EL QUINTO MANDAMIENTO: NO
MATARÁS (PARTE I)
El quinto mandamiento
manda no matar, es decir, prohíbe dar muerte, golpear, herir o hacer
cualquier daño al prójimo en el cuerpo, ya por sí, ya por otros: como también
agraviarle con palabras injuriosas o quererle mal.
Prohíbe igualmente darse a
sí mismo la muerte: el suicidio. Y debe vivirse —como todos los mandamientos—
por amor a Dios: sólo así se alcanza un verdadero respeto al alma y al cuerpo.
1.- NO MATAR
Este mandamiento del
Decálogo, no matarás, expresa el absoluto dominio de Dios sobre la
creación: Yo doy la muerte y doy la vida (Deut 32:39), dice de sí
mismo, y el salmista añade:
“Si escondes tu rostro, se
conturban; si les quitas el espíritu, mueren y retornan al polvo; si envías tu
espíritu, se recrían; y así renuevas la faz de la tierra” (Sal 104:
29-30).
Como toda criatura, el
hombre existe pura y simplemente por el amor de Dios que lo creó. Su vida es un
regalo del Señor; más aún, es el primero de los dones que ha recibido del
Cielo, porque para enriquecer con otras mercedes a sus criaturas, es preciso
que Dios les dé previamente el ser.
Como nos dice el Catecismo
de la Iglesia católica:
“La vida humana es
sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin (…);
nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo
directo a un ser humano inocente” (CEC, 2258).
El hombre es alguien
singular: la única criatura de este mundo a la que Dios ama por sí misma. Está
destinado a conocer y amar eternamente a Dios, y su vida es sagrada. Ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios (Gen 1: 26-27), y éste es el fundamento
último de la dignidad humana y del mandamiento no matarás.
El libro del Génesis
presenta el abuso contra la vida humana como consecuencia del pecado original.
Yahvé se manifiesta siempre como protector de la vida: incluso de la de Caín,
después de haber matado a su hermano Abel; imagen de todo homicidio. Nadie debe
tomarse la justicia por su mano, y nadie puede abrogarse el derecho de disponer
de la vida del prójimo (Gen 4: 13-15).
En la transmisión de la
vida humana, además, los padres desempeñan el papel de cooperadores libres de
la Providencia divina, contribuyendo a la concepción del cuerpo. Pero el alma
espiritual e inmortal, que vivifica al hombre, es creada de la nada
inmediatamente por Dios en el instante mismo de la concepción, que es su unión
con el cuerpo. Por eso la vida humana ha de considerarse por todos como algo
sagrado, ya que desde su mismo origen exige la acción creadora de Dios.
1.1.- LAS COSAS SUJETAS AL
DOMINIO DEL HOMBRE
Este mandamiento hace
referencia a los seres humanos. Es legítimo servirse de los animales para
obtener alimento, vestido, etc.: Dios los puso en la tierra para que estuviesen
al servicio del hombre. La conveniencia de no matarlos o maltratarlos proviene
del desorden que puede implicar en las pasiones humanas, o de un deber de
justicia (si son propiedad de otro). Además, no hay que olvidar que el hombre
no es “dueño” de la Creación, sino administrador y por tanto, tiene obligación
de respetar y cuidar la naturaleza, de la que necesita para su propia existencia
y desarrollo.
“Díjose entonces
Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza, para que domine sobre los
peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las
bestias de la tierra y sobre cuántos animales se mueven sobre ella”(Gen 1:26).
En este dominio se funda
la potestad del hombre de disponer de la vida de los animales para su propio
sustento. Algunos dijeron que no es lícito matar a los animales. Se trata de
una afirmación falsa, porque no es pecado utilizar las cosas que están sujetas
al dominio del hombre.
1.2.- VALOR DE LA VIDA
HUMANA
El solo hecho de nacer es
ya un motivo grande de alabanza y agradecimiento al Creador. Pero el hombre
debe estarle especialmente reconocido, porque ha sido creado a su imagen y
semejanza (Gen 1:26) adoptado como hijo y así ordenado, por la
infinita bondad de Dios “a un fin sobrenatural, es decir, a participar de los
bienes divinos que superan totalmente la comprensión de la mente humana”.
Enseña nuestra fe que el
hombre ha sido puesto en la tierra, para que trabajara y diera a Dios gloria
(Gen 2:15), y de este modo alcanzase su destino eterno. La vida terrena no es
más que un periodo transitorio, provisional, hacia la verdadera Vida (1 Cor
15:19). Somos los hombres caminantes, que agotan su travesía en muy pocas
jornadas:
“el número de los días del
hombre a más tirar, son cien años; como una gota de agua en el mar, como un
grano de arena, así son sus pocos años a la luz de la eternidad” (Ecli
18:8).
Sin embargo, este espacio
tan corto es, a la vez, de una importancia decisiva, porque en él se forja
nuestro acceso a la Vida eterna. Es el único tiempo, tempus laborandi et
merendi et augendae caritatis; la sola ocasión de que disponemos
para trabajar, merecer, y crecer en el amor de Dios; después, advierte
Jesús, viene la noche cuando nadie ya puede trabajar (Jn 9:4). Por
eso, cada instante de la vida tiene sentido de eternidad, y tiene el valor que
le demos sirviendo a Dios.
Aunque fugaz y llena de
limitaciones, la vida terrena es un tesoro lleno de posibilidades. Para un
cristiano, no puede haber nunca vidas inútiles, despreciables o absurdas. Todos
los hombres, —también los infradotados— poseen un alma inmortal, son hijos de
Dios, tienen una misión que cumplir dentro de los planes de la Providencia
divina y están llamados a la felicidad eterna.
1.3.- LA GUERRA
Aunque se debe evitar las
guerras —incluso las justas— intentando todos los medios posibles, no pecan los
que matan a sus enemigos en una guerra justa.
Con respecto a la guerra
defensiva, enseña el Magisterio de la Iglesia que:
“el precepto de la paz es
de derecho divino. Su fin es la protección de los bienes de la humanidad, en
cuanto bien es del Creador. Ahora bien, entre estos bienes hay algunos de tanta
importancia para la humana convivencia, que su defensa contra la injusta
agresión es, sin duda, plenamente legítima”.
La verdadera voluntad
cristiana de paz es fuerza, no debilidad o cansada resignación. Se identifica
con la voluntad de paz del eterno y omnipotente Dios. Toda guerra de agresión
contra aquellos bienes, que el ordenamiento divino de la paz obliga a respetar
y garantizar incondicionalmente, y, por consiguiente, también a proteger y
defender, es pecado, y delito, atentado contra la majestad de Dios, creador y
ordenador del mundo. Un pueblo amenazado o víctima de una injusta agresión, si
quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una indiferencia
pasiva.
1.4.- LEGÍTIMA DEFENSA
La prohibición de causar
la muerte no suprime el derecho de impedir que un injusto agresor cause daño.
La legítima defensa puede ser incluso un deber grave para quien es responsable
de la vida de otro o del bien común (CEC, 2265). Puede ser lícito matar a un
agresor en legítima defensa.
El respeto de la voluntad
de Dios y el orden mismo de la caridad —que exige el cuidado de la propia vida
para poder atender mejor a la ajena—, imponen no sólo el derecho sino también
el deber de salvaguardar la propia existencia, y otros bienes que le están
inseparablemente unidos, frente a los peligros y amenazas que pueden atentar
contra ella.
La legítima defensa, tanto
en el plano individual como en el social, es un derecho natural, sancionado por
el Señor y por el Magisterio de la Iglesia, que puede extenderse incluso hasta
la muerte del agresor injusto. Sin embargo, debe ejercitarse con las debidas
cautelas y condiciones que señala la ley moral, puesto que, aun cuando pierda
su derecho a la vida, la muerte de quien violenta e injustamente pretende
causar daño grave a otro es siempre un mal, que debe evitarse con todos los
medios posibles y justos.
La doctrina cristiana
enseña también que, por motivos de caridad, un individuo puede renunciar al
derecho de defender con la fuerza sus bienes (Mt 5: 39-41; 1 Cor 6:7).
Condiciones: Entre
las condiciones que se requieren para el ejercicio lícito de la legítima defensa,
las más importantes son:
Que la agresión injusta
sea actual (no la justifica una sospecha ni aun la misma amenaza, como tampoco
puede justificarse por un daño ya recibido, porque entonces sería simplemente
una venganza).
Que haya una justa
proporción entre el bien que se defiende y el daño que se cause al agresor.
Y que ese daño se limite a
lo necesario para conjurar la agresión injusta.
Estas cautelas deben
cuidarse con mayor atención cuando se trata de la guerra, por los incalculables
males que trae consigo.
Aunque pueda ser lícita
una guerra preventiva, para evitar una agresión segura en un futuro inmediato,
hay que agotar todos los medios pacíficos para resolver los litigios
internacionales.
“Una cosa es utilizar la
fuerza militar para defenderse con justicia, y otra muy distinta es querer
someter a otras naciones. La potencia bélica no legitima cualquier uso militar
o político de la misma. Y una vez estallada lamentablemente la guerra, no por
eso todo es lícito entre los beligerantes.
Los que, al servicio de la
patria, se hallan en el ejército, considérense instrumentos de la seguridad y
libertad de los pueblos, pues desempeñando bien esta función contribuyen
realmente a estabilizar la paz”.
1.5.- LA PENA DE MUERTE
En esta misma línea, la
doctrina católica reconoce a la legítima autoridad civil la potestad de privar
de la vida a un delincuente, como un derecho que pertenece a su competencia
ordinaria, siempre que se ejerza por motivos gravísimos, y con las debidas
precauciones jurídicas. El Magisterio de la Iglesia, en efecto, enseña que la
pena de muerte no es contraria a la ley natural; pero tampoco surge
necesariamente de esa ley: es una cuestión de prudencia que depende de las
circunstancias. De ahí que pueda darse una discrepancia entre católicos a la
hora de estimar la conveniencia de la pena de muerte o de su abolición dentro
de un ordenamiento jurídico concreto, fundándose en circunstancias culturales y
sociales, y en una diversa valoración de las mismas.
Fuera de estos casos —la
legítima defensa y la pena de muerte— todos los demás homicidios están
prohibidos, sea por lo que toca al homicida o al muerto, o a los modos con que
se perpetra la muerte. Por lo que mira a los que cometen la muerte, ninguno
está exceptuado: ni ricos, ni poderosos, ni gobernantes, ni padres; a todos
está vedado matar sin diferencia ni distinción alguna.
“Si miramos a los que
pueden ser muertos, a todos ampara esta ley divina. No hay hombre, por
despreciado y abatido que sea, que no quede protegido y defendido por este
mandamiento. Y a ninguno es lícito tampoco matarse a sí mismo, porque nadie es
tan dueño de su vida que se la pueda quitar a su antojo. Por eso no se puso la
ley en estos términos: no mates a otro; sino que absolutamente se ordena: no
matarás.
Pero atendiendo a los
muchos modos que hay de matar, tampoco se exceptúa ninguno; porque a nadie es lícito
quitar la vida a otro no sólo por sus manos, o con cualquier arma, sino ni
siquiera por consejo, ayuda o cooperación alguna”.
La vida humana es un don
de Dios a cada hombre, y nadie puede atentar contra ella. Sin embargo, la
legítima autoridad pública puede condenar a muerte al culpable de los delitos
de gravedad proporcionada, cuando lo exija o haga claramente conveniente el
bien común, pues obra en virtud de un poder del que Dios la ha investido.
La pena de muerte, no sólo
no contraría el derecho divino natural, si no que en el Antiguo Testamento era
explícitamente de Derecho divino positivo. Pertenece, por tanto, al derecho
divino natural la posibilidad y, aun la conveniencia según las circunstancias,
de instaurar por justas causas tal pena.
1.6.- LA MUERTE DEL ALMA
Por muerte se puede
entender, además de la separación del cuerpo y el alma —que es su principio
vital— la separación del alma de la gracia, que es principio de la vida
sobrenatural: es delito de suyo aún más grave causar la muerte del alma que la
del cuerpo. Este pecado, llamado de escándalo, se estudia más adelante en este
mismo capítulo.
2.- FORMA PARTE DEL QUINTO
MANDAMIENTO EL PRECEPTO DE EVITAR DAÑOS A UNO MISMO
2.1.- LA DEFENSA DEL DON
DE LA GRACIA
El mayor respeto que
podemos manifestar hacia nosotros mismos es la defensa del don de la gracia que
está infundida en nuestra alma, evitando cualquier pecado.
Estamos también obligados
a procurar crecer en gracia, buscando a Dios por la contrición y la oración en
nuestra vida.
2.2.- EL AMOR Y RESPETO AL
PROPIO CUERPO
El amor y respeto al
propio cuerpo es igualmente exigencia de la caridad hacia nosotros
mismos, sabiendo que el cuerpo es templo del Espíritu Santo (1 Cor 6:19), y que
somos responsables —en lo que de nosotros depende— de procurar un bienestar
corporal adecuado, para poder servir a Dios y a los hombres santificando el
trabajo.
Van contra esta exigencia
del respeto y amor a nuestro propio cuerpo:
A.- EL SUICIDIO
Ya que el que se mata a sí
mismo mata a un hombre; y, si actúa con dominio de sus fuerzas mentales, se
condena al castigo eterno.
Somos administradores y no
propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella. “El
suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y
perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mimo. Ofende
también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad
con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos
obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo” (CEC, 2281). Sin
embargo, “no se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que
se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que Él solo
conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las
personas que han atentado contra su vida” (CEC, 2283).
Preferir la propia muerte
para salvar la vida de otro no es suicidio, antes bien, puede constituir un
acto de extrema caridad.
B.- LA EUTANASIA
Nadie puede autorizar, ni
para sí mismo ni para otros, pues sería suicidio u homicidio. Significa
etimológicamente buena muerte, muerte apacible, sin sufrimiento. De esa
significación, la eutanasia ha pasado actualmente a indicar la provocación de
la muerte del enfermo que no tiene curación o, generalmente, la muerte de vidas
humanas “sin valor”.
Los pueblos antiguos, a
excepción del hebreo, no tenían ningún escrúpulo en eliminar a los seres
humanos que consideraban inútiles para la sociedad. En sentido estricto, la
eutanasia es gravemente inmoral, y ninguna razón puede hacer lícito un acto
intrínsecamente malo.
Por eutanasia, en sentido
verdadero y propio, se debe entender una acción o una omisión que por su
naturaleza y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier
dolor. Es una grave violación de la ley de Dios, en cuanto eliminación
deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Semejante práctica
conlleva, según las circunstancias, la malicia propia
del suicidio o del homicidio. Se trata de una de las consecuencias,
gravemente contrarias a la dignidad de la persona humana, a las que puede
llevar el hedonismo y la pérdida del sentido cristiano del dolor.
La interrupción de
tratamientos médicos onerosos, peligrosos, extraordinarios o
desproporcionados a los resultados puede
ser legítima. Interrumpir estos tratamientos es
rechazar el encarnizamiento terapéutico. Con esto no se pretende provocar la
muerte; se acepta no poder impedirla (Catecismo, 2278).
Las decisiones deben
ser tomadas por el paciente, si para ello tiene competencia o capacidad, o si
no por los que tienen los derechos legales, respetando siempre la voluntad
razonable y los intereses legítimos del paciente (CEC, 2278).
En cambio, “aunque la
muerte se considere inminente, los cuidados ordinarios debidos a una persona no
pueden ser legítimamente interrumpidos”. El uso de analgésicos para aliviar los
sufrimientos del moribundo, incluso con riesgo de abreviar sus días, puede ser
moralmente conforme a la dignidad humana si la muerte no es pretendida, ni como
fin ni como medio, sino solamente prevista y tolerada como inevitable. Los
cuidados paliativos constituyen una forma privilegiada de la caridad
desinteresada. Por esta razón deben ser alentados (CEC, 2279).
La alimentación e hidratación artificiales
son, en principio, cuidados ordinarios debidos a todo enfermo.
C.- LOS TRABAJOS ARRIESGADOS
Son precisas las normas de
prudencia en los trabajos arriesgados, en los deportes que encierran algún
peligro, así como en la circulación rodada.
D.- LA GULA
Pues por el apetito
desordenado en el comer y beber se ocasionan, además de daños al alma, daños al
cuerpo.
E.- LA EMBRIAGUEZ Y LAS
DROGAS
La embriaguez y las drogas
suelen tener consecuencias, aún más graves, sobre el alma que sobre el cuerpo.
Con ellas se puede llegar a una dependencia física y a una completa destrucción
de la personalidad, junto con la ruina.
F.- EL TRASPLANTE DE
ÓRGANOS
La donación de órganos
para trasplantes es legítima y puede ser un acto de caridad, si la donación es
plenamente libre y gratuita, y respeta el orden de la justicia y de la caridad.
“Una persona sólo puede
donar algo de lo que puede privarse sin serio peligro o daño para su propia
vida o identidad personal, y por una razón justa y proporcionada. Resulta obvio
que los órganos vitales sólo pueden donarse después de la muerte” (CEC, 2301).
Es preciso que el donante
o sus representantes hayan dado su consentimiento consciente (cfr. CEC, 2296).
Esta donación, “aun siendo lícita en sí misma, puede llegar a ser ilícita, si
viola los derechos y sentimientos de terceros a quienes compete la tutela del
cadáver: los parientes cercanos en primer término; pero podría incluso tratarse
de otras personas en virtud de derechos públicos o privados”.
2.3.- EL AYUNO
La Iglesia recomienda, en
su cuarto mandamiento, el ayuno, que es una manera de determinar la
mortificación que debemos exigir al cuerpo en bien del alma. Con este espíritu
se instituyó la Cuaresma, para imitar el ayuno que Nuestro Señor
Jesucristo practicó en el desierto y para prepararnos santamente para la Pascua.
Tanto el ayuno como la abstinencia sirven como penitencia por nuestros pecados.
Respecto a quiénes obligan
las leyes del ayuno y la abstinencia, contesta el Código de Derecho Canónico:
“La ley de la abstinencia
obliga a los que han cumplido catorce años; la del ayuno, a todos los mayores
de edad, hasta que hayan cumplido cincuenta y nueve años. Cuiden sin embargo
los pastores de almas y los padres de que también se formen en un auténtico
espíritu de penitencia quienes, por no haber alcanzado la edad, no están obligados
al ayuno o a la abstinencia” (CIC nº 1252).
(Debido a la extensión e
importancia de este mandamiento, continuaremos hablando de él en el siguiente
artículo. En él trataremos el tema del homicidio, aborto, duelo, mutilaciones…).
Padre Lucas Prados
Visto en Adelante la Fe
Padre Lucas Prados
Visto en Adelante la Fe
No hay comentarios:
Publicar un comentario