esa significación, la eutanasia ha pasado actualmente a indicar la provocación de la muerte del enfermo que no tiene curación o, generalmente, la muerte de vidas humanas “sin valor”.

Los pueblos antiguos, a excepción del hebreo, no tenían ningún escrúpulo en eliminar a los seres humanos que consideraban inútiles para la sociedad. En sentido estricto, la eutanasia es gravemente inmoral, y ninguna razón puede hacer lícito un acto intrínsecamente malo.

Por eutanasia, en sentido verdadero y propio, se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. Es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la  malicia  propia  del  suicidio o del homicidio. Se trata de una de las consecuencias, gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana, a las que puede llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.

La interrupción de tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o desproporcionados  a  los  resultados  puede  ser  legítima.  Interrumpir  estos  tratamientos  es rechazar el encarnizamiento terapéutico. Con esto no se pretende provocar la muerte; se acepta no poder impedirla (Catecismo, 2278). 

Las decisiones deben ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia o capacidad, o si no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad razonable y los intereses legítimos del paciente (CEC, 2278).

En cambio, “aunque la muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona no pueden ser legítimamente interrumpidos”. El uso de analgésicos para aliviar los sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad desinteresada. Por esta razón deben ser alentados (CEC, 2279).

 La alimentación e hidratación artificiales son, en principio, cuidados ordinarios debidos a todo enfermo.

 C.- LOS TRABAJOS ARRIESGADOS

Son precisas las normas de prudencia en los trabajos arriesgados, en los deportes que encierran algún peligro, así como en la circulación rodada.

D.- LA GULA

Pues por el apetito desordenado en el comer y beber se ocasionan, además de daños al alma, daños al cuerpo.

E.- LA EMBRIAGUEZ Y LAS DROGAS

La embriaguez y las drogas suelen tener consecuencias, aún más graves, sobre el alma que sobre el cuerpo. Con ellas se puede llegar a una dependencia física y a una completa destrucción de la personalidad, junto con la ruina.

F.- EL TRASPLANTE DE ÓRGANOS

La donación de órganos para trasplantes es legítima y puede ser un acto de caridad, si la donación es plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justicia y de la caridad.

“Una persona sólo puede donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio que los órganos vitales sólo pueden donarse después de la muerte” (CEC, 2301).

Es preciso que el donante o sus representantes hayan dado su consentimiento consciente (cfr. CEC, 2296). Esta donación, “aun siendo lícita en sí misma, puede llegar a ser ilícita, si viola los derechos y sentimientos de terceros a quienes compete la tutela del cadáver: los parientes cercanos en primer término; pero podría incluso tratarse de otras personas en virtud de derechos públicos o privados”.

2.3.- EL AYUNO

La Iglesia recomienda, en su cuarto mandamiento, el ayuno, que es una manera de determinar la mortificación que debemos exigir al cuerpo en bien del alma. Con este espíritu se instituyó la Cuaresma, para imitar el ayuno que Nuestro  Señor Jesucristo  practicó en el desierto y para prepararnos santamente para la Pascua. Tanto el ayuno como la abstinencia sirven como penitencia por nuestros pecados.

Respecto a quiénes obligan las leyes del ayuno y la abstinencia, contesta el Código de Derecho Canónico:

“La ley de la abstinencia obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores de edad, hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años. Cuiden sin embargo los pastores de almas y los padres de que también se formen en un auténtico espíritu de penitencia quienes, por no haber alcanzado la edad, no están obligados al ayuno o a la abstinencia” (CIC nº 1252).

(Debido a la extensión e importancia de este mandamiento, continuaremos hablando de él en el siguiente artículo. En él trataremos el tema del homicidio, aborto, duelo, mutilaciones…).

Padre Lucas Prados
Visto en Adelante la Fe

                                                         

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